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Novela por entregasLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 9. Las Blondas

La encargada se llamaba Eudivigis. Era buena moza, alta, morena y con un lunar bien señalado en la mejilla. Antes había estado, también de encargada, en otra zapatería de la misma calle del Príncipe.

«Para usted nada mejor que este tafilete de corte salón». «Mire que no quiero que luego me vayan a hacer daño». «Por Dios, doña Ana, si son como guantes». » … «. «Para el niño lo mejor es el boxcalf». «Bueno, és­tos le duran toda la vida». «Para invierno y verano, porque son para vestir y…»

Las encargadas no viajaban, pero se conocían los nombres de los fabricantes y asesoraban a las señoras. También, a veces, sabían hacer que se retrasase la pre­sentación de una factura. «Bueno, déjemelo a mí. ¿A mediados del mes próximo? Ya envío yo al niño a la oficina de su marido».

En otra zapatería cercana había otra encargada que se llamaba Brígida y que era muy amiga de Rogelia, la planchadora. Estas eran muy deportistas y muy avanzadas para aquella época. Hacían excursio­nes y camping con sus primos y amigos. Un poco lo­cuelas, pero nada más. Jamás perdieron su virginidad por más esfuerzos que hicieron. No sé. Era un atavis­mo. Y no es que fueran muy religiosas. Al contrario, Rogelia, como si fuera predestinada, era algo rojilla. Durante la guerra civil, y aún después, interpretaban el Himno nacional al final de las películas. Y había que ponerse en pie y extender el brazo. Bueno, pues, muchos años después, ella con­taba, como gran mérito y sorda resistencia al Régimen, que ella se ponía de pie, sí, pero que, en lugar de ex­tender el brazo, se ponía a arreglar la coca o el tupé co­mo si se le hubiera caído una horquilla. Disfrutaba con­tándolo y le encantaba ir al cine. Era muy leída y de conversación muy amena.

También había otra encargada, morocha y de pelo ensortijado, que trabajaba en la zapatería de Príncipe es­quina a Velázquez Moreno. Casi todas las tiendas tenían una encargada o encargado. Las señoras siempre eran aten­didas por ellos.

Las empleadas de las zapaterías solían estar mu­cho a la puerta de los comercios. Claro. No era como una tienda de encajes o de telas o una joyería en la que trabajas detrás del mostrador. No. Ellas salían a la calle para comprobar con la clienta cuál era el modelo del escaparate que le gustaba. Volvían a salir si no les que­daba bien. Se paseaban por el salón del comercio mien­tras la clienta daba unos pasos delante del espejo incli­nado. Se volvían a arrodillar, calzador en mano, para atar y desatar, ajustar, subir el empeine. Comprar unos zapatos era pasar una tarde muy divertida.

Por eso, cuando no había clientes se plantaban de mironas en la puerta. A Eudivigis la comían los demo­nios porque «siempre hay algo que hacer». Al fin, logró que no estuvieran más de dos al mismo tiempo.

A las dependientas de su tienda les llamaban las Blondas. Menos Eudivigis, todas habían sucumbido al agua oxigenada. Y, con el tiempo, fueron aumentando los cosméticos y las capas de afeites hasta hacer de ellas unas auténticas máscaras.

Pero, por entonces, todavía eran jóvenes. Había una de ojos claros que se movía como si estuviera en la pasa­rela de un circo. Otras decían que en la revista musical porque tenía aspecto de corista. A las señoras no les gus­taba. De hecho, habría de marcharse durante una tem­porada con un circo ambulante a hacer carrera artística.

Se llamaba Perpetua, pero le decían Clarita. Cuan­do se marchó todas lloraban. Ella ya vino a despedirse con los ojos pintados, el vestido ceñido y un tanto es­cotado. Iban de gira. Era su oportunidad. Comenzaría por el principio.

«La ventaja del circo es que haces de todo», decía la muy sandia.
Y la verdad es que, cuando Perpetua regresó, al ca­bo de un año, volvía embarazada de seis meses. Lo ma­lo es que nunca pudo saber quién había sido su padre. Porque, en lo de «hacer de todo», sólo le quedó acos­tarse con los leones.

Por la mañanita, ya Clarita Perpetua tenía que es­tar achicando el agua en torno al carromato, y encen­der el fuego contra viento y lluvia. Chapotear con los chanclos por entre el fango para ir a buscar un poco de agua a una fuente pública, en la que había que hacer cola bajo la lluvia. Como se acostaba tarde y cansada, nunca tenía tiempo de quitarse la pintura y, por las ma­ñanas, ella y las demás del elenco, parecían esperpen­tos con los chorretes que les caían de las cejas, del rimmel y del colorete.

Después de discutir hoscamente en la fuente, ve­nía el encontronazo con el negro que, a todas horas, aparecía por las esquinas. Clarita Perpetua lo odiaba. Preparaba la cascarilla con ira mientras oía alejarse el silbido del negro Mateo.

Después de llevarle el desayuno al artista, tenía que limpiar el carromato. Calentarle agua para que se afeitase Monsieur. Y recibía la primera bofetada. Nun­ca sabía bien por qué, pero siempre le caía a aquella ho­ra. Después, venían otras. Y, luego, a limpiar a los ani­males, a ayudar a prepararles la comida… Aquellos ga­tos que maullaban desesperados y que, a veces, le en­tregaban metidos en un saco. Pero para que las fieras no se envalentonasen, había que matar a los gatos, tro­cearlos, mezclarlos con una especie de melaza que olía a agrio, y echárselo a los animales después de limpiar las jaulas con cubos de agua y luego, el artista esparcía algo de serrín.

«No creáis. Fue una experiencia interesante en mi vida. Viajamos. Conocí mundo».

Luego venía el preparar la comida, pero, antes, ha­bía que ir a comprarla. Durante la siesta del artista ella tenía que revisar los trajes. Nunca había repasado y zurcido tanto. Odiaba las lentejuelas.

«Mujer, ¿qué quieres? Es otra vida. Conoces gen­te… Viajas…»

Con la penúltima bofetada ya estaba vestida y pintada. Y, con frío o con calor, allí tenías a Clarita Per­petua con sus falditas cortas, altos tacones, pelo rubio y cara pintada, a la puerta del circo sonriendo y ani­mando a la gente a entrar. Llevaba una especie de mo­rrión de húsares que tenía que sujetar con horquillas a la cabeza y que era peor que una corona de espinas. Con el viento se le caía para los lados. Y Clarita Per­petua venga a sonreír. Las piernas se le quedaban he­ladas con el frío, pero ella venga a marcar el compás de la música. Llevaba una especie de manoplas de cha­rol que se le clavaban en las muñecas, pero Clarita Perpetua tenía que mover un largo bastón terminado en bola.

«Sí. Vestir, vestíamos bien. Ya sabes… Y, sobre todo… viajas».

Aparte de ayudarle durante el número al artista, tenía que pasar, entre número y número, por el bordi­llo de la pista, cuidando de no caer porque aquello era una verdadera carrera de obstáculos, con un cartelón en las manos anunciando el próximo número. Y venga a sonreír.

«Lo pasábamos muy bien. Era una vida distinta. Ya sabes… Viajas…»

A veces, al artista se le había escapado la mano en el combustible para el arco, y ella tenía que sonreír mientras le salía el humo por los oídos. Luego, venía lo de la leona. Esta desgraciada había cogido una manía y era la de mearse mientras estaba haciendo su número. Lo malo es que a la pobre Clarita Perpetua le tocaba es­tar debajo, como la mujer de Tarzán derribada por la leona.

«Ya ves. Todo muy variado. La vida del circo. Lo pasábamos muy bien. Pero, sobre todo… viajas…»

Como es natural, era ella la que metía la cabeza dentro de las fauces del viejo león. Y no es que le diese miedo. Había días en que casi le hubiera forzado a que apretase la boca. Pero, quiá, lo horrible era el aliento. Además, tenía todas las muelas careadas y, cuando Clarita Perpetua metía su rubia cabellera dentro, el león creía que eran mondadientes y por eso no la cerraba.

«En fin. Ya sabéis. Una vida de artista. Pero viajá­bamos mucho».

Por la noche, después de la función, venía lo bue­no. Ah, sí. A las dos de la mañana, Clarita Perpetua te­nía que ponerse a preparar café para los compañeros de poker de turno, que se jugaban de todo con el artis­ta. Y como les molestaba el humo del infernillo, pues, hala, a hacer el café afuera, bajo un paraguas, con una gabardina vieja por encima de los hombros para no mojarse el traje de lentejuelas que, por supuesto, el ar­tista no le dejaba quitar hasta que se habían marchado los amigos. Se moría de frío.

«Mujer, la vida es sana. Vives casi al aire libre… Viajas…»

Y el negro Mateo que pasaba silbando. Lo odiaba al negro. Pero peor era la mujer forzuda que, indefecti­blemente, cada noche, a esas horas, venía con su trin­chera cruzada, con unas amplias botazas y con un puro entre los dientes a cortejarla. «Si tú quisieras, reina…»

Después, a veces, tenía que cantar. O si el artista perdía, aguantar sus porrazos. Un día, no pudo más, se hartó y se largó del carromato. Cogió un paraguas y se fue saltando por entre los charcos, de los que ya había desaparecido el serrín que señalaba los senderillos.

Caminó y caminó hasta que se encontró ante la tienda de los Hermanos Beni-Mohammed. Eran veinti­cuatro. Bueno, pues los veinticuatro. Y los moros aún querían repetir, porque a los que les había tocado pri­mero ya se habían repuesto cuando Clarita Perpetua iba por el doce.

«Eso sí. Conoces a gente variada y exótica: mujer ya sabes, viajas…»

Cuando volvía de la tienda de los Beni-Mohammed ya no acertaba ni a saltar los charcos, ni podía se­guir el sendero. El negro Mateo pasó por su lado sil­bando. Ella se volvió furiosa: «Lo verás, pero no lo ca­tarás, asqueroso». Y el negro seguía silbando.

«Clarita, reina, ¿quieres un café?» ¡Qué noche! Todavía le quedaba llegar al carro del artista. Encontró a los cuatro jugadores borrachos y desnudos bailando con el domador de caniches que había llegado a la fies­ta vestido de Odalisca. Era italiano y daba el pego per­fectamente.

«Eso sí. Había gente algo extraña… Pero ya sabes. Es la vida del circo… Y lo mejor es que viajas… Y ya sabes».

Las siguientes noches, Clarita Perpetua, para fasti­diar al artista que seguía invitando al domador de ca­niches, se iba caminando hasta la tienda de los Beni-Mohammed.

«Pero, reina, ven a tomar un café». «¡Trágate el pu­ro!» «Eso, eso, es lo que vas a hacer tú. ¡Ay!, la deslen­guada. ¡Escúchala, Mateo!» Y Mateo seguía silbando.

Había una vieja, gorda y pintarrajeada, que, en sus tiempos, había trabajado en el alambre y que ahora había heredado el Circo; después de una os­cura historia con su marido que apareció descuartiza­do en la jaula de los leones, que comenzó a ponerse nerviosa cuando se enteró de las visitas de Clarita Perpetua a los Beni-Mohammed. «Ya no hay decen­cia! Los agota, los agota. ¡No hay decencia! Quedan exhaustos». También decía que los solía utilizar de aperitivo antes de cenarse al negro Mateo. Aunque en esto quizá se pasaba.

Por eso, Clarita Perpetua vio que allí ya no le que­daba mucho que hacer y con una barriguita de seis me­ses se volvió a su pueblo.

«Mujer. No tienes que apurarte. El padre volverá. Además, aquí estamos nosotras para lo que haga fal­ta», dijeron todas emocionadas y deslumbradas por los viajes contados por Clarita Perpetua.

Clarita Perpetua estuvo los tres meses que le fal­taban poco menos que escondida en casa de una tía que tenía en una aldea. La madre no había querido sa­ber nada de nada. «Aquí hemos sido pobres, pero hon­rados». El niño nació y tenía una cara algo extraña. Es decir, que era negro.

«Mujer, un poco moreno, como el padre», le de­cían a Clarita Perpetua las comprensivas amigas sin sa­ber a quién se referían.

Ella ya se había olvidado de que, cuando se marchó con el circo, el artista era «Rubio y con ojos azules. Un cielo. Si vierais. Va a hacer de mí una gran artista. Me ha dicho que le recuerdo, no sabe por qué, a una artis­ta de Hollywood. Y cuando él me vista y me enseñe…»

Clarita Perpetua volvió a ocupar su puesto en la zapatería. Pero nunca pudo dejar el teñirse de rubio y los afeites. Y fue contagiando a todas las demás, que estaban deseándolo, menos Eudivigis, claro. Por eso les llamaban Las Blondas.

Hay gente que dice que eran muy «futboleras». Es decir, que les gustaban los futbolistas. Y es que, al pa­recer, ellas fueron de las primeras que iban a los parti­dos del Celta. Iban a gradería y gritaban como pose­sas. Pero cargaron a los otros espectadores porque chi­llaban a destiempo y, fuera quien fuera, el que había levantado la pierna. Excitadas, salían y se iban hasta las casetas de los vestuarios. ¡Querían un autógrafo! «¿Con qué lápiz, rubia?» «Ay, qué simpático. Lo que se le fue a ocurrir».

Acabaron echándolas de los vestuarios. Era un re­lajo. Después, los de la directiva pretendieron que fue­ran solamente al del equipo visitante. Pero los entrena­dores y sobre todo los masajistas, que las odiaban, se pusieron como hienas. Una vez, un masajista se sofocó tanto que, después de arañarlas, se quedó de un aire. Menos mal que, entonces, había censura de prensa y no trascendió nada.

Las Blondas dejaron de ir a los vestuarios, tanto de los visitantes como de los de casa, porque protestó el Sindicato de Masajistas, que era vertical. Fue cuando ellas comenzaron a salir con los portugueses que ve­nían en coches despampanantes a la ciudad. La verdad es que eran coches alquilados para un fin de semana, por fardar, y lo que querían aquellos retacos era ligar, lo que fuera.

Las Blondas se asomaban a la puerta y les sonre­ían al pasar. Don Obdulio, que era el dueño de la za­patería, al principio las reconvino. Pero luego com­probó que era rentable el reclamo e hizo la vista gor­da. Su mujer, que también era muy gruesa, lo consul­tó con su confesor y llegaron todos a un arreglo. Có­mo sería que don Abdilio, que era hermano de Don Obdulio y también tenía otra zapatería como su tercer hermano Don Senén, animaba a sus dependientas a que tomasen un poco de sol en la puerta. Pero quiá. Les faltaba el «sex appel» de las Blondas. Además, a don Abdilio las dependientas se las escogía su mujer que, para mayor inri, estaba en la Caja. Todas eran de Ac­ción Católica y cordígeras. Claro, no vendían ni un zapato. De los caros, se entiende, que bajos de tacón ya vendían, ya.

Después de la fiebre de los extranjeros, que hubo sus más y sus menos, porque, al parecer, alguna no­che las vieron en el Gallo Azul y en el Perete, que eran salas de fiesta sólo para fulanas, éstas les armaron una trifulca y casi las dejan sin pelo. Fue horrible. Pe­ro nada se dijo. En aquellos tiempos nunca pasaba na­da en una ciudad como aquella, con unas virtudes tan acrisoladas en sus gobernantes y en las clases dirigen­tes. A propósito de uno de estos, de muy buena fami­lia, y que jamás faltaban a alumbrar al Ecce Homo en las procesiones, dio algo que hablar, pero muy en sordina.

Este había sido buen mozo, de conocido apellido, pero sin hacienda. Entonces, como algo había que ha­cer, casó con la viuda de otro vástago de familia que se dedicaba a la construcción de barcos. Bueno, de balas de cañón para los Ejércitos nacionales. Lo cual era muy lógico ya que les estaban defendiendo sus capitales y la posibilidad de hacer los mayores negocios con el cupo de aceite especial que recibían en las fábricas de con­serva, y con la importación y exportación y, más tarde, con el wolframio.

Pues bien, la viuda era bastante tonta o iletrada. Iletrada me refiero para el puesto que le iba a tocar de­sempeñar en la vida: Presidente y Consejera Delegada de una editorial de libros.

El marido asumió sus obligaciones de consorte y cumplió como se esperaba. Siete hijos. Pero el hombre se aburría. Del Casino al Tenis y de casa al despacho. Un día, se le ocurrió irse a comprar unos zapatos a la tienda de don Obdulio. Eudivigis, por casualidad, es­taba en cama con paperas, que le salieron tarde, así co­mo el sarampión que lo tuvo a los cincuenta y tres años. Bien. Las Blondas dejaron lo que tenían entre ma­nos y se abalanzaron a atender al concejal que era bien conocido. No en balde había ejercido de guapo duran­te muchos años en el tenis y con los balandros en las playas.

Luisita le calzó el zapato derecho en el pie iz­quierdo a una señora gorda que tenía delante. Ague­da intentaba convencer a otra señora de que la caja le quedaba muy bien al niño. «Total, señora, estas san­dalias son para todo trote». Chelo dejó caer una fila de cajas llenas de zapatos que había estado probán­dose Cornelia, la hija de Sofía, sin decidirse por nin­guno de los veintisiete pares. Pero, con tal mala fortu­na, que cogieron a una monja de las Trinitarias que era muy pequeña, muy baja y que tenía muy mal ca­rácter. La monja venía a cobrar el recibo de cinco pe­setas con que don Obdulio contribuía trimestralmen­te a la obra del Movimiento de Jóvenes Descarriadas. Bueno, era de reeducación y Salvación, pero él no se sabe por qué se había quedado con la idea fija del Mo­vimiento.

La monja que grita «¡Los rojos!» e intenta salir de aquel mar de cajas y de velos. La niña descarriada que la acompañaba, con mandilón a tablas de color pizarra, que dice «¡Joder!» y se sube al mostrador, por si acaso. La señora gorda intentando sacarse el zapato izquier­do del pie derecho que, para colmo, era siete números más pequeño. La madre del niño dándole una bofeta­da porque a este no le gustaban las sandalias y el pobre intentaba andar por entre aquella barahúnda arrastran­do la caja de zapatos metida a la fuerza en un pie.

«Mira bien cómo pisas. A ver cómo andas. Vete derecho. Pisa bien. ¿Te aprieta?» «Pero, mamá». «Cá­llate de una vez. Tú di si te aprieta, ¿te aprieta? Pues eso. Es que me crispas».

Don Obdulio que se desploma encima de la caja registradora. Esta se volvió loca y se puso a marcar con una furia increíble al compás de la Marsellesa. La mu­jer de la limpieza se llamaba Crisanta que, por las tar­des, vendía periódicos y tenía tres hijos parvos de pa­dre desconocido pero que, según ella, eran de «hom­bres que bien la querían». Sin ir más lejos, el último lo había tenido de una forma bastante curiosa. «Había ido a llevar con la niña el periódico a la casa de un se­ñor que me lo compraba siempre. Este me coge por un brazo y me mete dentro. A la niña le da una pastilla de chocolate que tardaría media hora en rillarla. Luego, pasa lo que pasa, y después tuve el niño ciego. Fue la mar de curioso». Y se reía.

Pues bien, aquella tarde, ante el estruendo, Crisan­ta sale con la escoba en una mano y con el cubo en la otra. Llevaba el pañuelo al cuello. Se para. «¿Qué es esto?» Y sin más se pone a arrear escobazos subida a la lámpara.

Sofía, la madre de Cornelia, se echó hacia un lado los zorros plateados y no paraba de decir «Jesús, Jesús, Jesús».

A dos hermanas que les llamaban las Leandras y que eran las hijas gemelas de Jenaro Montealegre, que habían nacido después de que se separara de su mujer. Esta era gordísima y tenía unos pechos que llegaban media hora antes que ella a los sitios, bueno, pues las Leandras, asomaron sus pechos un rato antes de llegar, y sobre ellos se lanzó la arrecogida que se puso a dar saltos sin venir a cuento.

La Crisanta había colgado el cubo de uno de los brazos de la lámpara y con la escoba le pegaba golpes haciendo un ruido infernal. Luego, no se le ocurre más que ponerse a mear en el cubo, agarrada a otro brazo de la lámpara, e intentando, la insensata, acer­tar dentro del cubo. Las Blondas, que temen por sus peinados con la lluvia caliente. La monja gritando «¡Detente! Sagrado Corazón. ¡Detente!» La máquina registradora dando vueltas a la manivela loca y ahora atacando la Internacional. Don Obdulio gritando «¡Me pierde! ¡Esta desgraciada me pierde!» Agueda nota que Clarita Perpetua ha desaparecido y, como lo­ca, se sube a los mostradores y se dedica a tirar al sue­lo todas las cajas de zapatos que caían como obuses. La madre empeñada en que el niño pisara bien. La otra señora gorda seguía intentando quitarse el zapa­to que, para colmo, se lo habían puesto, en el frenesí, con la horma dentro. Cuando la pobre mira hacia la puerta y ve la delantera de las Leandras se vuelve lo­ca, «¡Ballenas, ballenas!» Las Leandras que ya, por fin, entraron, se ofenden, «Llena irá usted. ¿Habrase visto? No hay respeto». Y movían la melena sin per­catarse de lo que estaba sucediendo. La niña de las monjas que era modosita en apariencia, levanta las fal­das y se pone a dar vueltas sobre el pecho de las pobres Leandras que comenzaban a sentirse algo molestas. Agueda seguía tirando cajas de zapatos al suelo, bus­cando a Clarita Perpetua y al acaudalado hombre de buena familia.

En esto, que entra Saturnino el barquillero. Este era un hombre bajo y moreno con dientes de oro, y siempre riendo. Algunos pensaban que sería espía de algún bando pero no se atrevían a ir más allá, por si acaso. Tenía una especie de barril de lata pintado de ro­jo y coronado por una rueda de la fortuna que daba vueltas con una hoja de palma o de marfil, no recuer­do, y que, llegaba adonde fuese, sobre todo si veía mul­titud que, para él, siempre era fiesta. Plantaba el barril en el medio. Daba vueltas a la rueda. «¡Barrrrrrrrrquiii llos, vendo!» Y volvía de nuevo, «¡Baaaaaaaarquillos, vendo!» Y se quedaba en silencio. A mí nunca me gustó, no sé por qué, me caía mal el barquillero.

En fin, para hacer la historia breve, que Clarita Perpetua y don Luis Ignacio Javier, una vez que hubie­ron intercambiado las consignas y las señas, salieron de dentro de la papelera. Agueda estaba furiosa y eso que era de natural tranquilo.

(Continuará…)

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