Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna
Capítulo 6. La madre del general
Falda larga hasta el suelo. Con bastón de puño de ámbar. El pelo hacia atrás recogido en un moño. Pendientes negros. Viuda. Pero no de guerra. Era la madre del general que hacía viudas en la guerra. El nunca venía. Vivía sola. Amargada. Tenía Don, pero la llamaban Doña, a secas.
Para ayudarse había admitido a realquilados. Callaba. ¿Qué dignidad herida? ¿Por qué no pedía ayuda? «¡El general, Doña, El general!» Cirilo era un borracho perdido que murió en aquella casa alcoholizado. «¡No más solteros! ¡Borracho y borracho y borracho!» Hasta la muerte.
«¡No quiero escuchar la radio! No puedo explicárselo, Crista, me moriré sola. No quiero saber nada del mundo ni de nadie. No tengo hijos». » .. «. «¡No! ¡No!» » … «. «¡No existe!, Crista, no insista».
Admitió, entonces, a una familia con ocho hijos. Feliciano era ciego. Le había explotado una granada mientras jugaba. Reventaron los rojos frutos y se le hundieron en las tibias carnes. «¡Mamá, mamá, mamá!» Y ella le explica con suavidad. Le recuerda las formas, los colores y le devuelve el respeto por el silencio.
Feliciano se cruza con la Doña en el pasillo y tiende la mano. Pero ella le alarga el bastón para apartarlo.
«No hay corazón. No existe. No quiero tenerlo. Si lo tuve, no me acuerdo. Quiero ruido. Que salgan y que entren. Pero la radio no. Sobre todo los partes, no».
A Feliciano, cuando lo sacan a la calle, lo sientan en una sillita y la madre le habla desde la ventana, muy bajo, y le cuenta, nos cuenta. «Beltrán, Quique, Borja, Alberto, Enma, Lurdes, Paquita, Catia». «Explícame otra vez cómo es Prisca, la que se ríe tanto. Y la de los tirabuzones largos que hace reposo. Y la que lleva trajes de muñeca, Mary Gemma». «Buenos, doña Crista. Usted y doña Margarita siempre se paran al pasar por prisa que lleven». «¿Y cómo sabes que llevo prisa?». «Por el rumor de sus faldas».
Feliciano ríe sin la expresión de los ojitos cerrados, arrugados como el ombligo de un niño travieso. Su madre cada vez le habla más bajo. Los otros siete hermanos alborotan brevemente. Se cortan en sus juegos. No se mezclan con los de la calle. Llevan ya dos meses. ¿Por qué el silencio? ¿Por qué ese miedo?
Inmisericordes y despiadados y egoístas y cerrados a los que no sea nuestra propia algazara, gritamos mientras jugamos, «¡Que no le vayas a dar al ciego!»
Una noche nos llega la realidad amarga. «Toma, lleva estos bistecs a casa de Feliciano». » … «. «Están en el portal». » … «. «Calla y haz lo que te digo. Y sé discreto. Hay mucho dolor en el mundo y es preciso compartir las penas. ¿Por qué a ellos? ¿Por qué? Yo estoy esperando a tu padrino para que haga algo. Anda y vete».
Beltrán, que sólo tenía que bajar las escaleras de un piso, estaba allí con una tortilla de patatas que había preparado Crista. Lurdes llevaba leche. Catia, una botellita de vino. Prisca, pan. Quique, el nieto de la Rara, traía fruta. Los Trullos, un plato con pescado frito. Y doña Claudia, de su dolor, de su pobreza y de su pena, mandaba decir que si necesitaban una manta…
Paquita pasaría algo caliente. La Morocha trajo un poco de caldo del que hacía su madre la anciana y buena señora Benigna. Todos aportaron algo. Y hasta el Capullo trajo una luz del garaje de Don Guzmán que conectó al enchufe, ya que la del portal molestaría a los niños para dormir sobre el suelo, apoyados en las maletas.
¿Haría frío? Frío en el pecho vacío de la Doña que había llamado a la policía para deshauciarlos. «No pagaban. ¡Eso!»
Pero eso lo dijo después, cuando se atrevió a subir desde la ciudad a ese piso que ya todos mirábamos con rencor, con vergüenza y con remordimiento. Recogió sus cosas y se fue al infierno.
Ya para siempre fue «la casa de Feliciano», el niño ciego que nos hacía estremecer cuando pasaba el Renco. Sí. El mendigo de pies torcidos, con los ojos pitañosos y casi sin vista. Nos imaginábamos que así hubiera podido acabar Feliciano porque su padre no encontraba trabajo y los echaban de las casas.
Pero aquella vez se rompió el maleficio porque llegó a tiempo Don Guzmán. Este no era muy de misa pero escuchaba a la esposa. Doña Margarita le explicó por menor y él escuchó en silencio. Comió poco. Apenas algo de queso. Bebió un vaso de vino y se fue caminando hasta el portal del número uno. Llamó al padre de Feliciano y se lo llevó con él paseando hasta la tienda. Bebieron un vaso. Hablaron. Llamó Don Guzmán por teléfono a Alan y a los demás amigos de la partida de cartas. Mandó recado al señor Aureliano, al que se tragaba cosas porque estaba con la boca abierta, la dentadura caída y siempre riendo, y le dijo que para el amanecer había trabajo. «Entendido, don Guzmán». «Avise a Narciso». «Ese es un vaina que habla demasiado. Sólo tiene lengua». «Haga lo que le digo». «Bueno, de acuerdo, usted manda». El señor Aureliano se durmió imaginando un golpe.
A las siete ya estaba la camioneta aparcada frente a la cancela. El Capullo cargaba las pobres maletas y los paquetes con los líos de mantas y de cacharros. Doña Margarita daba la mano a Feliciano mientras don Guzmán le iba explicando a su padre que, en el puerto, había unos grandes almacenes que necesitaban un guarda. Tenían vivienda, agua, luz y el sueldo no era malo. Además, por guardar algunos camiones de los pescaderos que perdían la fecha y se tenían que quedar para el día siguiente, podía ganar un sobresueldo. Y tendrían cartilla de racionamiento. Les brillaron los ojos. El hombre lloraba. Nunca había cruzado una palabra con nadie de aquel barrio y se veía cargado con comida para tres días. La señora Constancia salía a la puerta, ella que era sonámbula, y con discreción, como pidiendo un favor, le metió a Narciso Capullo una botellita de vino en uno de los bolsillos del mono de mahón. «Anda, pónsela entre sus cosas». «Pero si van al puerto». «Hijo, de viaje siempre es bueno».
«Y no deje de venir de vez en cuando a verme. Siempre hay ropa que viene bien. Qué pena no haber sabido antes lo que estaban ustedes pasando», le decía la mujer de Don Guzmán. «Ay, doña Margarita, de vergüenza no me atreví antes a ir a verla». » … «. «Sí. Un pobre, el Manco, me habló de usted cuando, con toda delicadeza, sin ofenderme, me devolvió mi moneda y, agarrándome las manos con la única suya, me hizo comprender que se había dado cuenta de nuestra infinita pobreza». «Pero, mujer, ¿cuándo fue eso?». «Hace tres días». «Claro. El Manco no viene hasta el viernes». «Así no tuvo tiempo de decírselo. No sé cómo pudo darse cuenta. Quizá me tembló la mano al darle la última peseta».
(Continuará…)