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Mientras tantoLa puta de los soldados

La puta de los soldados


 

A Bernd Alois Zimmermann lo enrolaron en las filas de los nazis y lo coloraron en el frente. Llevaba a gala no haber disparado contra nadie, pero ni así se sale indemne de la guerra. Las secuelas acompañaron a Zimmermann toda su vida: la metralla que se le quedó en el pecho, el suicidio; y de todas ellas es hija Die Soldaten, su única ópera.

 

El libreto utiliza la historia de una joven que quiere labrarse un porvenir aristocrático empleando sus encantos femeninos. Acabará siendo la puta de los soldados, violada, desfigurada al punto que ni su padre, cuando ella se le acerca y le pide limosna, la reconocerá. Su novio de juventud, vejado por las tropas, se enrola para poder envenenar al oficial que abusa de ella. Él también se suicidará. Los soldados se maltratan entre ellos con la misma brutalidad con la que maltratan a las mujeres. «Los oprimidos deberán temer, solo los opresores serán felices». Todas estas excusas argumentales no son más que instrumentos para manifestar el verdadero tema de esta obra: la violencia. Una violencia que tritura todo aquello que se encuentra a su paso, destruyendo la estructura misma de la ópera, plegando el pasado y el presente de los personajes, confundiendo lugares, tiempos y acciones y digiriendo todo en un espectáculo confuso, disonante, arrollador e imparable que golpea, a mazazos, al teatro mismo y a todos los que están dentro de él; obligándolos a mirar las vejaciones más repugnantes, las degradaciones más atroces.

 

Die Soldaten no va solo de unos soldados que violan a una jovencita. Narra un espectáculo colectivo de envilecimiento, en el que todos son víctimas de una maquinaria –la guerra– de animalización y de corrupción. Calixto Bieito ha dispuesto, sobre el escenario del Teatro Real, una poderosa máquina bélica integrada por músicos. Vestidos de soldados, en un número mayor que el aforo del foso, están repartidos en una estructura de andamios amarillos, bajo la que se desplazan los personajes. A medida que avanza la ópera, carros de instrumentistas salen hacia el borde del escenario, empujando a los cantantes hacia el patio de butacas, como un ejército que hostiga al enemigo hacia el precipicio. Es una puesta en escena impetuosa, llena de momentos violentísimos que deja al espectador chocado, sobrepasado por la situación. La música, de una complejidad asombrosa, de una vanguardia auténtica, adquiere una dimensión dramática extraña por la disposición sobre la escena de los músicos, comandados por Pablo Heras-Casado, que hace un esfuerzo colosal de dirección. La particular disposición de la orquesta complica labores tan habituales como la de dar la entrada a los cantantes, y se requiere un desdoblamiento del director en un asistente que repite sus gestos. La propuesta también incluye una serie de vídeos de Sarah Derendinger. Al comienzo de la ópera vemos a una niña rubia, la protagonista, que nos mira. Esta imagen establece un juego entre lo que está siendo en la escena –la degradación– y lo que era, sirviendo como testigo, recordándonos qué trecho hemos avanzado. Un grupo de plataformas móviles esparcen a los personajes por un lado y por otro. Un sistema de pantallas que suben y bajan enseñan primeros planos de lo que ocurre en escena: imágenes tomadas desde muy cerca, que deforman las expresiones y que exhiben esa cercanía en que los personajes viven para que nosotros, como mirones, la contemplemos.

 

Se corre el riesgo, ante una obra como esta, de interpretarla miopemente a la luz del último hecho escandaloso que haya salido en los periódicos. Esto es un error. Hay ciertos horrores tan amplios, tan desbordantes, que no pueden encerrarse en las estrecheces de ninguna actualidad.

 

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