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Novela por entregasLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 4. La lámpara de la señora Inme

En el número uno bajo izquierda vivía la señora Inme. No era gallega y vestía siempre de luto porque estaba viuda y se había quedado con muchos hijos. Co­mo era tan gruesa, los niños creían que lo de «Inme» era por sus dimensiones, pero la verdad es que se lla­maba Imelda. Tenía una especie de elefantiasis en una pierna que, además, estaba ulcerosa. Los días de buen sol, la señora Inme se sentaba a la puerta de su casa en una silla baja y ponía la pierna al aire, con lo cual las moscas venían a libar en ella. Los niños, cuando pasaban, tenían que resistir las tentaciones de espantar las moscas. No se atrevían porque la señora Inme imponía, y era bastante susceptible con lo de su pierna. Los ni­ños pensábamos que mejor que se la diera a lamer a la Linda, porque habían visto que el perro de San Roque le lamía las heridas y era creencia popular que el lamido de pe­rro las curaba.

La señora Inme tenía varios hijos. Uno de ellos, llamado Matías, era proyector en el Cinema Radio, y tenía muy mal carácter. No había quien jugase por las mañanas sin que se asomase la señora Inme por la ven­tana. «¡Caramba con estos niños que no dejan ni tan si­quiera dormir! Ir a jugar a otro sitio. ¡Caramba!»

La Gabina era una nieta retaca que vivía con la señora In­me, ya que se le había muerto la madre, nunca supi­mos cómo, aunque nos hubiera encantado que nos lo contase la Gabina.

«¡Venga!, tú nunca cuentas historias». «Si no sé». «¿No?, pues la muerte de tu madre». «Es que era muy pequeña». «¿Tu madre?» «No, yo». «Pues le pregun­tas a tu abuela». «Niña, te callas y ya está». «Pero yo quiero saber algo de mi madre, abuela». «Yo quiero sa­ber… yo quiero saber… si estudiaras…»

El caso era que allí no había quien nos aclarase na­da de esa huérfana.

Lo que nunca comprendimos fue por qué el tío soltero tenía que dormir por las mañanas cuando los niños jugaban. «¡Que duerma por la tarde, Gabina!». «¿No veis que trabaja por la noche?». «Ya, ya. Andará de juerga y luego lo pagamos los demás». «Pero, si echa las películas en el Cinema Radio». «No las va a echar toda la noche». «Además, sentenciaba el Beltrán, que duerma la siesta como todo el mundo». «Y ya está”, rubricaba la Flora, que era morocha y esmi­rriada.

Otro hijo de la señora Inme era comparsa de Zar­zuela y estaba casado con una chica bastante ordinaria que no cantaba ni hacía nada. «Ni ayuda a mi abuela, ni nada». Pero el cantante, cuando estaba en la ciu­dad, porque la Compañía recalaba por allí en su tournée, se dedicaba a ensayar por las mañanas en el patio de atrás. Los niños saltaban por la baranda de la esca­linata y se asomaban a la tapia del patio a contemplar al barítono que hacía todos los papeles de los intérpre­tes principales. Siempre con la ilusión de que algún día enfermasen las primeras figuras y él pudiera suplir­las.

El pobre no figuraba ni en el reparto de la cartele­ra, ni en el del Programa.

«Sólo una vez y fue en una obra benéfica y porque tú pagaste a la imprenta y les dijiste que los hacían gra­tis». «Si te callaras». «Hablo porque me da la gana, a ver si una no va a poder ni hablar». «Mejor te estarías en la cama».

«Sí, con esa música toda la santa mañana, además, ¿no hemos venido de vacaciones? Pues eso». «Déjala, hijo, no vale la pena, después es peor». «Pues que se es­té callada, así no hay quien ensaye».

Y el pobre venga a acometer aquello de Sembra­dor… y La mujer rusala… y, a veces, cantaba aquello de Vivía sola con mi abuelita, leeeeejos, muy lejos de aquí... Y todos permanecíamos en silencio con los ojos llenos de lágrimas porque pensábamos que lo cantaba por la Gabina. Y ésta hacía pucheros. Y, entonces, nos bajábamos y ya no le preguntábamos por su madre muerta. La Gabina, en esos momentos, se volvía toda generosidad y, para no ser menos que nadie, se metía en su casa, entraba en el comedor y se subía encima de la mesa.

Tenía la señora Inme una lámpara de cristal de la que colgaban, en vez de lágrimas, una serie de tubos delgados como macarrones largos, pues tenían estrías. La Gabina los iba pelando salteados, para que no se notaran. Luego salía a la calle y, magnánima, iba di­ciendo, mientras los daba: «Este para ti Trullo, pero no me vuelvas a tirar del pelo». «Este para ti, Gumersin­do, pero no me andes bajando las bragas». «Este para ti, Beltrán, para que no me llames retaca». «Este para ti, Quique, para que me dejéis ir con vosotros de aven­turas». «Este para ti, Felipe, para que no me andes preguntando más por mi madre». «No. No. No. No. No». Los muy cínicos. Porque, cuando se olvidaban, ya la estaban chinchando. Quizá por eso no crecería.

Lo de los tubos tenía su explicación. Por aquel en­tonces, había pasado la época de las bolas, la del trom­po, o la de la mariquitilla y se había puesto de moda la de hacer pompas de jabón. Claro, los del túnel y, no di­gamos ya, los del camino de San Roque, por donde se iba al peluquero y a la casa de los padres de Alfredo, esto es, los abuelos de Enma y de Lurdes, tenían las cerbatanas de bambú afiladitas y limpitas que nos las cambiaban por demasiadas bolas, «Diez de barro o dos de cristal». «…». «Pues nada». Y, entonces, Felipe, que vivía en el primero y tuvo que bajar un día a casa de la Gabina a buscar una camisa que se les había caí­do al patio, vio la lámpara de tubos de cristal colgada en el comedor de la señora Inme.

Tardó minutos en convocar a todos. Les comunicó el hallazgo. Hipócritas. «Gabina, sal a jugar». «¿Quie­res saltar a la cuerda? Eres primer». «Si quieres juga­mos a la mariquitilla y tú empiezas». «Te presto mi pe­llo de goma». ¡Cínicos! «O, mejor, preparamos, una aventura».

Al cabo de una semana, la señora Inme creía estar viendo visiones. «Ay, Señor, qué debilidad debo de tener, vaya por Dios, voy a tomar algo». Y allá se iba a la cocina. Comía un trozo de pan mojado con aceite, porque ella no era gallega, y volvía al comedor. “Me parece que una vez los sentí caer». «Pero, ¿cómo los ibas a sentir caer si encontré uno en unos cal­zoncillos y al ponérmelos casi me desgracio?». «¡Gabinaaaaaa! ¡Gabinaaaaaa!» «Mira, que… Pues y a mí que me parece que esta lámpara no era así… que era más grande… los años…». «¡Pero qué años ni qué niño muerto, a esta lámpara le faltan tu­bos!». «Ay, hijo, Matías, hijo, ya decía yo… Pero ¿cómo se pudieron haber roto si yo no los sentí caer?

Cuando Gabina hubo cantado entre berridos, que ya no correspondían a su estatura sino a la mano fuer­te del tío y a la dureza de la señora Inme que la sujeta­ba porque quería hacer de ella una mujer decente. «¡Y no…, no quiero hablar!»

Todos los chicos del barrio dejaron de jugar y se sentaron en el suelo recostados contra la pared de la casa de los Recalde, que vivían en el cuatro, o sea en­ frente, pero un poco más allá, por lo que pudiera pasar, esperando acontecimientos. «Que dice mi abuela que me devolváis los tubos». «¿Yo?, ya ya. A mí, el que me dis­te, luego me lo quitaste». «A mí se me rompió».

Así todos menos alguno que sintió piedad y su­bió a su casa a por él. Los demás no se lo perdonaron. Pero el peor fue Felipe que, en parte, porque explotaba una cierta predilección que la Gabina tenía por él, ya que era el más alto y, en parte, porque había ido ateso­rándolos a base de cambiarlos por frascos de muestras de medicinas que le cogía a su padre, que era repre­sentante de unos Laboratorios norteamericanos, pues bien, Felipe, alto y con el pelo ensortijado, y detrás de sus gafas que cuidaba como oro en paño ya que si las rompía otra vez, «No quiero ni decirte lo que te he de hacer», pues no se las quería dar.

La pobre Gabina que tiene que ir a casa de Doña Olimpia Gómez de Artacho, la madre de Felipe, que andaba por entonces con sus ayunos, y, por lo tanto, un poco más contrariada que de costumbre, que no era poco.

«Bueno, niña, ¿y qué sucede?». «Bla, bla, bla». «¿Y cuál es tu derecho?». «Bla, bla, bla». «¿Dónde está lo que recibiste a cambio?». «Bla, bla, bla».

Y, entonces, como una Sibila, alta como era, con su pelo blanco de disgustos y amarguras, con el rostro sin pintar y con su mentón prominente, con las manos huesudas que alisaban, aún más, las tablas de la bata medio gris azulada que siempre llevaba, le dice, im­postando la voz, llena de empaque y muy pomposa, «Pues mira, niña, (pausa). No se los haber dado».

(Continuará…)

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