Ghost Footsteps from Pablo Mediavilla Costa on Vimeo.
Wendy Aibel-Weiss llegó con su marido a la casa de Peter, un buen amigo empeñado en salvar con un brunch a aquel domingo gris y helado de febrero de la sucesión anodina de días grises y helados que es cualquier invierno en Nueva York. Wendy subió al segundo piso donde yo echaba un vistazo a la imponente librería junto al piano y al arco que dan paso al comedor. Mirar libros ajenos es, además de un placer, una dimisión del tedioso protocolo social. Nadie interrumpe a un mirón de libros. Solo en las películas, la chica llega con un cocktail en la mano y una excusa cualquiera y ahí, en ese instante, es cuando el ovillo de la historia empieza a enredarse.
Wendy es la mujer pequeña, delgada, de pelo rizado oscuro de sesenta años, que me interrumpió. Mi lugar de nacimiento despertó en ella ese entusiasmo indisimulado y un tanto pueril que los neoyorquinos sienten hacia la tierra del Hemingway guerrero, el Picasso salvaje y demás leyendas de un exotismo nacido en la brecha oceánica. Pensé que me aguardaba otra de esas conversaciones en las que, cumplidos los cumplidos, mi deber cívico me empuja a derrumbar, ante la expresión horrorizada del interlocutor, el supuesto cosmopolitismo de Barcelona, el encanto inocente del Sur y otras apreciaciones de saldo. No fue necesario porque Wendy empezó a contarme la historia de su tío Bernard Aibel y el primo de éste, Harold Malofsky. Y mientras deshacía su ovillo y enredaba el mío, sentí a todas mis reservas rendirse y, sin ningún esfuerzo, supe que la historia que me estaba siendo confiada me iba a acompañar durante muchas noches.
1937, Nueva York. Harold Malofsky y Bernard Aibel, dos hijos de la emigración judía, andan por los teatros de Union Square, montando obras o intentándolo, manifestaciones, reuniones de sindicatos, organizaciones estudiantiles y demás ocupaciones de dos chavales en una ciudad joven y fascinante y terrible a su manera y un mundo ingenuo que no conocía todavía las cámaras de gas. Al parecer, Harold era el intelectual brillante, el músico y el activista, y Bernie, como suele suceder en estos casos, el escudero que sigue la estela y se agencia muchos problemas y algunas chicas guapas.
Un buen día Harold decidió irse a luchar a la Guerra Civil Española con la Brigada Lincoln. Esa clase de gesto que ya no existe porque ahora sabemos que ninguna lucha es lo suficientemente limpia o carente de arrugas y traidores. Bernard y otro primo llamado Ernie decidieron acompañarle. Sé que cruzaron el Atlántico en la nave Ille de France y que, antes de pasar a España por los Pirineos, se lo pasaron en grande en París y Marsella, desde donde enviaron una postal coloreada el 1 de marzo de 1937. Los tres murieron en la guerra. Harold y Ernie en combate y Bernie, el gamberro, ajusticiado por un superior republicano tras varios intentos de deserción. Tres críos muertos.
Wendy dirigió mi curiosidad hacia la colección Tamiment de la New York University, una biblioteca consagrada a la Brigada Lincoln, al Partido Comunista Americano y a demás proyectos que acabaron mal. Un archivo de derrotas y alguna victoria que ya nadie recuerda. La Tamiment guarda las cartas que Harold y Bernie enviaron desde el frente a distintos amigos, familiares y amantes –una de ellas, Miriam Sigel, daría para muchas conversaciones en vela–. Es un tesoro poco frecuentado por los estudiantes de la biblioteca de NYU que se pasan noches enteras, con el estúpido termo de café, memorizando cosas mucho más prescindibles que les darán, eso sí, un sueldo de primera.
No quiero desviarme de lo esencial. La historia. La muerte de Malofsky en Belchite, la tinta china de la censura de guerra sobre el papel de los párrafos que comprometían la seguridad de las tropas, la partitura del himno que Malofsky escribió para las Brigadas Internacionales y sus descripciones de los aviones fascistas sobrevolando un cielo azul, perdido y terrible. Abrir la puerta del pasado no es un ejercicio impune, en ese gesto fascinante se establecen vínculos a veces muy fuertes; en el abrir las cajas y tocar las cartas, una energía indemostrable parece llevarte hacia personas que ya no están y cuya existencia en este mundo es, a este lado de la línea, tan frágil como un sello de 1937.
Sigo investigando los pasos de estos tres jóvenes neoyorquinos con la intención de publicar un sitio multimedia con entrevistas, cartas, canciones, fotografías y demás. No tengo ni un duro, pero sí un verano en Nueva York que asoma asfixiante y tres fantasmas que duermen al otro lado del Atlántico.
* Pablo Mediavilla es periodista. Además de cultivar el blog El cuaderno automático, en FronteraD ha publicado, entre otros, los artículos Una historia de Sundance y El genocidio como superlativo
En Twitter: @pablomediavilla