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Novela por entregasLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 12. Constancia Manglano – 3ª parte – El gallo enojado

Así siguió aquella buena mujer durante toda su vida. Nunca dejó de recoger gatos y de cuidar gallinas enfermas que, después, las pescaba Narciso Capullo con ayuda de una cuerda mientras la viuda se ponía los bigudíes, después de arreglar el cuarto, porque con el Capullo no había que arreglar sólo la cama, sino has­ta los tendidos de la luz, las tuberías y el alicatado de las paredes.

Con el Capullo no había nada que hacer. No era sólo el dinero lo que le interesaba, no. Era el obtenerlo de formas extrañas. Hasta la paga que ella le tenía asig­nada, como a cada menestral que compartía su lecho, o su alfombra o la mesa de la cocina, o el dintel de la ven­tana, porque los había muy raros, pues hasta el dinero, digo, que ella apartaba de la pensión de su difunto ma­rido, tenía que esconderlo en el bolso y hacer como que no se daba cuenta de que Narciso se lo robaba. Hasta que descubrió lo de las gallinas.

El problema era sacarlas del piso sin que lo vie­ran. Las metía en el mono de mahón que llevaba y cru­zaba la calle como si tuviera el baile de San Vito por­que, a veces, se le soltaban y le arañaban la espalda ha­ciéndole cosquillas.

Una tarde de calor, en que la Rara estaba sentada a la puerta, se le salió una gallina por una de las man­gas del mono y la Rara venga a decir, «Luego dirán que soy Rara, pero ese hombre no es normal, no es nor­mal. Pero mejor es callarme«. Y el cínico de Narciso sonreía como si aquello no fuera con él.

Otro día fue peor, porque el gallo que llevaba se le soltó cuando ya había pasado la cancela y estaba atra­vesando la calle camino del garaje. Lo malo es que, en lugar de salirle por una manga o por una pernera, se le perdió a la altura del vientre y se volvió medio loco. Comenzó a batir las alas y a moverse de un lado para otro en el angosto espacio. Quería subírsele al palo. Pe­ro el Capullo venga a moverse y a reírse.

Con tal mala fortuna que, en ese momento, pasa­ban por allí Casilda y Eufemia que abrieron los ojos atónitas. No daban crédito a lo que imaginaban. Ellas, que tanto habían visto en la vida, jamás habían visto semejantes montañas rusas. Casilda le dio en el codo a Eufemia que no podía cerrar la boca. Casilda seguía dándole con el codo castigándole las costillas. Eufemia se ahogaba con las mandíbulas trastabilladas. El Capu­llo que quería correr a encerrarse en el garage y que no podía con la risa. Casilda que entendió, mira qué idea, que el Capullo les hacía señas.

«Es a las dos Eufemia, es a las dos«, decía la vi­dente.

Eufemia no podía desencajar la mandíbula que seguía trastabillada. Como locos, los tres se meten en el garaje, donde Narciso logró bajarse la cremallera para que saliese el gallo. Casilda lanza un grito. Eufe­mia aúlla porque no podía gritar. Nicanor y Gregorio se despiertan de la siesta y se restriegan los ojos incré­dulos, mientras el gallo se debate por salir de su pri­sión temeroso de que le acabara el Capullo con su viri­lidad probada, la del gallo digo.

El señor Aureliano, al que se le caía la dentadura con la risa, echó mano del extintor de incendios porque era lo que hacía siempre que no entendía lo que suce­día. Apunta y lanza el chorro de espuma. Casilda y Eu­femia lo interpretan mal. Gregorio que, aprovechando la confusión, echa el cierre metálico y comienza a qui­tarse el mono. Nicanor, intentaba poner silencio y se llevaba a Eufemia para meterla en el torno y destrasta­billarle las mandíbulas.

Eufemia se revolvía porque ya la habían puesto una vez en el banco de pruebas y no quería acordarse de todo lo que pasó. Casilda daba saltos medio loca. «¡El Capullo ha galleado sus huevos!» «¡El Capullo in­cubó!», gritaba esto y otras lindezas más atrevidas, pe­ro por el estilo. La perra se puso a ladrar.

Los diecisiete hijos del Talabartero, todos de la misma edad, acuden creyendo que hay ladrones. Co­mo se olvidaron de cerrar la puerta de atrás, las galli­nas de todos los corrales de las casas del túnel y del de Borja y del Don Guzmán, del de Encarna la de la Puebla, todas, todas, corrieron como locas al reclamo, o lo que ellas entendieron como tal, del gallo que se debatía despavorido protestando por su virilidad y al que el Capullo, ya en plena fiesta, intentaba hacerle una trastada animado por Casilda que era de lo más per­verso.

Tres mil novecientas setenta y dos gallinas, no, se­tenta y nueve, porque siete se encontraron dentro de la boca de Eufemia que seguía en el banco de pruebas mientras Nicanor luchaba con la avería así como confun­dió los instrumentos.

Todas esas gallinas se encontraron, de repente, en el garaje a la busca del gallo del Capullo. Este corría por todo el garaje con el gallo en el palo. Pero ahora el gallo había cambiado, misterios, vaya usted a saber, y les decía a las gallinas con voz aflautada. «Ruidosas, más que alborotadoras. Envidiosas. Que ni puede una tener una fiesta con las amigas».

Dijo «una», que Gregorio bien lo oyó. Y los Tala­barteros se reían y comenzaron a meterse con el gallo zaherido por la Casilda. A ésta, desde lo alto de la ca­bina de un camión, no se le ocurrió más que ponerse a cantar la Marsellesa y la Madelón.

Cuando llegaron los bomberos, fue tal el estruen­do que había, que enchufaron las mangueras con tal brío que fueron saliendo a nado gallinas, tres mil nove­cientas setenta y dos, los diecisiete hijos del Talabarte­ro, todos de la misma edad, Nicanor aferrado a Eufe­mia que aún seguía en el banco de pruebas sobre el que flotaba, Narciso con el Gallo que no se decidía a dejar el palo. Por eso pereció ahogado pero realizado, como decía una gallina más comprensiva y que, por no saber nadar, se refugió en la boca de Aureliano y, en fin, Ca­silda que, también por un mal entendido, cuando vio las mangueras, ¿en qué estaría pensando?, se echó a caballo de una de ellas y se puso a cantar canciones obscenas.

Fue un verdadero desastre. Pero nadie quiso ha­blar de ello. También, después de este evento estuvo lloviendo durante tres meses. Las gentes calzaban bar­cas de madera, muy grandes para poder navegar me­jor por las calles. Y los niños olvidaron el siete de la ta­bla de multiplicar… Tampoco se supo la causa.

(Continuará…)

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