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Novela por entregasLa Privada Moderna

La Privada Moderna

Este texto pertenece a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 10. Águeda

Vivía con su familia en la Privada moderna, enci­ma de la casa de Marcos el Guardia Civil que, cuando se marchó, ocupó otro número de la Benemérita con doce hijas y un hijo. Las chicas cosían para afuera. Una era dentona y se llamaba Balta, de Baltasara. Otra era algo barbuda. La pequeña era Paquita que tenía una trenza larguísima que le llegaba muy abajo, dispensan­do. El chico era rubio, alto, fuerte y muy discreto. No participaba y luego se había de casar con la hija mayor de Recaredo y de Serapia.

Pues bien, la madre de Águeda era la señora Be­nigna. Mujer muy buena, de ojos claros, pendientes de oro colgando, siempre vestida de negro y con una pier­na hinchada y siempre vendada. Ella era muy gruesa y siempre llevaba mandil negro. Había debido ser rubia, tenía la piel muy blanca y peinaba una trenza recogida en un moño bajo que sujetaba con horquillas que man­daba a comprar a la Morocha. Esta era una especie de salchicha morena que habían recogido, al parecer, y que unos decían que patatín y otros decían que patatán. El padre se llamaba Onogre y era pastelero. Casi nunca se le veía, porque se marchaba de madrugada o de noche y el resto del día lo pasaba durmiendo. No obstante, tenían muchos hijos.

Otra de las hijas se llamaba Ambrosia, que habría de casar con un sastre medio extranjero y algo raro. Es­ta tenía pelo en pecho, dicen, porque yo nunca se lo vi, que ella era muy suya y tenía muy mal carácter. Otro hijo se llamaba Zacarías que había estado en la Legión y tenía tatuajes en los brazos y en el pecho. Tenía fama de golfo, pero Narciso el Capullo decía que «Sólo boquilla, que nada de nada. Que si lo sabría él. Que mu­cho músculo y tal, pero que nada de nada. Que la Ca­silda se equivocaba como Rebeca la Rusa obsesionada por los bíceps y los tríceps, que nada de nada…» Bue­no, él sabría por qué lo decía.

El Capullo era muy servicial y por dinero hacía cualquier favor. Y era muy puñetero, porque cuando se cabreaba tenía muy mal aquél. Que, un día, hundió la carrera de un temible boxeador que prometía, diciendo delante de los diecisiete hijos del Talabartero, todos de la misma edad, «A ése,ya sólo le queda subir en globo».

Bueno, pues Zacarías se dedicaba a pasear con su uniforme, su pecho descubierto y lleno de pelo, sus ta­tuados brazos al aire, sus correajes y su bigotillo bien recortado. No parece que trabajara en nada más. Tam­poco sabemos por qué estaba tanto tiempo de permiso. «Habrá venido a alumbrar», decía el Capullo con muy mala idea. Y nadie sabía si lo decía por la procesión del Santo Cristo de la Victoria o era con otra intención.

Luego estaba Leoncio, que era rubio y trabajaba en algún sitio. Pero a mí me parece que también dor­mía de día. Y finalmente, Sebastiana y Dulcenombre. Sebas le echaba un pulso a cualquiera. Y ganaba. Pero la madre no la dejaba salir mucho y, para vengarse, co­mo estaba harta de coser lencería de señoras para afue­ra, fue un día y se casó con un obrero que ponía travie­sas en el tranvía de la ciudad de Vigo a Bayona. Le dió por ahí.

Parece ser que iba de paseo y lo vio cargado como un burro con veintitrés traviesas de hierro y empezó a reírse. Era así de simple. «A que te meto una». «A que no». «A que sí». Pues tuvieron que casarla y yo me quedé sin enterarme de lo que habían tenido.

Dulcenombre era rubia, melancólica y muy bella. Con ojos azules, mirada lánguida, manos largas. Cosía como una Virgen de Boticelli, en el caso de que aque­llas vírgenes cosiesen. Y cosía, claro, para afuera. A ella le dejaban las hermanas coser todo el equipo de la no­che de bodas. Hacía camisones primorosos y de com­plicado dibujo. Alguien me dijo que bordaba conjuros de la kábala y encantamientos. La gente es mala. Y to­do porque un día la encontraron colgada de la cadena de la cisterna del cuarto de baño. Ella se había subido al water, se ató la cadena al cuello y se lanzó al vacío. Al ruido acudieron todas las hermanas y hasta Zaca­rías, el legionario, que estaba sacando hilvanes. «En la Legión hay que hacer de todo». «No cambiarás». «Bue­no, mamá, déjelo. Tú, cuenta, Zacarías; tú, cuenta».

A mí me impresionó mucho cuando, a los pocos días, vi a la pobre Dulcenombre con una cicatriz en el cuello. Como se había cerrado por dentro tardaron en acudir en su ayuda. No querían romper la puerta. Y Zacarías ven­ga a decir. «Salto de una ventana a otra». «Estás loco. Te vas a matar». «En el Aiun…» «Deja el Aiun y abre esa puerta que Dulcenombre se ha debido marear». La encontraron a la pobre ahorcada y casi muerta. No. Nunca se supo por qué. Ahora dicen que si depresio­nes. Ellos decían que estaba débil, que bebía vinagre, que no tomaba caldo. Y el caso es que tenía una niña muy mona y su marido era viajante.

En fin, de la pobre Águeda qué os voy a decir. Ella trabajaba hasta hace poco en la zapatería del nieto de don Obdulio Lunas, aunque estuvo a punto de casarse seis veces. Pero eran marinos, o extranjeros, o viajan­tes. ¿Qué sé yo? A veces, le regalaban medias de seda y, más tarde, de cristal. También le traían botes de café, de leche condensada y otras cosas que, en aquellos tiempos, bien se agradecían pero que a la señora Be­nigna no le gustaban ni un pelo.

Hablando de pelo, la que por poco lo pierde fue Clarita Perpetua, la circense. Resulta que, después de aquel estrepitoso encuentro con don Luis Ignacio Ja­vier, ella comenzó a lucir de diferente manera. Ya no iba con los extranjeros, al menos no por el medio y me­dio de la calle, y le dio por pintarse un poco menos. No obstante, seguía siendo un cromo.

Pero, un día, se armó. Resulta que don Luis Igna­cio Javier tenía la costumbre de ir a tomar café al Casi­no o al Tenis. Según. Pero la verdad es que tenía un pisito en pleno centro de la ciudad, «Hay que huir de los sitios discretos», en donde dormía la siesta. Pero, an­tes, gustaba retozar con la moza de turno. Cuando con­cluía, tenía la costumbre de quedarse dormido y Clarita Perpetua ya estaba preparada y se ponía de lado, et­cétera. Pero, una tarde, porque se encontraban de dos a cuatro, que era cuando Clarita Perpetua volvía a la za­patería, no lograba quitarse a don Luis Ignacio Javier de encima. «Ay, por Dios, que se me va a hacer tarde». » … «. «Mire que también, cómo es usted». » … «. «Ya están las niñas algo escamadas». (Llamaba las niñas a las Blondas y aún se lo siguen llamando entre ellas, cuando la que menos tiene sobrepasa, bien a gusto, el centenar de kilómetros.) Y así estuvo forcejeando un buen rato, hasta que se cayó, todo tieso, al suelo. Es­taba muerto. Había cascado mientras se esforzaba. Po­bre Clarita Perpetua, con lo que a ella le gustaba viajar y conocer gente, «Mujer… ya sabes».

Pues, lo que son las cosas, don Luis Ignacio Javier murió como un san­to, y no se habló de otra cosa. Después, su mujer estuvo a punto de casarse otra vez, pero ya no la dejaron los bisnietos.

(Continuará…)

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