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Novela por entregasLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 14. El número cuatro

Aquí vivían, en el bajo izquierda, los Trullos. Eran tres hermanos: dos chicos y una chica. Ella se llamaba Flora y era alta, delgada y morenucha tirando a oliva. No muy agraciada pero viva y descarada. No sé como acabaría, pero desde muy niña le gustaron los pantalo­nes. Como no había estudiado, ayudaba en la casa.

Su padre era maquinista de la Renfe. De los que iban vestidos con traje azul de mahón y con una carte­ra de correos al hombro. Era de rostro cetrino y casi no hablaba con nadie. No sé como fueron a parar allí.

La mujer era baja, nunca se pintaba, tenía el pelo gris que se recogía atrás en un moño mal compuesto y tenía un ojo bizco. La recuerdo siempre con zapatillas en chancleta. Tenía una hermana que vivía en Orense y que venía de vez en cuando. Se dedicaban a pei­narse y a cogerse rulos en la habitación que daba a la ca­lle. Como era un bajo, tenían las ventanas abiertas y ha­cían la tertulia con los que pasaban. Me pregunto por qué no se peinarían en el cuarto de baño. Es de esperar que la hermana vendría desde Orense para algo más que para peinarse, pero yo las recuerdo siempre pasándose horquillas y hablando con todo el mundo.

A esta Flora le tiraba los tejos Narciso el Capullo que vivía en el bajo derecha. El padre del Capullo era bajo, cojo, con bastón y usaba gafas ahumadas. No ha­blaba con nadie y se dedicaba a tocar el violín en el Bar Derby. Se llamaba Recalde.

El Derby era aquel bar a donde iba la viuda de Jenaro Montealegre con sus zorras, con su ramillete de flores sobre su descomunal pecho, sus pendientes lar­gos y sus dos hijas gemelas a las que llamaban las Leandras y que también eran muy dotadas de delanteros. Se pintaban exageradamente y nadie creyó que llega­ran a casarse tan bien como se casaron.

Todas las tardes se sentaban en el bar. Tenían su mesa. Pedían un café con leche y en el verano un heladito. Allí recibían y hacían la tertulia. Pero sucedía una cosa curiosa. Como se sentaban siempre junto al venta­nal que daba a la calle, tuvieran a quien tuvieran a la mesa, ellas hablaban mirando para la calle nunca a la cara de sus interlocutores. Era una cosa curiosa. Por entonces debió inventarse la televisión.

Recalde seguramente daría clases en el Conserva­torio y formaría parte de la Orquesta del Teatro Tamberlick cuando había Revista o Zarzuela y, antes, seguro que tocaba en el García Barbón, por entonces, convertido en cinematógrafo. El Derby era un bar demodé. Sus camareros ves­tían de frac y tenían todos caras de aburridos. Los del Goya que estaba un poco más arriba, eran más simpáticos. En este Bar Derby es donde trabajaba de fregadora la cuñada de Encarna la de La Puebla del Caramiñal. Sí, aquella que tenía tan mal carácter y que bebía algo. Algo más de la cuenta se entiende. Vivía con Encarna y no se ha­blaban desde que se conocieran. Cuando se tenían que decir algo hablaban en tercera persona y sin mirarse a la cara. Una estaba revolviendo el caldo y la otra ama­sando en la artesa. «Vinieron los cabrones de la luz». «Y a mí qué coño me importa». «Importar importa». «Por mí, ya podían morirse todos». «Van a cambiar las fases». «Que cambien la leche que quieran». «Pero to­ca a las bombillas». «Me arreglaré con una vela». «¡Ay qué coño, Andrea!» «Ni qué coño ni nada». «¿Escu­charás?» «¡Mierda!»

Y se marchaba. Era muy bruta. Y así, con ocho o diez intentos, Encarna lograba decirle a su cuñada que tenía que cambiar la bombilla de su cuarto y contribuir, quizá con tres pesetas más, al aumento del recibo de la luz en su parte alícuota por el uso de las zonas comu­nes de la casa. Todo esto expresado de otra manera y con trescientos juramentos. Se odiaban visceralmente y eso era todo. Andrea hablaba algo con sus sobrinos Saladino y Enma, pero también entreverado y corto.

Creo recordar, volviendo al número cuatro, que Narciso tenía alguna hermana. De su madre no me acuerdo. No. ¿Cómo no iba a haberla tenido?

Narciso era alto y moreno, de pelo ensortijado, musculoso, con fuertes brazos y largas manos, en to­dos los sentidos de la palabra, y con una nariz promi­nente lo cual, junto con los antebrazos y los pulgares, en una primitiva interpretación de la fisonomía del gesto, según la obsesa Casilda, le hacía decir «Así será ella». La verdad es que era muy putero. Olía a gasoli­na, a petróleo, a grasa de coches, pero eso, al parecer, no importaba. Siempre vestía un mono de mahón con estratégicas cremalleras.

Un día, iba por la calle y desde un balcón, en don­de habían puesto la ropa de cama a airear, se cayó un camisón de color rosa. Frenó la camioneta como una exhalación. Yo me apeé, tonto de mí, recogí la prenda y la iba a entregar a la portera de la casa. Llegó Narciso y me la cogió como un rayo de las manos, diciéndome mientras la escondía entre pecho y espalda, bajando y subiendo aquella cremallera del mono que tenía tan dispuesta, «Calla y no digas nada, que con esto tengo un polvo de balde». No se andaba con eufemismos.

Había casado con Saladina, que era una reparti­dora de pan muy lucida y con los ojos vivos y el pelo rizado. Cuando el Capullo la conoció llevaba una cesta cargada a la cabeza y Narciso se le acercaba y le decía obscenidades que ella rechazaba con más frescura to­davía. Pero el Narciso andaba como desquiciado. Ni­canor y Gregorio sus compañeros de garaje, le toma­ban el pelo. Era la primera que se le resistía, a él que hacía tantos servicios en pleno campo, en el quicio de una puerta, en la cabina de un camión, debajo de un ol­mo o en la última de las filas de los cines de donde tu­vieron que echarle varias veces, y no por él sino por ellas que se olvidaban de dónde estaban y que, claro, desasosegaban a la concurrencia.

En la calle de la Herrería lo conocían todas las putas, así como los chulos que, a veces, lo “marcaban” y, a veces, se encaprichaban con él. Porque hay que decir que, ya en aquellos tiempos, el Capullo lo hacía en silla y a pelo. Era un caso.

Durante algún tiempo vivió del chulo más temi­ble, más fuerte, más matón y más fiero de todo aquel puterío. Fue muy comentado. Se encaprichó con el Ca­pullo y se armó un escándalo porque un día, en uno de aquellos memorables encuentros del Capullo con el fe­roz chulo, que todas las putas pensaban que era por cuestión de negocios, ¡qué negocios!, se armó una gres­ca y el Capullo salió dando un portazo. Una de aque­llas reacciones absurdas que le daban. Porque, la ver­dad, no era como para ponerse así con Saturnino el Mulo.

Algo debió decirle a éste que, así como estaba, con bata de cola y peineta, se echó a la calle corriendo y gri­tando detrás de Narciso. Perdió el sentido y, con los lu­nares todavía pintados, con los faralaes y la peineta con madroños, porque no había conseguido comprar una mantilla, se echó calle adelante gritando y lloran­do detrás del Capullo. Las que le diría.

Las putas dejaban sus menesteres y se asomaban a puertas y ventanas. Los clientes, corridos de vergüen­za y burlados, recogían sus ropas. Las mujeres, como en procesión, detrás de la pareja. Para colmo, la calle de la Herrería estaba muy mal empedrada y al chulo no se le había ocurrido más que ponerse los zapatos de ta­cón de Conchita que se los había traído un marinero de Terranova. Los tacones se le iban para los lados, la cola se le enredaba, las lágrimas le hacían ríos en el rimmel y en el colorete, la peineta que se le escoraba a babor. El chulo Saturnino, tan feroz y castigador de mujeres que hasta agotaba a diecisiete en una noche sin dejar de fu­mar y, a veces, mientras seguía jugando al tute subas­tado con otros de su calaña.

El Capullo caminaba calle arriba. «Se acabó y se acabó y se acabó». «No me ajunto nunca más y ya es­tá». «Pues hasta ahí podríamos llegar», y lindezas por el estilo. La pluma se resiste a registrar lo que el feroz Saturnino decía mientras miraba donde ponía los pies para no caerse ni enredarse con los faralaes. Las putas en procesión y todas llorando, que son muy dadas. Los demás chulos mordiendo los puros como si con ellos no fuera la cosa. Bajaban la mirada y no hacían más que arrastrar y cantar las cuarenta sin tino.

Las Madame seguían detrás rezando en silencio y cambiándose miradas de inteligencia por la que se ave­cinaba. Así fue. Las putas seguían a la pareja llorando a moco tendido sin darse cuenta de lo que sucedía. Les partía el alma ver al Saturnino el Bestia desconsolado de aquella manera. Iban unas cogidas del brazo de otras como en la procesión del Cristo de la Victoria, que era al­go que jamás se perdían y lloraban a todo llorar.

Le hicieron cerrar la lechería a Josito el Artista que, como de costumbre, estaba discutiendo con Florinda la Palentina, envuelta ella en una bata color sal­món y que, entre clientes y servicio, salía a decirle «No me quieres, no me quieres y me voy a matar». «¡Florinda a la barra!» «Ahora vuelvo, pero me voy a matar».

Pues hasta Florinda siguió en bata a la comitiva. Algunas de las viejas ya retiradas, que las tenían allí para los recados y para cuidar de los niños, entraron en las casas, se pusieron los velos y salieron con cirios en­cendidos. Landelino, el guardia urbano que solía estar de servicio en la calle y que estaba soplado como una cuba, por el aquel del instinto, echó mano al pito, y co­menzó a poner orden «No se amontonen, vayan con orden, hagan filas y hagan el favor de callar. Piensen en donde van. Silencio. Es así la vida y qué se le va a ha­cer. Circulen, pero con compostura. Para eso nacemos. Es el camino que todos hemos de recorrer. Resigna­ción. Resignación». El pobre se creyó que iban en un entierro y trataba de ayudar como podía.

(Continuará…)

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