Resulta que yo tengo un buen amigo que es pastor protestante. Nos une, sobre todo, nuestro común amor a las grandes lecturas literarias y el gusto por la conversación en torno a los fenómenos de la cultura. Ambos somos escritores, los dos bastante activos, aunque las facetas temáticas en nuestras respectivas escrituras literarias difieren. Una prima hermana mía y su marido son los dos también pastores evangélicos, pastoreando una iglesia, una membresía, como llaman ellos en lugar de feligresía, en un madrileño pueblo grande, muy próximo a la urbe capitalina. Mi prima emite diariamente, en una emisora evangélica de Madrid, una reflexión matinal muy bien escrita. Ella tiene muy buena voz y sus comentarios son, en muchas ocasiones, gratamente desenfadados, con rasgos de humorística oportunidad. En una vida anterior, un cuñado mío era, es, párroco católico. O sea, que si no quieres caldo, ¡cuatro tazas!
De mi excuñado ya no hablo. Pero mi buen amigo y mi prima hermana al parecer les gustaría que yo me convirtiera a su fe, comprobando ambos que, por el momento, yo soy un escéptico, si bien muy adentrado en el conocimiento de las creencias religiosas, de sus procesos y de la historia de las religiones. Ni se sabe las biografías de Jesucristo que he leído, las admitidas y las que están en el Índice. Yo a veces les digo en broma: A lo mejor me convertís. A lo que ellos contestan que quien realmente me convertiría sería el Espíritu Santo. Es curioso, esta persona de la Trinidad (Trinidad que no se menciona ni en el Antiguo ni el Nuevo Testamento y que es posible que provenga de una paganía hindú); esa persona, digo, representada por una fea paloma, una rata del aire, quizá sea la entidad más importante de esos tres dioses. El espíritu se constituye dentro de lo más sublime de una vivencia en la creencia.

Mi amigo el pastor ya me ha prestado dos libros cuyo autor es un protestante de pro, Timothy Keller, pastor, teólogo y escritor estadounidense (Allentown, Pensilvania, 1950-Nueva York, 2023), presbiteriano y calvinista. El primero que me dejó lleva por título Un Dios pródigo (ese dios, en mayúscula, gramaticalmente poco correcto al ser precedido por un artículo indeterminado), y el último se llama La razón de Dios. Los dos están publicados por la profusa editorial barcelonesa, evangélica, Andamio. La introducción del segundo me la devoré enseguida, y me gustó. Con lúcidas y acertadas expresiones, Timothy Keller reconoce (el libro es reciente, de 2014) que las creencias religiosas y el escepticismo religioso están en auge, asegurando que la duda «supone en realidad una creencia alternativa.»
El escritor se introduce asimismo en terrenos sociológicos, analizando, de una manera progresista, la sociedad en torno suyo, la norteamericana. Recogiendo la idea que enarbola el aspirante a dictador Donald Trump, por la cual quien es pobre es porque se lo merece. Así, Keller confirma que «el individualismo de los conservadores se manifiesta en una arraigada desconfianza respecto al área de lo público, enjuiciando la pobreza como fracaso en la responsabilidad personal.» Así, el autor, dotado de una completa fe cristiana, parece hablar a veces como un escéptico. Este término, escéptico, es el que prefiero para definirme en materia religiosa. El vocablo ‘ateo’ lo rechazo, porque yo creo que ateo no soy. ‘Agnóstico’ tampoco me cuadra, por esa vacilante asunción, por mi parte, del significado filosófico del término extranjero. ‘Escéptico’ es lo que me va.
Pero al dejar la Introducción, sanamente ecléctica, y adentrarse en el libro en sí, el brillante escritor ya me empezó a fallar, mostrándose acaparador y arrimando, sin trabas, el ascua a su sardina. Timothy Keller llega a declarar, cuando momentos antes se suponía que abogaba por una comprensible secularización, que el pronóstico de dicha «secularización», entrecomillando la palabra, «está ampliamente desacreditado». A continuación despliega una propaganda, en mi opinión gratuita, de la difusión del cristianismo en el mundo, del cristianismo protestante, sin mencionar, interesadamente, el posible avance católico. Y diciendo que el auge cristiano está imbuido de una «fe robusta de índole sobrenatural, que cree en los milagros, en la autoridad de las Escrituras, y en una conversión personal.»
Y, claro, contra los que no piensan como él, lanza esta pulla convertida en perversa retórica tópica: «Lo irónico del caso es que la insistencia en que las doctrinas para nada cuentan no deja de ser otra forma de doctrina.» Dardo en el fondo inútil y que no hiere a los que pensamos libremente negándonos a atarnos a un exclusivismo doctrinal. Los prebostes de la Iglesia Católica, desde mundano párroco a aristocrático cardenal, pasando por obispo burguesote, tienen, en general, un discurso impostado, hipócrita, y además tontorrón. Los protestantes cuentan con la ventaja de mostrarse como civiles, se casan, tienen hijos, los pastores no aparentan, a bote pronto, ser clérigos. Su inconveniente es que, a mi juicio, son harto rígidos en la doctrina. El protestantismo, iconoclasta (¿por qué esta cortapisa fanática?), desarrolla un alegato que a mí me suena un tanto técnico, yo diría que tecnocrático, como si defendiesen a Dios, educadamente, sin torcidas diatribas, tal un valor bursátil. Claro, es el estilo de la Reforma, que no fue sólo religiosa, sino también económica.
En el conjunto de reflexiones Conjeturas de un espectador culpable, el que fue monje trapense Thomas Merton (excelente escritor, estadounidense, y siempre un intelectual controvertido), que creció, antes de convertirse al catolicismo, en una órbita anglicana, escribe: «Una de las cosas que encontré más molestas del anglicanismo fue la facilidad con que los predicadores se entusiasmaban por los aviones, la radio y otras maravillas de aquella época. Esa fatua visión de ‘alegría de vivir’ de la religión anglicana fue la que me hizo desear llegar a ser católico.» Aldous Huxley afirma, con lo que estoy del todo de acuerdo, que los cultos protestantes son “noventa minutos de aburrimiento”, explicando la Biblia, repetitivamente, más de una hora; lo que a la membresía, aunque no diga nada, seguro que le abruma. Huxley añade, muy a propósito, que el protestantismo desaprobaba la experiencia visionaria (que el catolicismo acoge), atribuyendo «una virtud mágica a la palabra impresa.» En el fundamento protestante, la salvación sólo se logra por la fe en Cristo, mutado en paladín, más del reglamento que de la bondad. Las buenas obras, de una manera secundaria, cuentan, pero no son la base de la salvación, tomándose únicamente como obviedades dentro del plan salvífico.
Abandoné la lectura del libro. No puede ser. Una facción cree lo que cree; lo que yo no creo. ¡Qué le vamos a hacer! No creo que la Biblia sea una colección de textos inspirados por Dios. Pienso que es una biblioteca literaria, amoldada en función de un rentable aprovechamiento. Algunos libros se han dejado influir por relatos anteriores, fuera del ámbito bíblico. Por ejemplo, el diluvio que sostuvo al Arca de Noé se retrotrae al tremendo aguacero babilónico de Gilgamesh, recogido en el Poema del mismo nombre. Yo comprendo que quieran decir que el nacimiento de Cristo fue milagroso, necesitado de semen divino (por medio el prejuicio del pecado sexual), ya que de Cristo, mencionado históricamente, sólo mencionado, por algunos autores: Flavio Josefo, Tácito, Plinio…, hablan en sus ficciones, enalteciéndolo, únicamente sus seguidores, anhelando afianzar el Mito y subestimando la Historia. Pero quizá ese ser humano que tardó cuatro siglos en convertirse, en el transcurso de un Concilio, él mismo en Dios, gracias a un caprichoso y poderoso axioma, pudo nacer del útero de su madre y no atravesando limpia, «inmaculadamente» la piel materna. Y tal cuestión no sería ofensiva. Cristo fue un hombre y así pudo nacer, como todos los hombres.
Yo puedo creer en Dios o en algún espíritu divino que se le parezca. Más exactamente, puedo aceptar que Dios exista. Pero abomino de los dogmas y de las religiones, aunque a estas últimas, no a los primeros (fruto de conductas tajantes e injustas), las entiendo por la vehemencia humana y el comprensible anhelo de trascendencia. Sostengo que la unión de un dios o, como digo, un espíritu divino, al modo de las creencias orientales, esa unión con el hombre constituye una comunicación perfecta. Una comunicación, a ser posible, sin palabras, sólo con sensaciones, pretendiendo la paz y el sosiego del mundo. Un espíritu que puede ser femenino, diosa, alejándonos de ese dios convencional, siempre masculino; alejándonos, incluso, del personaje de Cristo y ateniéndonos, esencialmente, a su mensaje modélico, pacífico, solidario.
Por eso me gusta la vida de los monasterios, de los conventos, de las abadías. Aunque la Biblia que leo es la Reina-Valera, cabalmente traducida por Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, dos monjes jerónimos que se pasaron al bando luterano. Acudo con frecuencia a las hospederías monásticas. Esas serenas instituciones que, aunque desarrollen escrupulosamente un ortodoxo método cristiano, coinciden con mi modo de sentir. A los monjes o frailes les digo que no soy muy creyente que digamos, pero a ellos no les importa en absoluto. Gracias a su liberalidad me encuentro amablemente acogido en la comunidad monacal. Porque ellos practican una religiosidad ideal, sencilla. Cumplen perfectamente con su vocación, con su voto de pobreza, con su ora et labora, sin empeñarse en convencer de nada a nadie. Solamente mostrando su reposado ejemplo.