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La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 12. Constancia Manglano – 1ª parte

Un San Francisco era, en verdad, Constancia Manglano. Vivía en el número tres, bajo derecha. Ade­más de tener las consabidas gallinas y conejos, tenía cuánto gato acudía en busca de su protección y con­suelo. Porque Constancia hablaba con los animales in­feriores. También hablaba con los pobres.

Debió haber sido una mujer muy hermosa. Algo deslumbrante porque, en su ocaso, aún podían seguir­se los rasgos que resplandecían en sus hijas Lidia y Ne­mesia. Esta última estaba separada del marido, que ha­bía sido un vaina, y tenía una hija sietemesina. No me­draba. Al cabo del tiempo, Nemesia emigró a Buenos Aires. La niña quedó con los abuelos.

También vivían, en aquella casa de cinco habita­ciones, Sabina y Catia, solteras, un hijo alto y de buena planta llamado Silvestre y la viuda de otro hijo de Emi­lia que habían matado en la guerra. Esta se llamaba Demetria y, al parecer, el marido muerto había sido el de mejor facha de toda la familia, el que llevaba el pe­so de la raza. Sabina tenía un ojo nublado y era medio frágil.

La tal Demetria, la viuda, era un volcán conteni­do. Nunca perdonó la guerra y se agitaba en sueños con convulsiones de tormenta. Fue corta su luna de miel pero el marido llegó exhausto al frente de batalla. Había sido un entero que hubieran debido eximir de la guerra. Los hombres así no luchan más que en otros campos. Claro que Demetria era muy suya y a ver quién le iba con las teorías nazis de que había que com­partir el reventar de la ola y la mejora de la raza. Ella quería toda la marea, y la bajamar, también, que es cuando aprovechaba para alimentarse y llevarle algo de comida a Durazno, que así llamaban al caído aun­que su nombre era Alberto.

Vivían o, mejor, dormían o, lo que es lo mismo, estaban en el cuarto que daba a la escalera. No hicie­ron sufrir poco al judío Lutenberg los vecinos de arri­ba protestando porque aquella escalera amenazaba ruina, que se movía, que no tenía firme. Demetria y el Durazno los oían y se metían debajo de las sábanas para amortiguar las risas. El viejo Lutenberg, con su cabeza pelada y sus ojillos pequeños tras los espe­juelos de oro que cabalgaban sobre su roja nariz, no hacía más que decir que la construcción era sólida y a base de pruebas.

«Pero la escalera se mueve. Y retumban las pare­des. El suelo se habanea. A veces, hay que caminar apoyándose en las paredes. El agua de la bañera hace olas. Las botellas de aceite se corren…»

A Lutenberg lo volvía loco la vecina del primero, que era viuda y vivía sola desde hacía algún tiempo. Y no le cupo la menor duda de que a aquella mujer le ocurría algo. Porque él consultó a Constancia que, por vivir en el bajo, era la que más debería sentir la conmo­ciones de que hablaba la viuda. Y Constancia, «No creo. Las oscilaciones normales. Todo se mueve».

«¿Pero?» «Como siempre. Una vez una botella es­tá aquí y después está allí. Como siempre».

«Pero ¿se mueven?»

«Son criaturas, ¿por qué preocuparse? También el gato se mueve dormido y se desliza suave de un lado al otro…»

«Dirá usted que anda, que se mueve…»

«No. Mientras está dormido, hecho un ovillo, se desliza como resbalándose. Es tan bonito, tan suave y tan bueno…»

«Pero explíqueme, doña Constancia».

«Mire, señor Lutenberg, no hay nada que explicar. La vida es así. Todo se mueve. Pero no hay problema. Basta con atar un cordelito al asa de las tarteras mien­tras están sobre el fuego. Y con no llenar los baldes de las tinas hasta el borde, no hay peligro de que se vier­tan fuera. El problema, a veces, es cuando hay que lle­nar un vaso o una taza. Bueno, pues se sujeta bien el vaso sobre la mesa. Se sienta una con los pies bien fir­mes en el suelo. Después, se aprieta el cuello de la bo­tella sobre el borde de la taza… y, si no, se puede beber de la botella».

«Pero no le pregunto eso».

«Y si la escoba se mueve, también es criatura, uno la sigue con paciencia y, con un poco de suerte, como camina por el suelo, que no va por el aire, eso serían vi­siones, pues ya está la casa barrida. Sí, señor. Y en cuanto a las paredes, basta con sujetarlas un poco. Si usted tiene ganas de dormir mientras hierve agua, pues apoya la silla contra la pared y ya está. A veces, es cierto que la ropa vuela, pero no muy lejos, como tene­mos patio… No. Los espejos no se mueven pero como el suelo no está firme…»

«¿Que no está firme el suelo?»

«No, señor Lutenberg, el suelo es lo más inquieto. A veces, el pie no lo encuentra a tiempo y se tropieza. Pero andando con cuidado… Mire los gatitos, parecen criaturitas indefensas pero nunca se caen. ¿Qué quiere decir eso? Pues ya lo ve, ahí lo tiene. Lo de la ropa, si le digo la verdad, pues no deja de ser una ayuda. Usted la moja y si no es a la primera, ya alcanzará la ola. Luego la aprieta sobre la tabla sujetándola con el jabón. ¿Ve? Y ya se lava sola. No hay más vida que esta, señor Lu­tenberg, lo demás son pamplinas de curas y ustedes debieran saberlo que han crucificado a Dios…»

«¡Doña Constancia!»

«No se preocupe, que yo nunca digo esta boca es mía. Pero si lo sabré yo que he estado en la cárcel por atea».

«Calle, calle».

«¿Qué he de callar? Por atea me metieron en la cárcel, ya lo ve. Y allí había mucha miseria. En una se­mana dejé de ser la mujer más bella. Pobre Lidia. Pobre Nemesia. Lo que les esperaba. Y luego ya todo es igual, ya nada es lo mismo. La vida sigue porque todo se mueve. Si nos detuviéramos, nos caeríamos en el vacío hasta ir a chocar con otro planeta. Pero si usted quita la Luna y los otros planetas, ¿con qué nos estrellaríamos, eh, señor Lutenberg, contra qué? He ahí el problema.

«Mientras todo se mueva aún queda la posibilidad de acabar de una vez». “…” «Ah, de eso no sé nada, señor Lutenberg, y la verdad, es una pena. Si ella dice que todo se mueve y se queja, pues ¿qué le vamos a hacer? Ella es creyente. Yo le aseguro que bastante tengo con buscar el equili­brio y seguir el rumbo, mal que bien, de mi vivienda. Usted hizo las cosas con mucha inteligencia. Puso este pasillo en medio que nos ayuda a salir de las habita­ciones. Luego, en el quicio de la puerta, una ya se orienta. Y como puso el baño al final, pues ya todo es más fácil, si usted se marea. O ¿usted nunca se marea, señor Lutenberg?»

“…”

«No es una suerte, no, señor Lutenberg. Cuando usted se marea y devuelve, con perdón, la peseta, pues queda más suave, más ligero, más sutil. ¿Ve? Lo malo es la cabeza, sí. Pero por eso tengo las contras siempre ce­rradas. Con la casa en penumbras todo es más llevade­ro. Tampoco deja de ser una suerte, porque así las galli­nas ponen más». » … «. «¿Cómo que no lo entiende? ¿No ve que si la casa se estuviera quieta las gallinas ven­drían a dormir adentro y cuando duermen no ponen? Así se están en el patio que, al parecer, no se mueve. Yo, a veces, creo que también se mueve, pero menos».

“…”

«No. A los gatos no les molesta. Ya le dije que se deslizan y me dan brillo al suelo. No deja de ser una ayuda. Para el polvo, pues meto a una gallina un rato y la echo por el aire y ella con las plumas me limpia las alacenas. Pero, qué cosas le cuento. Cuánto hablo, se­ñor Lutenberg, pero es que usted siempre me hace hablar. ¿Recuerda señor Lutenberg?»

“…”

«¿Que no recuerda? Venga señor Lutenberg y coja una silla, si puede, que yo le voy a recordar. Sí. No se vaya ahora, señor Lutenberg. Yo necesitaba la casa y acababa de salir de la cárcel por atea».

“…”

«¿Cómo que me he de callar? Señor Lutenberg, usted todavía vivía con Lilliana, su suave e infecunda esposa rumana».

» … »

«Sí. Ya lo sé que fue ella la que me res­cató de la cárcel. Ella era una mujer caritativa al servicio de la República y de los movimientos liberales y liber­tarios. Muy avanzada, señor Lutenberg, sí señor. Pero, aún en aquellos tiempos, eran muchas las libertades que ella pretendía y ejercía y se tomaba por su mano y con su ayuda, señor Lutenberg. ¿O no lo recuerda?»

“…”

«Cinco hijos y un marido que nunca supo estar a tiempo en ningún sitio, más que en la cama. Qué ama­ble su Lilliana, señor Lutenberg, qué compasión al frente de su movimiento de liberación para la mujer. Ella pisaba fuerte en la cárcel de mujeres, aunque su lu­gar no hubiera debido ser precisamente aquél. Pero bueno, cuando llegó la República ella se conocía muy bien aquellos pasillos y galerías y regresó. Pero co­mo dirigente máxima del movimiento de ayuda a la mujer».

«Ya lo sé, señor Lutenberg, hizo mucho bien. Ya lo sé. Además, ella era rumana y tenía mucho mundo. Y estaba en contra de aquellos movimientos nazi y fas­cista que comenzaban a proliferar en sus países. Aquí había Monarquía católica y a mí me llevaron a la cárcel por atea».

“…”

«No se inquiete, señor Lutenberg, hacía años que no nos veíamos. Hoy vino porque a la viuda del prime­ro se le mueve la casa. Ese es su problema, que sólo se le mueva la casa. Yo, como ya ve, estoy de vuelta. O ya de marcha, si lo prefiere. ¿A que le dio sorpresa el ver­me?»

» … »

«Ya lo sé también, me lo han dicho los es­pejos. Pero usted se había olvidado de cómo era y por el interés de sus viviendas se atrevió a visitarme. No se apure, señor Lutenberg, total, ya ¿qué más da? Pero es bueno que me vea y que recuerde aquella mañana en que llegué a su casa apoyada en el brazo de Lilliana. ¡Qué casa, señor Lutenberg! Y eso que eran ustedes an­tifascistas y amigos de la República y del pueblo. Sobre todo si este pueblo tenía bellas formas, era hermoso y complaciente de grado, por necesidad o a la fuerza».

“…”

«No se mueva, señor Lutenberg o grito toda mi amargura por la Privada. Así está mejor, sentadito. Como siempre. Otros hacen las cosas por usted. ¿O no las hacía Lilliana? Le escogía lo mejor. Sí, señor Luten­berg. Aunque tuviera que ir al fondo de las cárceles o a esperar a la puerta del Monte de Piedad en donde recompraba las papeletas de empeño. Bueno, ella no lo hacía, eso lo hacían usted o sus esbirros. ¿Para qué nos vamos a engañar? Ella iba y se apostaba a la puerta.

Cuando salía una mujer hermosa, Lilliana la consola­ba, la acompañaba, le ofrecía por las papeletas mucho más de lo que le habían dado por los objetos empeña­dos. Y la pobre mujer agradecida y contenta. Lilliana no se metía en eso, pero usted sí que negociaba con las papeletas compradas. No eran el objeto principal del cometido de Lilliana, pero usted no podía desaprovechar nunca la menor ocasión de hacer dinero, aunque fuera con unas miserables papeletas de empeño. Aho­ra construye casas y barrios enteros. Entonces, nego­ciaba con las importaciones, y, luego, negoció con los presos durante la guerra. ¿A cuántos mandó, en apa­riencia, a América? ¿No se hundieron demasiados barcos, señor Lutenberg?»

“…”

«No se preocupe, nadie me oye. Ellos juegan y hacen bien mientras puedan. ¿No sabe que a él lo han llamado a filas? No se preocupe que no le voy a pedir ningún favor. Aunque sea mi hijo. Que vaya a esa guerra absurda que hacen en el nombre de Dios y contra Dios. Si serán estúpidos. Pero si Dios no existe».

“…”

«No se escandalice ni se cubra la cabeza. Pero ellos hacen la guerra y ustedes la retaguardia. Sí, es otra forma de hacer la guerra.»

«…»

«No me inte­rrumpa señor Lutenberg, que vamos a recordar la Re­pública liberal y judeo-masónica, como dice ese bota­rate desde Sevilla por los partes de radio. El antiguo seminarista se ha vuelto cruzado. ¿Recuerda? A usted le gustaba disfrazarse».

“…”

«Pero, señor Lutenberg, ¿le da vergüenza recor­darlo? ¿Y qué tenía que darnos a las jóvenes y a los jó­venes a los que usted y Lilliana bañaban? ¿Suda, señor Lutenberg? Yo no sudaba. Se me erizaba la piel de un aire frío, como el aliento de un muerto mientras Lillia­na me bañaba. Y usted, miraba. Qué bien, señor Luten­berg. Usted vestido de ballet, hacía su entrada con dos copas de helado Melba. Con sus guindas, sus colorines y su crema que rebosaba por la copa abajo. Lilliana se metió en la bañera para comer juntas de la misma co­pa, ¿lo recuerda, señor Lutenberg? Sí, su mujer de us­ted, se bañaba conmigo y me pasaba con sus dientecitos de rata la guinda que flotaba sobre el merengue. Y usted, como otro merengue, fofo, rojo y calvo, sí señor Lutenberg, ¿o no tiene usted espejos?, con sus labios pintados por Lilliana, sus coloretes estridentes, sus fal­sos pechos, sus collares y pulseras. ¡Qué ridículo, señor Lutenberg! Y con sus zapatillas de ballet hechas a me­dida para sus pies de oso».

“…”

«Séquese el sudor, señor Lutenberg, si quiere, pe­ro de aquí no se mueve. ¿Sabe? Dicen que hace tiempo que hablo sola por el pasillo, a veces, tan largo, de esta vivienda que usted nos facilitó. Y a mi marido, fuerza democrática de la República, usted le encontró un em­pleo en Hacienda. Mire usted qué paradoja. Mi marido en Hacienda. Es como si yo cuidara de una iglesia. Que no hay nada, señor Lutenberg, convénzase. Hasta esa suerte va a tener. Siempre fue usted un tipo con suerte. Encontró a Lilliana entre mil mujeres. Tal para cual. La benefactora de la República viviendo con un lujo asiá­tico donde no se escuchaba el llanto de los pobres. Ha­bía que ir a las cárceles y a las puertas del Monte de Piedad para no olvidarse a qué sonaban esos gemidos, para mejor saborear, luego, los números que ustedes se montaban. Yo era como Lidia, así de hermosa, igual de alta y con esa misteriosa belleza que me daba el haber dado a luz, por entonces, tres hijos. La atea daba a luz hijos dignos de un dios. De un dios pagano, se entien­de, de esos que se fabrica uno según las necesidades, como usted se fabrica el suyo».

“…”

«No se cubra la cabeza, señor Lutenberg. ¡Su dios no existe! No existirá ninguno, pero el de usted seguro que no existe. Fíjese si tendré razón que se murió el mío, cosido a un madero y era, de ser, el único verda­dero. Amaba a los pájaros y a las flores y a la gente po­bre y enferma. Pero no me quiero apartar de mi cami­no, no vaya a ser que hablándole del dios muerto se le ocurra a usted convertirse y endulce su agonía pensan­do que aún se salva. Pues no faltaba más, señor Luten­berg, que usted no sufriera».

“…”

«¿Qué me dice de los huerfanitos que usted y Lilliana protegían? ¿Se pone rojo? Pero, señor Lutenberg ¿todavía no ha acallado su conciencia? ¿Pero tiene us­ted pudor y vergüenza? Qué risa me da, señor Luten­berg. «Te daremos un pisito, reina», me llamaban reina, «ya lo verás. Y un trabajo para tu marido. Pero tienes que convertirte», me decían en la bañera con los chorretones de merengue y su risita loca. ¡Usted, señor Lu­tenberg, es un sapo! Eso es. Tenía ganas de decírselo. Y Lilliana una puerca. Pero dicen que le ha abandonado. Ahora tiene miedo a los fascistas y no quiere nada con un judío libidinoso y viejo. Ahora dicen que Lilliana es más rumana que nunca y que hasta va a la iglesia. ¡Ay, señor Lutenberg, cómo siento que no haya dios para que les diera a ustedes dos lo que se merecen! Pero soy atea. Ya ve. Hasta eso. Y me han vuelto a llevar a la cár­cel cuando los cruzados lograron imponer su orden nuevo en esta ciudad».

“…”

«A mí ya sabe que me trae sin cuidado quien ven­za o quien pierda. Unos me meten en la cárcel. Otros me pasan por la piedra… porque no crea usted, señor Lutenberg, que fue agradable la experiencia de aquella cárcel al servicio del pueblo. ¡Qué reconocimientos ha­cía aquel médico! ¡Qué inspecciones las guardianas barbudas! De qué poco me valió haber oído, desde niña, que era la más bella. Y me fui a casar con el más apuesto, con el más fuerte, con el más inútil de los hombres de la tierra. Aceptó su pisito, señor Luten­berg, previo pago del alquiler, claro está. Aceptó ese trabajo que no es tal, pero del que no le pueden echar porque forma parte de los eslabones de la cadena. ¡Qué pirueta! Señor Lutenberg, ¿no quiere un vasito de vino? No bebo otra cosa. Dígale a Lilliana si la ve, al menos no dudo que irá para hacerle chantaje y sa­carle dinero, dígale, repito, que le ardería su champán en mi nevera. ¡Qué bestia! ¿Y usted cuándo emigra a América? ¿O va a colaborar también con el nuevo régimen? Señor Lutenberg, qué pena tengo de que dios no exista y de que todo sea un continuo movimiento hacia la nada. Yo daría algo por verles a ustedes dos en un mar de basura aunque tuviera para ello que ir­me al infierno. ¿Más infierno, señor Lutenberg, más infierno?»

“…”

«Bien. No le canso más. Deje a los chicos que reto­cen. ¡Para lo que les queda! Él se irá al frente. Ella se morderá las encías y comenzará, como la viuda de arri­ba, a notar que la casa se mueve. Pero aquí, de verdad, se mueve. Mire, mire aquella escoba, ¿no ve? Pues así siempre. Ande, tome un vasito de vinagre, señor Lutenberg, ande, que se lo mezclo con un poco de ceniza para que esté más denso».

“…”

«¿Ya se va? Bueno. Hasta la vista. Déjese ver. Ah, y no trate de echarme de esta casa porque es lo único que tengo y ya le he cogido el aire al movimiento. Sé que, cuando se vaya el Durazno a la guerra, la casa se­guirá moviéndose porque ya se movía antes de que él se casara. Se mueve desde que se me murió aquel hijo. ¿Recuerda? ¿Recuerda? Bueno, déjelo. Váyase ya, que tengo que preparar la cena».

(Continuará…)

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