Escucho más la radio que veo la televisión durante la presente crisis del coronavirus. Soy consciente de que trata de manipularme igual pero de un modo menos grosero. Antes de la pandemia acompañaba mi soledad con un transistor y apuesto que después continuaré haciéndolo. No vivía en España en el 23-F, pero de algún modo participé también desde fuera durante la llamada noche de los transistores. Ahora, más de cuarenta años después y en medio de una catástrofe que sin duda dejará una enorme huella, la enciendo cada vez que entro en la cocina para picar algo de la nevera o tomarme un té. Me inunda de noticias, a veces demasiadas y repetitivas, lo cual me obliga a establecer un filtro selectivo, a separar lo que es doctrina de lo puramente factual. No siempre es fácil ni lo logro.
Por rutina o pereza tengo siempre puesto el dial en la cadena más poderosa del país, lo que necesariamente no significa que deba ser la que ofrece los programas de mejor calidad. No le resto mérito tener que llenar las veinticuatro horas informando y entreteniendo a una población confinada desde hace más de un mes. Me maravilla que con el fútbol suspendido siga emitiendo los fines de semana un largo programa de varias horas dedicado al deporte. Obviamente puede resultarme pesado y más de una vez lo apago al poco, pero reconozco que quienes lo elaboran son bastante ingeniosos.
Sin embargo, confieso que me disturba y me molesta cuando escuchando los informativos apenas aprecio crítica a la línea oficial y que los tertulianos que participan no discrepan mucho entre sí. La gestión del primer ministro no suele ser cuestionada. No es el momento, me dicen. Ahora hay que apagar el fuego y luego ya habrá tiempo para la crítica, argumentan. Hay bastante seguidismo y, en cambio, unanimidad a la hora de censurar a la oposición a la que tildan de impresentable y la comparan con la de otros países de nuestro entorno.
Es verdad que me resulta en no pocas ocasiones muy difícil estar de acuerdo con posicionamientos o declaraciones de quienes están en la oposición. Muchas chirrían y hasta sonrojan a cualquier ciudadano bienpensante. El líder de la tercera fuerza política, por ejemplo, rechazó la invitación de reunirse con el jefe del Gobierno hasta que no destituyera al vicepresidente segundo. Tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, pero no deja de ser una irresponsabilidad a mi juicio en momentos tan duros como los actuales.
Cuando en esa emisora pasan a la publicidad me tenso. En ese espacio la unanimidad es total, incontestable con la estrategia del Gobierno de cerrar filas, de no cuestionar el confinamiento. Hay palabras de agradecimiento a la ciudadanía por cumplir con las instrucciones del decreto de estado de alarma y entusiastas y constantes llamamientos a la unidad. Ahora más que nunca, porque de ésta saldremos todos juntos, subrayan. Ya digo, el mensaje es único venga de un ayuntamiento, de un fabricante de muebles, de una zapatería, de un restaurante, de un bar, de un concesionario de coches o de la organización nacional de ciegos. Sólo falta la Iglesia católica, aunque me parece haber escuchado alguna cuña publicitaria de una parroquia anunciando que pronto volverán las misas presenciales y no on line. Durante la pasada Semana Santa hubo programas en Málaga, la ciudad donde vivo, dedicados a las procesiones y otros que invitaban a tertulias religiosas supongo que por teleconferencia para no violar el decreto.
En la tele la propaganda es más burda. Cuando puedo veo un programa al mediodía que conduce un presentador vestido siempre de igual color y que lo dirige como si se tratara del carrusel deportivo. Habla con tanta pasión, con tanta vehemencia, que no puedo evitar recordar a un famoso periodista que impregnó la radio de un estilo muy suyo, muy inflamable y un tanto intolerante. Todo discurría bien hasta que el reportero o el invitado de turno discrepaba. Solía entonces el conductor interrumpir las palabras del otro manifestando con tono autoritario que quien dirigía la transmisión era él. Y así se terminaba el debate. El de esta televisión en cuestión me transmite, desconozco si voluntariamente, agresividad. Tiene claro dónde está el bien y dónde el mal. Qué suerte, pienso.
En España no hemos todavía aprendido completamente escuchar al otro. Interrumpimos con la palabra o con el gesto, muchas veces sin atender lo que nos explican. Eso es patente en ámbitos como la política o los medios de comunicación. Unos hablan desde su púlpito con una superioridad moral que se arrogan mientras que los otros anuncian las mayores calamidades y la falta de libertades si se impone la doctrina de aquéllos.
Seguramente mi discurso no es políticamente muy correcto en las presentes circunstancias, pero nadie me impide afirmar que hay una especie de pensamiento único en no pocos programas que escucho o que veo. Claro está que si me paso al otro bando, es decir si leo, veo u oigo a los de la otra trinchera las cosas no cambian mucho y a lo mejor son peores.
De un tiempo a esta parte la sociedad de este país está muy polarizada. No sé cuándo comenzó todo, pero sí sé que hay que elegir, aquí no vale la duda, estar con unos o con otros, porque de lo contrario eres un cobarde, un alienado, un sinsorga, un tarado y últimamente un facha o un podemita. Y eso es peor que estar infectado del Covid-19, porque no es curable. Por eso a veces pienso que lo mejor es seguir en la cueva aunque mi compañero de piso en sueños me tilde de rata de alcantarilla.
Anoche tuve un poco de nostalgia del pasado político español cuando esa emisora con la que empecé este artículo puso íntegro -16 minutos- el discurso que dirigió al país por televisión el promotor y cerebro de los Pactos de la Moncloa, el catedrático Enrique Fuentes Quintana, días después de ser nombrado por Adolfo Suárez vicepresidente de su gobierno en julio de 1977. El tono sonaba antiguo, pero muchos de sus juicios me resultaron adecuados para el momento presente. No cansó a la ciudadanía con cifras, con datos o retórica preparada por asesores de imagen para comunicar la gravedad de la situación, probablemente incluso más complicada que la actual. Me llamó la atención una frase: «El Gobierno tendrá que ganarse la credibilidad de ustedes con los hechos y no con las palabras».