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La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 13. Entrañable

Ellas, como es natural, llegaron por la mañana. Serían cerca de las doce porque el tren tenía su llegada oficial a las nueve y siempre se retrasaba algo. Eso pen­saron ellos que, como de costumbre, estaban sentados sobre la baranda y las chicas en el último escalón ote­ando cuando olfateaban algo. Era cosa de instinto. También cuando había llegado la señora de los caniches con el negro, que tanto revuelo habían de armar, ellos habían dejado de jugar y ocuparon sus puestos.

La verdad es que no venían directamente de Salamanca, de donde habían sido evacuadas, ni llegaron en el tren de la mañana. Entre otras cosas porque, en plena guerra, no había más que trenes hasta Ponferrada y otras zonas liberadas. Y llegaban cuando po­dían y como podían.

Les habían hecho seguir un viaje interminable a través del extranjero y después las tuvieron varios días aguardando en Oporto a que les arreglaran lo del trabajo y la vivienda. Habían sido días sin fin y ca­si sin esperanza. No les cabía en la cabeza que pudiera existir una vida normal, con las comidas a sus horas, con unas flores en un jarrón, con la nata de la leche apartada después de hervir. Las tres habían permane­cido en silencio todo el viaje y durante la estancia en Oporto. De la dependencia de la Casa Cuartel a la Iglesia y punto. Allí no hablaban con nadie pues las consignas eran estrictas.

Las sostenía el recuerdo del único hermano que, a pesar de su edad, se había alistado y luchaba en el fren­te. Por ser demasiado joven tuvo que alistarse en una Bandera de Voluntarios y el muchacho, alto y espiga­do, que se llamaba Rafael, apretando las mandíbulas se abrazó a su madre que también contenía las lágrimas.

«Me han dicho que cuidarán de ustedes, madre. Yo tengo que ir al frente». «No te vengues, hijo. Lucha pero sin miedo». «¿Cómo puede ser posible eso, ma­dre, si ya me han muerto?» «No, hijo. Más muertes, no. Hazlo por nosotras. Eres nuestra luz y nuestra es­peranza». «Lucharé para que podamos vivir en paz en una patria sin odios, sin muertes y sin asesinos, ma­dre». «¡Cuídate, Rafael!», dijeron sus hermanas. «Cui­dad vosotras a madre. Y no os olvidéis, como decía pa­dre, de mirar a las estrellas». A doña Amancia se le conmovió el alma y mordió por dentro los labios.

El muchacho subió a la camioneta y desapareció en la atardecida por la polvorienta carretera. Ya de ca­mino, al cruzar somnolientos girasoles, los ojos se le hi­cieron estrellas mientras miraba con amor los campos. Por allí había corrido y jugado con los demás chicos del pueblo. Por allí había cabalgado con su padre des­de muy niño con el fino y noble «Gaviotero». En aquel río aprendió a nadar desnudo con los demás mucha­chos y a pescar y, a su vera, fumó el primer cigarrillo. Todo y siempre con los demás muchachos.

Rafael había regresado de Valladolid a Salamanca para pasar la vacaciones después de haber cursado pri­mero de Medicina. Quería ser médico como su padre. Y vivir siempre en el campo. Ayudar a las gentes, cui­dar las tierras, llegar a formar un hogar feliz como en el que había vivido. Y hasta pensaba que Luisa, la her­mana de Julio, le ayudaría a hacerlo porque ellos, des­de niños, habían compartido muchas horas y muchas risas y silencios en su casa.

Era cierto que el padre de Luisa, el maestro del pueblo, tenía ideas opuestas a las de su padre, pero se respetaban. La madre, doña Adelfa, alta y enjuta de carnes, con el pelo negro alisado, dura de rasgos, con un tic en la boca, era mujer poco amable y resentida con la vida. Se había tenido que casar con el maestro después de haber sido, durante siete años, novia de un primo del padre de Rafael, algo bala que, tan pronto como se proclamó la República, o «estalló», como el primo de su padre decía, se había marchado al extran­jero con toda su familia. El padre de Rafael, desde entonces, también se había tenido que encargar de sus tierras.

La tarde en que llegaron a Salamanca las noti­cias del golpe de Estado, más tarde denominado «Alzamiento», su padre dijo muy quedo «¡Qué desastre! Esto es muy duro, pero ahora será la muerte. Antes aún quedaba la esperanza de que algunos sensatos logra­ran arraigar la democracia. Ahora sonarán trompetas de venganzas y de odios. No se ha sabido ser generoso y consecuente realizando las necesarias reformas y ahora se desatarán todas las pasiones. No triunfará la razón sino la fuerza bruta».

Pasaron pocos días antes de que vinieran, al ama­necer, a despertarles los rostros torvos del miedo. Se asomó al balcón de la casa, ya que habían atravesado la finca, y preguntó mirando a la incierta claridad que os­curecía el alma. «¿Quién va y qué queréis?» «¡Juzgar­te!», respondió la noche.

El silencio se hizo más denso. Enmudecieron los pájaros y no ladraron los perros, degollados por ma­no que antes lamieron. «¿Me acusáis de los hijos que he ayudado a nacer? ¿O por haber curado a vuestras esposas y madres? ¿O me queréis matar por las horas de vela a la cabecera de vuestros lechos de enfer­mos?»

«¡Baje!»

Rafael se asomó por la ventana de su cuarto. Era pleno verano pero los campos parecían haber enmude­cido. Era tan agobiante el silencio que hubiera batido palmas para que las aves echaran a revolotear, o para que los gallos cantaran. ¿Por qué no habían anunciado el alba? La madre, detrás de Don Rafael, se apretaba las manos y rezaba «No te expongas, Rafael, pueden dis­pararte». Y él respondía por lo bajo «Es preciso ganar tiempo para que se alerten los criados y puedan avisar a la Guardia Civil».

«¿Qué mal he hecho? ¿Dar trabajo a cuantas ma­nos lo necesitaban y la tierra requería? ¿Abrir los cotos de mis abuelos para que todos pudieran cazar enmu­deciendo sólo mi escopeta y la de mi hijo?»

«¡Baje ya!»

«Dad un paso al frente, que quiero veros las caras. Precisabais de la noche porque a la luz del día no os sonrojarais».

«¡Baje o pegamos fuego a la casa!»

«Tengo familia, y por ella no me entrego más que a la justicia cuando sea preciso. Nadie puede juzgarme».

«¡El pueblo!»

«¿Por haberos ayudado? ¿Por haberos sanado de vuestras enfermedades? ¿Por haber construido una nueva escuela?»

«¡Miseria!», gritó una voz de mujer, cargada de un odio abominable.

Entonces, sí, aullaron unos perros lejanos con un lamento de muerte, con un estremecimiento ahogado y lleno de presagios siniestros.

«¡A su mujer y a sus hijos no les haremos nada! Pero usted baje o pegamos fuego a la casa. ¡No espere ayuda pues nadie ha de dársela!»

(Los perros no ladran, los criados no acuden. «Amancia, será mejor que baje. Hablaré con ellos y les miraré a los ojos. No temáis. No me podrán hacer na­da». «Rafael, por Dios». «Confiad en Él. No temáis. Mirad siempre a las estrellas.»)

«¡Voy a vestirme y ahora bajo!»

«¡No es necesario. Baje así!»

«¡Eso, nunca!»

Lo dijo con tal firmeza que nadie se atrevió a con­testarle. No les daría la satisfacción de contemplarlo en pijama, sin afeitar y rebajado en su dignidad humana. Toda la familia se vistió y su hijo Rafael quiso acompa­ñarlo. «No, hijo. Tú con tu madre y tus hermanas. Pa­se lo que pase. Hemos vivido con honradez y trabajo. De nada nos remuerde la conciencia. Si el único testi­monio que nos queda es el de la muerte, muramos dig­namente. Pero no nos suicidemos. Tratemos de sobre­vivir los que podamos».

«Padre, podemos defendernos con las escopetas hasta que lleguen los guardias».

«¿No comprendes que han cortado el teléfono?»

«Acudirán al oír los disparos».

«Hay momentos en que los sueños son tan pro­fundos que no escuchan ni los disparos. Tened valor. Aguantad. Trataré de convencerlos. Pero si no puedo, permaneced dignos. Al menos, en eso no podrán ga­narnos. Que Dios os bendiga y me dé fuerzas. De nada me reprocha la conciencia pero hay odios ancestrales que salen cuando las cloacas revientan».

«¿Pero qué les hemos hecho?»

«Bien. Todo el bien que hemos podido. Y esto les duele más que la dureza de tu abuelo o de tus tíos. Con el rigor, cada uno estaba en un puesto que yo creí in­justo y que me esforcé para superarlo».

«Los convencerás, Rafael». «Sabes que no me es­cucharán. Llegan con las orejas taponadas como los lo­bos cuando cercan la presa».

Golpearon el portalón de entrada a culatazos de es­copetas con cañones recortados y con los mangos de ape­ros de labranza. Amenazaban con echar la puerta abajo.

Don Rafael se despidió con ternura y dignidad. Apretó con fuerza a su hijo entre sus brazos y le musi­tó al oído. «Sé fuerte. Mantén el estilo y las formas que has aprendido. Después, no hay nada. Pero, mientras caminamos, que sea con dignidad y, si hay Dios, Él sa­brá perdonarnos a todos. En los momentos de agobio, piensa que siempre hay luceros y estrellas aunque no los veamos, de día y en la noche nublada». «Sé fuerte, Amancia, y gracias por el inmenso amor y la infinita felicidad que me has dado. Sólo por esto valía la pena haber vivido. Sé fuerte. Que nuestras hijas aprendan de ti la única lección de vida que hemos conocido: Ser consecuentes con la propia conciencia».

Después, bajó con tranquilidad querida las escale­ras. Iba derramando sus ojos por las viejas paredes y por los cuadros y por los muebles y por las cosas que le habían acompañado desde niño. Abrió el portalón y se plantó en medio mirándolos a todos sin ira y sin resen­timiento. A uno por uno. Los conocía a todos menos al cabecilla y a otros dos secuaces que serían de algún pueblo vecino y actuarían como Bellidos.

No dijo una palabra.

De repente, una bofetada sonó en toda la inmensi­dad de la cárdena alborada. Luego ya fue el escarnio, la vejación, la ignominia y la vesania. Un grupo capitanea­do por la madre de Luisa, la mujer del maestro, subió las escaleras y obligaron a punta de escopeta a asomarse al balcón a la madre, a las hijas y a Rafael. Tuvieron que contemplarlo todo. Pero sin proferir un grito. El padre, desde abajo, desde el suelo o desde la silla a la que, al fi­nal, desnudo, lo amarraron, les sostenía cuanto podía con la mirada. Hasta que apagaron la luz de aquellos ojos que se habían deleitado con los trigales tempranos y con la alondra, con el rumor del viento entre los álamos y con el canto de las calandrias por primavera. Los ojos que habían bebido el cielo y acariciado a los enfermos y acompañado a los que cantaban en la siega. En los que se habían mirado su esposa y sus hijos y su gente.

Querían un grito, un lamento, una súplica o una blasfemia. Tan sólo obtuvieron el estertor opaco de un cuerpo del que habían escapado la luz y el alba.

***

«El alba. Y me voy anochecido a la muerte que sin duda me espera lejos de estos campos». El joven Rafa­el abrió bien los ojos para llenarlos de los paisajes que­ridos, de los árboles, de las colinas cercanas que con su padre aprendiera a amar en los largos paseos a caballo. Después, cuando ya no pudo más, se empapó de los ríos que se le desbordaban por la cara.

***

 

Serían las doce de la mañana. Habían pasado ya tres meses. Doña Amanda con sus dos hijas, altas y de cabellos castaños, con aire recogido y con innegable elegancia, apoyaron las maletas al pie de la escalinata. Las tres iban vestidas de riguroso luto. Nadie las acom­pañaba. La panda, desde arriba, las contemplaba en si­lencio. Ellos dejaron de balancear las piernas y ellas de chupar regaliz y de partir piñones.

Subieron sin detenerse casi en los rellanos. Las hi­jas querían hacerlo por causa de la madre, pero ésta les sonreía con los ojos y las animaba a terminar pronto aquella escalinata. Pasaron por delante de los mucha­chos y una de las chicas, sonriendo, les dijo «¡Hola, muchachos!» Y ellos quedaron maravillados.

Ocuparon el bajo del número tres que estaba en­frente del de Constancia Manglano. Y ésa era la razón por la que la parte de la derecha nunca se moviera. Los suelos había que barrerlos y el agua se remansaba en la bañera y en los barreños. El patio de doña Amancia pronto se llenó de flores y de plantas. También criaba algu­nas gallinas, pero éstas no volaban atadas a una cuerda.

Además, encima vivía otra familia de castellanos. Muy buena gente. Él era pintor y ella había sido enfer­mera. Se llamaba Sagrario y vestía de luto. Sonreía y dejaba ver un diente de oro que era lo único que apla­caba a aquel bruto y alocado doctor Alejo, con el que Sagrario había trabajado tantos años hasta que se había casado. Tenían dos hijos: Alberto que se había de casar con Mary Genma y Prisca, que se casaría con Borja. Era una familia amable y discreta, alegre y suave. Olían a malvisco y, a veces, a mejorana con tomillo.

Al poco tiempo de llegar, la hija mayor que se lla­maba Lourdes -las tres Lourdes de La Privada Moderna eran amables, dulces y tiernas-, comenzó a trabajar en la Te­lefónica. La otra, la que había saludado a los chicos diciéndoles «¡Hola, muchachos!», habilitó como Escue­la una habitación que daba a la calle.

Era enternecedor ver a los niños por las mañanas acudir con su banquito a la Escuela de Maite. No te­nían encerado, pero ella se había ingeniado para hacer­les las clases amenas, distintas, nuevas. Allí fueron a hacer sus primeras letras Beltrán, Enrique Tribes, Al­berto, Borja, Beatriz, Lidia, etcétera. Hasta la Morocha.

Doña Amancia jamás se mezclaba en nada. Cami­naba con recogida expresión. Querían a los niños en aquella casa. Y a Maite no le importaba que algunos otros niños siguieran la escuela desde la ventana. Me refiero a los Trullos. Quizá sus padres no podían pa­garle, eran tiempos muy malos, o no juzgaban que era todavía necesario porque no imagino a Maite dejando de admitir a un niño por falta de pago.

En la tarde, se sentaban las tres a coser en el patio que se iba convirtiendo en un diminuto y recoleto jar­dín. Era tal el respeto que inspiraban que, Sagrario, que vivía en el piso de arriba, por las tardes no se atre­vía a colgar la ropa a secar.

No sé si, como castellana, habría intuido que aque­llas tres mujeres de luto y con dulzura de pena en la mirada, necesitaban de aquel trozo de cielo para sor­prender a las estrellas y entablar un diálogo de silen­cios llenos de recuerdos y de esperanzas trémulas.

Al poco de concluir la guerra, localizado un cuer­po maltrecho que se ocultaba para que no pudiera na­die sorprender sus ojos ciegos, regresaron a su casa de Salamanca dejando un rastro de estrellas, dejando un rastro de lágrimas.

Al marcharse hubo una sequía terrible en la ciu­dad y se retiraron las aguas del puerto. La gente bebía lo que podía en mondas de banano. Lo hacían a hurta­dillas cogiendo la piel de plátano con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. No. Tampoco se supo nunca el porqué. Pero en La Privada Moderna abundaba el agua y se lo callaron muy bien para que no les invadiesen ni los de la ciudad ni los del Calvario, ni los del campo de Caralladas ni los de más arriba, los de Maroto y el Arrabal.

Desde entonces, las gentes de La Privada apren­dieron a sorprender la llegada de las estrellas.

(Continuará.)

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