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La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 7. Crista

Le llamaban Domitila la Portuguesa y también «la Luenga». Y en verdad, que lo era. Tenía una minús­cula tienda que había montado en una habitación de su casa que daba a la calle. ¿O era en el portal de entrada? Para abarcar el mostrador, le bastaba con un solo bra­zo. Y aún encogía la muñeca. Vestía siempre de negro. Negro mandil. Negro el pañuelo anudado atrás en ve­rano, anudado delante en el invierno, y cuando salía a la calle. Por eso se conocía el tiempo, ya que, salir, salía poco. Algo santera ya sería, pero no parecía rezadora ni mujer de Iglesia.

Se encontraba a disgusto con su cuerpo. Le sobra­ba por todas partes. Gustaba de gatos porque, entre otras cosas, se estiraban a gusto. Cierto día, Domitila quiso estirarse y fundió una estrella. Por eso no miraba para arriba. Tenía la manía de que, si lo hacía, le iba a faltar el aire. Y los días de niebla te despachaba con la puerta entornada. Le faltaban algunos dientes y tenía un par de lunares con pelo. En verdad, no era agracia­da. Tendría unos sesenta o setenta años y siempre ha­bía sido viuda.

No vivía en la Privada, sino abajo, precisamente en la parada del tranvía camino del Calvario. Allí no se iba con frecuencia. Pero un día Beltrán contó que Crista, su madre, le había enviado a comprar dos hue­vos y que, al volver a su casa, resbaló y se destrozó las rodillas y los codos por no soltar los huevos. Su madre le dijo que, para otra vez, soltara los huevos.

Si la anécdota de Beltrán permanece grabada en mi memoria es porque refleja una época. Claro. Para tener que darnos aquella explicación, que nos dejó ma­ravillados, era porque dos huevos en aquellos tiempos tenían que ser algo precioso. En España había escasez de todo.

Beltrán pertenecía a una de las familias más dis­tinguidas del barrio. No con más personalidad, a ver si me explico. Pero sí con un no sé qué que, con el tiem­po, habría de manifestarse en que salieron de aquel ambiente. Todos los hijos, menos uno, cursaron carre­ras universitarias y ocuparon un buen puesto en la so­ciedad. Y lo que es mejor, aún hoy día, recuerdan aque­lla experiencia, como una época feliz y dichosa, aunque llena de privaciones. Para ellos fue como un destierro o una larga travesía.

Crista, la madre, era señora hasta en los silencios. Provenía de muy buena familia gallega. Entonces, a lo que entiendo (por un matrimonio quizá desigual, o porque, en aquellos momentos, tuvieron que abrirse camino de nuevo, lejos de tradiciones y sin apoyos eco­nómicos, gastados en buena parte por sus antepasados en insensatas guerras carlistas) tuvieron que luchar. Pero con esa luz que permanece en la frente de algunas personas.

Jamás hablaron del ayer. Pero tenían una firme confianza en la empresa. Colegios, modales, disciplina, estudios, constancia y triunfo en otra dimensión que la pasada: en la de profesionales liberales que dieron nuevo brillo a otras tradiciones pretéritas.

Crista era alta y saludable. Sonreía con dulzura. No hablaba alto. Se ocupaba de la formación de sus hi­jos. Tenía sus amistades que cultivaba con delicadeza. Doña Margarita, mi madrina, siempre le tuvo un gran afecto y admiraba el talante de su esfuerzo.

Cierto que, en guerra, pasaba a casa de Doña Olimpia Gómez de Artacho a escuchar los partes y las emisiones extranjeras. Pero, más por curiosidad racio­nal que por militar en ningún bando. Bastante habían pagado ellos las banderías, las cruzadas y las empre­sas. Pero donde mejor se encontraba era fuera del re­cinto, en casa de Florentina Alejo, en el jardín recoleto que, con pozo en el medio, tenía este matrimonio sin hijos y que les hacía leer libros en alto a Beltrán y a sus hermanos después de merendar. La casa de Florentina estaba por detrás de la Privada, junto al aserradero y a la fábrica de gomas de Alan.

Crista era mujer de recursos. Tan pronto como se enteró de que había nacido mi hermano Manolo, recién terminada la guerra civil, se dirigió a la cocina, sacó un recipiente, colocó cerca el tarro del azúcar de ración, tomó unos huevos, que hoy me emocionaría que hu­bieran sido los que Beltrán salvaguardó a costa de su integridad física, y se puso a batirlos y a preparar un flan. Sus hijos la miraban en silencio con tal actividad a aquella hora calurosa de la tarde del mes de junio. Lis­to el flan, preparó a los niños, ¿con quién los iba a de­jar?, se arregló y se dirigió a casa de mi madre, que es­taría de reposo como requerían los tiempos y a base de caldos y de pechugas y de postres hechos en casa. Así fue como también actuó cuando la familia del pobre Feliciano se encontró con los trastos en el portal. Qui­zás ella daría la voz de alarma en aquel lugar de com­prensión y explícita o callada simpatía. Todos los que vivían allí luchaban por un presente mejor, por sobrevivir.

Su marido tenía un comercio en la calle del Príncipe, que luego prosperó y no sé si entonces era sólo suyo o cómo era la cosa. Pero no importa. El subía y bajaba a la ciudad y to­maba el tranvía y se detenía, no mucho, en las escale­ras. Era amigo de la pesca. Y allá se iba al río San Juan armado de sus bártulos y con unas altas botas que entonces llamaban la atención. Gustaba de pasear por el campo y llevaba a Beltrán o a Braulio con él. No sé si a las hijas también. Entonces eso no se estilaba mucho.

Ellas iban a colegios de monjas y sus uniformes eran una distinción que llevaban con discreción y es­mero. Ya os he dicho que todos, menos uno que siguió, después de terminado el Bachillerato, a su padre en el negocio, sacaron con brillantez sus carreras universita­rias. Aquí es preciso ver a Crista detrás de todo este éxi­to. Mientras pudo, les tomaba a diario las lecciones y les dirigía los deberes. «Hasta que hayáis terminado no sa­lís a jugar. Vosotros veréis». » … «. «De vosotros de­pende, si los hacéis rápidamente y bien, antes saldréis a jugar». En vano Braulio intentaba, a veces, camuflar los deberes. Crista se fue derecha a ver al Hermano Marista y establecieron una clave de firmas de ida y vuel­ta. Pues no había aprendido Crista poco en la guerra.

Esto lo digo porque, acabada la nuestra civil, co­menzó la mundial y en la ciudad se vivió muy intensa­mente, aunque queda mucho por investigar y poner en claro.

Algunas noches, toda la familia bajaba al cine a la última función. El padre alquilaba un palco y espera­ban tomando algo en el café de al lado. Cuando se aca­baban los anuncios y pasaría, quizás, el descanso, ve­nía el acomodador y les avisaba. Entonces entraban to­dos aquellos enanos en el cine por la puerta lateral sin problemas con la estricta censura de entonces. Esto no quiere decir que Crista no fuera mujer de criterio. Pero precisamente por eso. Al salir, una vez apeados del tranvía en la parada de abajo, pasaban por delante de Villa Marcelina.

Esta finca, estaba, por aquel tiempo, habitada por alemanes. Más adelante vivieron en ella los Bandeira, los de los vinos embotellados en el Calvario. Pues bien, según estuviese tapado el nombre de «Villa Marcelina» así era el mensaje para los entendidos. «Hay una reu­nión esta noche», «Urgencia», «Atentos a las emiso­ras», «Actividad en el puerto», etc., etc. Indefectible­mente, al día siguiente, entraba un barco alemán «de arribada forzosa», o se veían conspicuos personajes alemanes en el puerto, o había actividad de submari­nos alemanes en la ría, aunque nunca se reconociese oficialmente.

Por entonces, en la ciudad era muy sólida la posi­ción del Colegio Alemán y de todas las organizaciones alemanas. Fue muy corriente que los niños aprendiése­mos el alemán desde muy pequeños. ¿Y por qué no de­cirlo? En nuestros juegos de guerra ganaban siempre los alemanes y las trampas las hacían los ingleses y, más tarde, los americanos. Por ello, cuando ya en ple­no Bachillerato, acabada la guerra, leíamos las «Haza­ñas Bélicas» dibujadas por Boixcar, nos dolía ver atri­buidas injustamente conocidas acciones de guerras.

Igual hicieron con el cine en las importadas películas americanas. Nos cambiaron demasiado pronto los ob­jetos de nuestra admiración. Nos mataron los héroes. Y uno precisa de héroes que no se le mueran. Muchos ni­ños que nos educamos en alemán desde pequeños, yo también lo hice en francés, porque en mi casa nadie perdió la cabeza, y el inglés vino a su tiempo como procedía, y no por veleidades políticas, padecimos el cambio de mentalidad tan rápido e irracional.

Ya en Alemania «no había» investigación, ni sa­bios, ni medicinas, ni cultura, ni desarrollo, ni patrio­tas, ni civismo… todo era muerte, dolor, persecución, y pérdida de identidad. Cuando muchas familias espa­ñolas acogimos a niños alemanes y austríacos, pobre Federico, valoramos doblemente los sufrimientos de un gran pueblo y sentimos de cerca el escarnio de una propaganda que silencia las fosas de Katin, Hiroshima y Nagasaki, Postdam y Yalta, para ensañarse en Nü- renberg con el regodeo de un juicio contra toda norma de procedimiento penal. Un juicio, en el que aparte de justificadas actuaciones que sirvieran de ejemplo, se creó la pena después de tipificar el delito. Nada sirve de ejemplo en las guerras, se gana o se pierde, y el que gana es el que cuenta la guerra de las Galias de turno. Pero los juristas del mundo entero, salvo honrosas ex­cepciones, callaron porque imperaba el miedo impues­to por los nuevos Césares. Los del Kremlim incluidos.

Sólo, entonces, volvió a levantar cabeza el marido de Olimpia Gómez de Artacho, pero a costa de qué precio.

Los niños también sufrimos por unos cambios tan drásticos. Fuera del ambiente de la Privada, claro, porque todo llegaba muy tamizado y el mundo de la cultura, del buen gusto, del saber humanístico y del ar­te no tenía precisamente allí su asiento, salvo honrosas excepciones, como os podéis imaginar. Por eso, ya des­pués de la guerra mundial, me seguía fascinando subir a la Privada porque el tiempo transcurría de otra for­ma. Las preocupaciones eran otras, más imperiosas por supuesto, que lo que sucediera a nuestros amigos alemanes, a nuestra Freulein Katherin, y a los héroes de las pelí­culas y de los tebeos. Y juro, de una vez por todas, que en mi casa jamás he respirado un ambiente que no fue­ra, en política, liberal y hasta, en cierto modo, en reli­gión para pasmo de aquellos tiempos. De ahí, que mu­chos conversos de última hora no comprendieran que algunos amigos y yo continuásemos estudiando ale­mán durante el Bachillerato, es decir, después de que Alemania hubiera sido aniquilada materialmente.

Un año de estos tengo que ir a visitar a Crista. Ella sabría quitar un poco de la amargura que, a veces, siento. Desaparecida mi madrina es, quizás, la única persona que podría serenar mi inquieto recuerdo de aquellos años felices que, algo dentro de mí, quiere re­mover con la protesta de tanto sufrimiento, de tanta privación, de depuraciones injustas, de salarios breves, de horizontes estrechos. Ella contempló la Privada desde una óptica excelente. Lo vivió con atención siempre, pero no sucumbió a lo que hoy me parece co­mo un ambiente cerrado y concluso.

¿Qué podía esperar Constancia? ¿Y Doña Clau­dia? ¿Y la Rara? ¿Qué se hizo de los Trullos? ¿Qué far­fulla por el mundo adelante Narciso el Capullo? ¿Qué fue de los diecisiete hijos varones del Talabartero, to­dos de la misma edad, musculados y fuertes, altos y duros, de ojos claros y piel blanca, que maniataban a las bestias, que dormían en un garaje, que gestaban o empreñaban, que parían con aullido, que morían y que olían a fresno? ¿Qué fue de la pobre y silenciosa Blanquita, la hermana de Nicanor? ¿Y de la Veva, la hija de Encarna la de Noya que emigró y casó en América?

Velaila, la Veva. ¡Qué te parece! Y Sebastián estará calvo y gruñón y toserá. Eso. Y las hermanas de Bea­triz, tan rubias, finas y prudentes, beberán té sin leche, harán ganchillo, aconsejarán a los sobrinos, harán cakes y galletas y seguirá cortándoseles la mayonesa. Y aquella hermosa Lidia, los ojos más bellos, los dientes más blancos, la sonrisa más dulce, la piel más tersa, que casó con el aceitunero de Zaragoza que hiciera el di­nero después de la guerra y que luego, al parecer, lo volvieron a perder, ¿habrá engordado, y tendrá hijos zangolotinos que desconocerán lo que cuesta una me­dia repasada en la ventana, y cómo sabe una fresa o un albaricoque en la boca siempre dulce de aquella madre tan bella? Menos Lurdes, que no tuvo hijos, los demás estarán llenos de problemas. Y todos, en alguna oca­sión, cantaron y rieron en las verbenas. A Enma se le cayó un hijo por la ventana. Pero no fue allí. Fue, más tarde, en Australia. ¿Lo hubieran imaginado?

Y don Guzmán ya está muerto. Murió solo, aquel murmullo de simpatía y de optimismo con rumores de verbena.

Tendré que ir a ver a Crista que, hoy, treinta años después, peina mansas canas pero sabrá evocar sin amargura el pasado. Habrá comprendido la lección del tiempo. Yo todavía no. Y me aterra. Ahora tengo los años que tenía ella entonces pero todavía no tengo la sabiduría o la resignación que debe dar el tiempo. Re­signación no. Es actitud de esclavos: sabiduría. Juego divino del héroe.

De quienes podrían darme una serena y adecuada visión retrospectiva ya no queda más que Crista. Mi madrina me llevaba a disfrutar de aquel paraíso priva­do, siempre envuelto en felicidad hasta en el recuerdo, cuando pasadas décadas, se estrelló en una carretera de una manera absurda. Tu­vo una muerte injusta, fuera de tiempo, contra toda ra­zón, cuando todavía no era su momento. Tengo que protestar. Jamás lo he aceptado ni lo aceptaré. Una de las claves de la Privada padeció un accidente de una de estas máquinas estúpidas que utilizamos para des­plazarnos. No quise ni vender su coche ni regalarlo ni nada. Que se pudriese al sol, bajo la lluvia y el viento. Pero, antes, lo cubrí de ramas de magnolios y de du­raznos y le prendí fuego. Ardió durante horas y horas. Fue mi oración, y mi homenaje y el holocausto por la mujer más extraordinaria de mi vida. Durante siete días volví cada noche con ramas de abedul y de man­gos a prenderle fuego. Y nadie se atrevió a acercarse. Y nadie me rompió el silencio. Y nadie osó atemperar mi dolor porque era injusto, porque era absurdo, porque esa muerte fue gratuita y fuera de tiempo. Ese tiempo que me atormenta y me ensordece con el ruido de lo eterno. Y cuando pretendía no vivir más que el presen­te, se alza el pasado diciendo que yo soy más ayer que mañana. Y no lo he querido. Y no lo acepto. Y no quie­ro ser yo mismo y todo mi vivir otro acto gratuito, un fenómeno efímero, juguete de ese tiempo que ya me agonía y me obsesiona y me puede y me vence.

(Continuará…)

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