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Acordeón¿Qué hacer?La quiebra del sistema sanitario y el doctor Chéjov

La quiebra del sistema sanitario y el doctor Chéjov

En la primera línea de resistencia de esta catástrofe mundial del COVID19, como si fuese la defensa de la mejor legión romana, ha emergido el protagonismo histórico de todo el personal sanitario, desde auxiliares hasta especialistas médicos. Los aplausos y agradecimientos diarios que durante el confinamiento han recibido en balcones, calles y puertas de hospitales ha revelado cómo todos los seres humanos dependíamos frágilmente de ellos. En medio de un escenario apocalíptico, médicos, enfermeros y voluntarios han luchado como príncipes de esa legión romana con recursos clínicos trágicamente escasos. Ante unos servicios sanitarios deficitarios o mercantilizados, muchos de estos profesionales han alcanzado el límite de su resistencia y la extenuación sin abandonar el compromiso y la entrega personal.

Ahora, muchos especialistas médicos confían en que esta pandemia sea el detonante definitivo de la crisis de la salud publica en todo el mundo y de una refundación de nuestros sistemas sanitarios. En esta crisis, los sistemas nacionales de salud han entrado en quiebra revelando las deficitarias políticas públicas de todos los países, ricos o pobres, que desde la crisis del 2008 no han dejado de perder recursos y fondos para la investigación médica. En sus reflexiones confían en que esta tragedia mundial devuelva la conciencia de priorizar este servicio público esencial.

La letalidad y transmisibilidad del coronavirus SARS-Cov-2 ha impactado de tal modo en países desarrollados que muchos servicios sanitarios no han podido atender a todos los que lo necesitaban, y han retrocedido a una situación de tercermundialización de los sistemas de sanidad pública que debían plantearse dilemas éticos sobre cómo y con quién actuar, quién podía vivir o morir. La epidemia ha encontrado en este déficit sanitario la brecha global a través de la cual acosar de muerte a una frágil humanidad que coqueteaba ufanamente con la inteligencia artificial, el genoma humano y la clonación, pero que se mostraba impotente ante una infección mortal que se propaga con excesiva rapidez.

Guerras o epidemias

La humanidad aun no acaba de asumir la lección del filósofo Marco Aurelio que, de emperador, se vio obligado a crear dos legiones para defender a Roma de la invasión de los bárbaros, pero que murió en combate, confinado en su campamento de Viena, infectado por una epidemia de cólera que anunció la decadencia del imperio romano.

Las epidemias de virus han sido históricamente más mortales que las guerras o hambrunas. La Peste Negra, que asoló Europa en el siglo XIV, es la peor epidemia a la que se ha tenido que enfrentar la humanidad porque se llevó por delante más de la mitad de la población europea. Esa epidemia tuvo diversos brotes entre los siglos XIV y XVII, y a lo largo de dos siglos continuó cobrándose más de 200 millones de víctimas. Después, la conocida como gripe española a partir de 1918 mató a casi 100 millones de personas, un 5% de la población mundial. Y, desde su descubrimiento en 1981, el VIH se ha cobrado cerca de 40 millones de vidas y sigue siendo hoy una de las epidemias más mortíferas del continente africano.

Los cálculos históricos estiman que habrían sido en torno 150 millones las víctimas causadas por las dos guerras mundiales, las guerras napoleónicas, las chinas y las de Grecia y Roma. En la conquista española de América, de los 46 millones de víctimas, 45 fueron de viruela, sarampión o tifus. Sin embargo, antes de conocer esta pandemia, el mundo seguía rearmándose. Sin ir más lejos, el gasto militar global registró el pasado año el mayor crecimiento en una década. Estados Unidos había destinado a armamento 684 millones, el 36 % del gasto mundial, manteniendo un ejército de un millón cuatrocientos mil efectivos.

Aunque el gasto público mundial en salud también ha crecido, según los datos del pasado año de la Organización Mundial de la Salud, hasta alcanzar un 10% del PIB mundial, también había descendido en muchos países como Reino Unido, China, Bielorrusia o México. La prestigiosa Asociación de Universidades Americanas de Medicina hacía el pasado año la previsión de que para 2020 existiría una escasez de 100.000 facultativos en Estados Unidos. El sistema sanitario de este país es fundamentalmente privado y las compañías de seguros determinan los precios en función de la edad del asegurado. Los gastos médicos son una de las principales causas de pobreza y obligan cada año a millones de ciudadanos a declararse en bancarrota. La gravedad de la situación es tal que el conflicto en torno al sistema sanitario y el Obamacare ha continuado protagonizando el debate político.

El origen histórico de la salud pública

Los antecedentes de la salud pública hay que encontrarlos en los primeros asentamientos estables de poblaciones humanas, hace unos diez mil años, cuando había que abastecerse de agua y eliminar residuos. Aunque ya se contemplaban los factores ambientales en los tratados hipocráticos (escritos médicos que se han atribuido a Hipócrates, el padre de la medicina contemporánea) y la adopción de cuarentenas para hacer frente a las epidemias de peste, la inclusión del saneamiento en un programa sanitario no se produjo hasta la revolución industrial y el nacimiento del movimiento higienista en Inglaterra, que hizo coincidir por primera vez salud pública y atención sanitaria. Es entonces cuando se implantaron las primeras medidas políticas con implicación médica.

A mediados del siglo XIX Edwin Chadwick, reformista inglés y uno de los primeros reguladores de la atención médica, del Sanitary Movement británico, lideró la promulgación de la primera ley de salud pública conocida, que hacía responsables a los gobiernos de proteger la salud de los ciudadanos. Esta iniciativa, que ya generó oposición política inmediata por el alto coste de las infraestructuras que proyectaba, había sido consecuencia de una de las epidemias de colera más conocidas por los epidemiólogos del mundo que, procedente de China, entró a través de los barcos por el Támesis, acabó con la vida de más de 10.000 londinenses, y se extendió a ciudades de Galicia y llegó a Barcelona.

Tras la Segunda Guerra Mundial la salud pública se consideró una respuesta de defensa social cuando la enfermedad podía trasmitirse a otros y causar daños a toda la sociedad. Sus intervenciones se debían aplicar en bienes económicos públicos que asumiría el Estado como parte de su función de gobierno. Hasta llegar a esta concepción han tenido que ser superados muchos prejuicios más propios del oscurantismo medieval que de la ilustración, pues también tuvo sus detractores en quienes sostenían tesis xenófobas o racistas. También hubo autores que se pronunciaron contra la medicina preventiva por antinatural y porque servía para favorecer a los seres “ineptos” a expensas moral, física y económicamente de los “aptos”, lo que acabaría perjudicando a las futuras generaciones al interferir en el proceso darwiniano de la selección natural. Llegaron a considerar la salud pública como algo peligroso porque promovía la propagación de individuos biológica y genéticamente débiles. Cosa que evoca en el presente algunas de las afirmaciones indirectas sobre los enfermos y ancianos como víctimas propiciatorias del coronavirus pronunciadas por algunos mandatarios contemporáneos.

Pero actualmente se asume que una epidemia sin control ataca ciegamente, sembrando el paludismo, la tuberculosis y otras dolencias tanto entre los humanos más vigorosos como entre los más débiles. La enfermedad y la muerte pueden penetrar sin distinción en cualquier barrio o palacio. Mozart y Chopin murieron prematuramente de tuberculosis y Schuman de tifus. Lo extraordinario de la pandemia actual es que ha afectado sin control a países ricos del primer mundo, aunque casi todas las epidemias sigan distinguiendo entre pobres y ricos. Por ejemplo, la OMS tiene en el punto de mira la fiebre amarilla en África donde puede llevar a la muerte hasta 30 millones de víctimas si no se vacunan a tiempo.

La salud pública está vinculada al pensamiento ilustrado, que aprecia por primera vez la dignidad natural del hombre traducida en la educación universal, los derechos de los trabajadores y los servicios públicos. Con el desarrollo del estado del bienestar se extendió la universalización de la asistencia sanitaria, pero el optimismo de los recursos clínicos consiguientes obvió la prevención de enfermedades al generalizarse la posibilidad de asistencia curativa. Pero poco después, las restricciones impuestas por las crisis económicas a partir de los años 70 y la longevidad de los pacientes empezaron a frenar el optimismo y el incremento de los gastos hospitalarios. En 1978, la Organización Mundial de la Salud, organización constituida a finales de los años 40, propuso por primera vez una estrategia sostenible basada en la atención a las necesidades de salud de la población como meta común de todas las actividades sanitarias. Pero el tiempo había pasado y con el giro hacia las políticas liberales de los años 80 y la irrupción de la nueva derecha conservadora, o la caída del “muro de Berlín” en 1989, se produjo un nuevo cambio de paradigma, en el que el individualismo sustituyó al colectivismo y la solidaridad. Margaret Thatcher desmanteló en nombre de la eficacia uno de los sistemas sanitarios de referencia, el británico. Las políticas sociales solidarias y los servicios públicos retrocedieron y la OMS clamó con frecuencia en el desierto.

Menos en el reducto cubano, los sistemas sanitarios comenzaron a gravitar sobre la gestión privada, los pacientes acabaron siendo clientes y la accesibilidad sanitaria a estar dirigida por los copagos. Los nuevos mercados invadieron la sociedad, los estados y también la medicina. Surgió la medicalización del malestar, la rentabilidad de las cirugías, la búsqueda de beneficios, que acabó convirtiendo la asistencia sanitaria en un bien de consumo, que racionalizaba el gasto público en provecho de su gestión privada. Frente a este modelo se ha estrellado como una bomba global el coronavirus.

Después de esta pandemia

Tras el enorme alcance global de esta pandemia, que ha cuestionado la eficacia del sistema y en la que todos nos hemos visto amenazados de muerte, la percepción de la sostenibilidad del planeta y de los efectos climáticos parece que modificará forzosamente los límites de la salud, y una pieza esencial de ese cambio será de nuevo la promoción de la salud y la prevención de la enfermedad como una autentica garantía social para la vida.

La pandemia ha forzado la necesidad de un cambio en las sociedades opulentas y envejecidas como la europea. Será necesario un nuevo contrato social para un nuevo sistema, en el que la medicina vuelva a los orígenes del juramento hipocrático desde el compromiso y dedicación al enfermo y la salud de la población. El nuevo profesional deberá integrar el principio bioético de la justicia social con los poderes públicos para garantizar la sostenibilidad del sistema.

En palabras de Hipócrates, la medicina es “el arte de curar cuando sea posible, aliviar frecuentemente y siempre consolar”. Máximo Gorki dijo que Antón Chéjov, médico y escritor, caminaba por la tierra como un médico por el hospital donde hay muchos pacientes, pero no hay medicinas y además el médico no está seguro de que las medicinas sirvan para nada”. El doctor Chéjov, en la mayoría de los casos, no cobraba a sus pacientes, ejercía como voluntario atendiendo a los más pobres y en las epidemias era el primero en prestar sus servicios. Fue un médico abnegado que, con los pulmones deshechos, la tos, la fiebre y la fatiga siguió tratando a los pacientes que lo necesitaban. En una epidemia de tifus en Moscú no dejó de prodigar cuidados médicos. “Escribo y curo”, dijo el doctor Chéjov. El paciente es un prisionero que a duras penas entrevé la luz de salida a sus temores y que siempre está angustiado para poder evadirse de sus propios sufrimientos.

Desde el ejemplo humanista de Chéjov, que han practicado una legión de profesionales sanitarios en el mundo, la medicina ha recobrado hoy la función social que estaba perdiendo. La misión del médico ya no podrá ser el ejercicio técnico y frío de la objetividad científica o de las presiones económicas. Los hombres y los hijos que sobrevivan al coronavirus habrán sufrido tiempos de una vulnerabilidad extrema desconocida que no van a poder pasar en balde y el sistema sanitario es su primer frente de defensa.

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