Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna
Capítulo 8. Los civiles
Vivían en el número dos bajo derecha. Él era un mocetón alto y de fino bigote, con ojos grandes y pelo negro estirado hacia atrás. Era guardia civil en su primer traslado. Ella se llamaba Eulalia y también era alta y tenía el pelo con permanente. Estaba embarazada y parecían un matrimonio muy feliz. Eran oriundos de Cangas o de Moaña, ahora no recuerdo. Nadie se explicaba cómo aquel joven número con su tricornio había ido a parar a aquella zona de «rojos». La gente los quería porque los veía felices en espera del primer hijo.
En aquellos tiempos, los hombres no ayudaban nada en las casas y menos, me figuro, un Guardia Civil. Pero Marcos era todo delicadeza mientras ayudaba a subir a su mujer, ya tan gorda, aquellas escalinatas en las que hubieran preferido más rellanos para descansar. Lo que más nos conmovía era ver al Guardia Civil con la bolsa de la compra en una mano y dando el brazo a Eulalia. Quedarían citados al pie de la escalinata para ayudarle a subir la bolsa. El era quién se detenía haciéndole una ligera presión en su brazo y sonriéndole.
«No te preocupes. ¿Qué prisa tenemos?». » … «. «Pues una bolsa como otra cualquiera». » … «. «Ya dejarás de estarlo. Eso pasa a los nueve meses». » … «. «¿Te imaginas?» Y seguían subiendo.
Al llegar al último tramo, ya habían sido estudiados en silencio por toda la patulea de chavales que estábamos sentados en la baranda. Los respetábamos. Por aquel entonces, los niños no sabíamos de política. No había televisores. Y los mayores hablaban en sordina. Marcos era alto, fuerte y tenía pistola. Punto. Ella necesitaba ayuda y, a veces, avanzado su estado de gestación, como sabíamos que él estaba en el cuartel, algún niño se acercaba a la tienda a hacerle algún recado. Eulalia siempre daba un patacón de cobre para aceitunas. Que eran grandes y gordas y estaban en un tarro de cristal lleno de agua sucia en la que flotaban rodajas de limón. Las sacaban con un cucharón de palo lleno de agujeros para que escurriese el agua salada. Pero a los niños lo que nos gustaba era, precisamente, el agua salada.
Cuando Marcos estaba de permiso vestía una camisa blanca de cuello abierto por el que asomaba un vello rizado y negro. No se mezclaba mucho con la gente. No es que hubiera rechazo. Era una especie de mutuo respeto. Pero le gustaba jugar con los niños. Había sido futbolista en la Academia y chutaba muy bien. Nos hacía gracia verlo saltar la barandilla, apoyado sólo en la mano izquierda, y luego movía todo el cuerpo hasta el otro lado de la escalinata para gatear por el senderillo hecho entre las zarzas y llegar al campo de fútbol que había detrás de la Privada, enfrente del aserradero.
A los chavales eso nos encantaba. También ayudaba a preparar trampas para ratones y a montar ruedas de cajas de bolas en los patinetes que nos fabricábamos solos. Cuando algún chico tenía algo estropeado se asomaba a la ventana de su casa. «¡Eulalia!» » … «. «¿Cuándo llega Marcos?». » … «. «Bueno».
Y nos hubiera gustado que se hubiera atrevido a venir con nosotros a las aventuras. «Pero ¿qué habéis hecho esta vez?» «Nada, nos han regalado unas manzanas y unas ciruelas». «Ya, con hojas y trozos de ramas». «¿No nos irás a denunciar a la policía?» Y él se reía. «No. Si yo también las cogía de pequeño. Son las más sabrosas». » … «. «Pero debéis tener cuidado para no estropear las ramas».
A veces, llegó a tener catorce muchachos sentados a su alrededor escuchándole contar historias de su paso por la Academia. Nos tenía embobados. Y, además, se reía con la risa amplia y abierta. Era un tipo sano que olía a salvia y a menta. A veces, también olía a cantueso. Le gustaba el boxeo. Pero, por no dejar sola a Eulalia, nunca iba a los encuentros del Seijo que arbitraba mi padrino y mira que a mí me hubiera gustado llevarlo con nosotros. Eso ya sería… como pasearse por el cielo.
Rebeca la Rusa, cuando nos veía jugando con él al fútbol, bajaba la ventana con violencia y cerraba las contras. Desde entonces, nunca dudamos que entre la Guardia Civil y los Rojos no cabía entendimiento. Rebeca era antipática y odiaba a los niños. Si sería roja que, en las elecciones, durante la República, formaba parte de alguna mesa electoral y, cuando llegaba alguien conocido, sacaba su pañuelo rojo y se daba aire como diciendo «¡A ver qué votas¡». Era muy roja y andaba amargada.
En lo que Marcos resultaba formidable era con los mirlos. Tenía uno que hablaba. Y en el patio de su casa, aparte de algunas gallinas, de triste memoria, por cierto, tenía varias jaulas con pájaros. Nosotros nos subíamos a la tapia y él nos dejaba mirarlo mientras los limpiaba. Permanecíamos como muertos mientras adiestraba al mirlo. Tenía conversaciones con el pájaro como si le entendiese. Nosotros no lo dudábamos, pero cuando lo comentaron los Trullos en su casa les llamaron parvos. Y es que los Trullos no tenían ninguna imaginación.
Un día ocurrió una desgracia con las gallinas. Había venido a pasar unos días a casa de Don Guzmán un sobrino de su mujer a quien llamaban Tirrín porque, cada vez que sonaba el teléfono, entonces sólo don Guzmán y Alan tenían teléfono, el chaval decía: «Tirrín, Tirrín». Bueno, pues el tal Tirrín era malo en demasía. Un día de aquellos en que andaría incomodado con los demás, no se le ocurrió cosa mejor que apostarse a la salida de la puertecita para las gallinas que tenía el patio de Marcos y que daba al campo. Cuando Marcos estaba jugando con nosotros solía soltar las gallinas. «Pobres. Necesitan libertad. Además, nadie sabe mejor que ellas lo que necesitan comer. Mientras escarban se distraen y encuentran minerales». Excusado es decir que para nosotros aquellas gallinas formaban parte de nuestros tesoros. Y, tácitamente, las protegíamos de Rebeca la Rusa como si ésta no tuviera otra cosa que hacer que molestar a las gallinas de «ese tricornio», como decía ella llena de maldad.
Una tarde, Tirrín miró y se supo solo a aquella hora de la siesta. Levantó la puertecita y comenzó a decir por lo bajo: «Pitas, pitas, piiii. Churras, churras, pitas, piiii, pi». Las gallinas iban saliendo de una en una y él las iba matando con un palo de un golpe en la cabeza. Dejó catorce sobre el campo del deshonor. No sé quién las descubrió primero.
«¡Marcos, Marcos!» «Dejadlo, que duerme. Ha pasado la noche de guardia». «Es urgente Eulalia, las gallinas». «¿Qué les pasa a las gallinas?» «¡Llama a Marcos!»
Se asomó en camiseta de tirantes por la tapia del patio y miró a las gallinas tiradas en el campo, a la puerta del gallinero. A lo lejos, en las zarzas, cacareaba como loca una gallina que había escapado a la matanza de milagro. Marcos no dijo nada. Pero se le entristeció la mirada. Cada uno teníamos una gallina muerta en las manos y un nudo en la garganta. Marcos seguía en silencio, la barbilla apoyada sobre la mano izquierda que reposaba en el borde de la tapia. Él había quitado los cristales de fondo de botella al muro, para que los niños pudiéramos asomarnos y hablar con él mientras trabajaba en el patio.
Entonces, Jorge, que era de ideas primitivas y tenía los ojos demasiado juntos, espetó: «¡Rebeca la Rusa!» «¿Tú lo has visto?» «No, pero…» «No se puede acusar sin tener pruebas». «¿Quién iba a ser si no?» «Hay que investigar y tener paciencia».
Al cabo de un rato, todos los Gazules sabían lo sucedido. Marcos no dijo ni una palabra. Se sentó en un banco y, mientras Eulalia, enjugaba las lágrimas, «catorce gallinas», Marcos le apretaba la mano, le sonreía. «Peor hubiera sido que nos sucediera a nosotros». «Qué cosas dices». Y Marcos seguía desplumándolas. «Pero, ¿qué vamos a hacer con catorce gallinas?» «Hay muchas necesidades, Eulalia, haremos felices a algunos». Sabían que no podían ir al mercado a venderlas. Ni entonces había congeladores al alcance de aquellas gentes.
El matrimonio se quedaron con dos y las otras doce tuvieron que llevarlas a un Colegio de Huérfanos porque Marcos se daba cuenta de que nadie se las aceptaría más allá de la Privada Moderna. Él era Guardia Civil. No procedía. Seguro que pensarían que se las había confiscado a un gitano. Y en la Privada Moderna nadie podría admitir que sería harto feliz con una gallina de aquéllas.
Eran su único capital y ya las tenía ordenadas: unas para seguir dando huevos para la casa, otras para criar, aquellas para hacer caldos ahora que Eulalia iba a dar a luz. Nada.
Pero el rumor del malévolo Jorge se extendió y llegó hasta la misma Rebeca que temió por su vida. «Matar las gallinas de un Guardia Civil, ni que estuviera loca, don Guzmán». » … «. «Hágame el favor». » … «. «Por menos liquidaron a Lorca». «No haga política, Rebeca, ¿qué le sucede?» «Que fue su sobrino, Don Guzmán, que yo bien lo vi». «Rebeca, usted está loca… y ya sabe por qué lo digo». «¡Don Guzmán!» «Bueno, Rebeca, que nos conocemos». «Don Guzmán, ¿yo, de un guardia Civil? ¡Ni muerta!» «Si yo no he dicho nada, Rebeca, todo lo dice usted… y ¿cómo sabe que fue mi sobrino?» «Porque yo lo vi desde la ventana». «Qué andaría usted espiando». «Yo no miro a esa gente…» «Pues el Capullo dice…» «Calle, calle, que ése es un desgraciado capaz de quitarle la fama a cualquier mujer honrada». «¡Rebeca!» «Sí, Don Guzmán, mi marido está en la cárcel, pero yo no estoy loca, ¡enamorarme de un Guardia Civil!» «Rebeca, si ya no le quedan a usted bombillas ni cortinas que colocar para pedir ayuda a un mocetón…» «¡Qué desvergonzados!»
La verdad era que Rebeca tenía furores. Con cualquier pretexto llamaba al Capullo o a Nicanor o a Gregorio o a alguno de los diecisiete hijos del Talabartero. Todos tenían la misma edad y eran altos, fuertes, de músculo largo y con los ojos claros. Al atardecer, olían a níscalos. «Ayúdame a colocar unas cortinas». «Que ahora tengo prisa». «Si es un momento». «No puedo». «Anda ven, te daré una cerveza».
Uno de los diecisiete hijos del Talabartero entraba a escondidas y Rebeca dejaba caer la cortina que cubría su puerta siempre abierta. A veces, ni pasaban del hall, ni se echaban. Contra la pared, o en un sofá que allí tenía. Rebeca los devoraba. Pero lo que más loca la volvía, mira qué manía, eran los antebrazos musculosos y fuertes. En esto se parecía a Casilda, la puta vieja y algo furtiva, que siempre decía, al ver a un obrero trabajando arremangado, «¡Carajo!, ¿cómo será ella?»
Poco a poco, Rebeca fue acabando con los diecisiete hijos del Talabartero porque se aburrían, ya que la Rusa era insaciable. Sólo el Capullo perseveraba. Y era porque le sacaba los cuartos.
Un día, despotricando contra la política de los fascistas, contra el Ejército y contra la Guardia Civil, exclamó: «Los de Asalto, aquéllos sí que tenían brazos». «Pero ¿tú qué quieres, Rebeca, un vergajo o un brazo? Ni que fueras una yegua o una vaca». «Ay. Si el brazo fuera el de quien yo me sé…»
Así fue como el Capullo se enteró de la ardiente pasión de Rebeca la Rusa por aquel limpio y claro Guardia Civil, que vivía feliz con su mujer, con sus gallinas y con sus pájaros esperando el nacimiento del primer hijo.
Al final, don Guzmán obtuvo la confesión del Tirrín y, después de darle una tunda, envió a Aureliano, al Capullo, a Nicanor y a Gregorio con quince de sus mejores gallinas a casa de Marcos. Ellos fueron por la parte de atrás, y se las fueron pasando por encima de la tapia. «Pero ¿qué es esto?» «No se apure, ahora viene don Guzmán a explicarle».
Don Guzmán pasó y, como sabía hacer él las cosas, se sentó y tomó una cerveza con Marcos y con Eulalia que casi no se atrevían a sentarse. Les explicó lo sucedido, ocultándoles que el niño gritaba en medio de la tunda: «Rebeca me dijo que esas gallinas merecían ser degolladas todas. ¡Con esos brazos!, decía ella, ¡con esos brazos!» «Pero, Don Guzmán, son cosas de niños». «Y usted, ¿un Guardia Civil me dice eso?» «Además, me ha enviado quince gallinas jóvenes y fuertes y las mías, aparte de haber alguna ya vieja que pensábamos matar después del acontecimiento, eran catorce». «Bueno, Marcos, me pidieron que no se lo dijera pero… Antes de que se aclarase el asunto, vinieron los chavales a preguntarme que cuánto valía una buena gallina. Yo no las vendo. Pero sacaron entre todos, unas pesetas, y me las tendieron diciéndome para qué eran. Me impresionaron esos mocosos… y ahí está la decimoquinta gallina. Pero…» «No hay pero que valga. Y, a propósito, Eulalia, me ha dicho mi mujer, que se acerque usted a verla».
Así fue como Eulalia conoció a doña Margarita que, desde entonces, sabiendo que iba a dar a luz sin familia de ninguno de los dos cerca, le procuró comadrona, le encargó una canastilla y la atendió y visitó durante el trance. Este fue amargo. Sucedió poco tiempo después de lo de las gallinas. El niño, que esperaban con tal ansiedad, no parece que fuera muy normal. Para colmo de males, cuando ya se hubo levantado después del parto, un día tropezó en el regatón de la antigua cancela que había antes de la escalinata y rodó por ella.
Cuando Marcos llegó al Hospital ya estaba Eulalia escayolada. Partía el corazón ver a aquel hombretón con la mirada triste y el ánimo ausente. Pisaba de otra manera. Los niños le miraban al pasar con un nudo en la garganta. Hubieran querido lanzarse con sus brazos al cuello de Marcos y echarse allí a llorar y decirle que ellos querían ser sus hijos. Pero ninguno se atrevió. Y quizá fue mejor porque aquel pedazo de hombre se hubiera derrumbado.
Mientras Eulalia estuvo en el hospital, doña Margarita cuidó al niño. Y se lo llevó a su casa. Cuando Eulalia regresó, y tuvo que permanecer escayolada en cama, doña Margarita le devolvió al niño, pero iba todos los días a ayudarla, le llevaba a su propia muchacha para que le limpiase la casa, le traían la compra y le preparaban la comida de Marcos y de ella. «Jamás se lo podremos pagar». «Bueno, mujer, bueno. Lo que importa es que tú te pongas bien». «Sí, pero el niño… pobre Marcos». «Sois jóvenes y sanos. Tendréis más. Estos son cosas misteriosas que Dios permite para probarnos».
Don Guzmán y Doña Margarita apadrinaron al niño que se murió al poco tiempo. Entonces, ellos pidieron cambio de destino para Cangas, donde Eulalia podría ser ayudada por la familia.
Cuando regresaron del entierro, todos los niños estaban subidos a la baranda y abrazaron a Marcos con el mirar, en silencio. Marcos intentó sonreírles, pero no pudo. Olía como huele la tierra antes de la tormenta. Entró en su casa y los niños volaron a encaramarse a la tapia de su patio.
Por primera vez vieron a Marcos con unas inmensas lágrimas silenciosas mientras iba abriendo, de una en una, todas las jaulas y dejaba en libertad a los pájaros, que se alejaban volando muy quedo. El mirlo gritaba: «Ta bueno, ta bueno, ta bueno».
Marcos murmuró, no se sabe por qué, «¡Quién pudiera ir contigo a buscar el hueco donde nacen los vientos!»
(Continuará…)