“Cada centro industrial y comercial en Inglaterra posee ahora una clase trabajadora dividida en dos campos hostiles, los proletarios ingleses y los proletarios irlandeses. El trabajador inglés medio odia al trabajador irlandés como un competidor que disminuye su nivel de vida (…). Acumula prejuicios religiosos, sociales y nacionales contra el trabajador irlandés. Se comporta con él como el blanco pobre con los negros de las antiguas haciendas de esclavos de la Unión Americana. El irlandés le paga con la misma moneda. (…) Este antagonismo es el secreto de la impotencia de la clase obrera inglesa, a pesar de su organización. Es el secreto por el cual la clase capitalista mantiene su poder”.
Cuando Karl Marx escribió estas líneas en 1870 –en una carta a los militantes internacionalistas Sigfrid Meyer y August Vogt–, el filósofo alemán parecía estar pensando en los apuros que sus descendientes ideológicos iban a pasar un siglo y medio después. El conflicto entre quienes están establecidos en una nación y quienes llegan a ella desde fuera enfrenta hoy a los Estados de derecho y de bienestar a dilemas existenciales para los que la izquierda carece de una respuesta convincente. En las últimas décadas, la dificultad de este desafío derivó primero en la parálisis de los partidos progresistas y después en una disonancia atronadora entre valores y prácticas. Hoy sus cuadros se enfrentan a una encrucijada: cavar más hondo en el agujero en el que se han enterrado o convencer a la sociedad de que el riesgo de una alternativa merece la pena.
En el debate migratorio, la izquierda es parte del problema
El de las migraciones nunca ha sido un territorio amable de la gestión pública. Sin embargo, todo se hizo mucho más complicado durante la primera década de este siglo. Los atentados del 11S y la mayor crisis económica de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) desde los años 70 conformaron una idea de la movilidad humana como amenaza para la seguridad personal y económica de los ciudadanos. La mayor parte del casi centenar de muros terrestres y marítimos que protegen fronteras nacionales fueron levantados en este periodo, en el que partidos a la derecha y a la izquierda multiplicaron las iniciativas legislativas y políticas para dificultar la libre circulación de las personas. Una regresión de la que nadie salió inmune. Barak Obama, que llegó al poder en 2008 prometiendo “una nación de leyes y una nación de migrantes”, se limitó en sus ocho de gobierno a cumplir la primera parte, convirtiéndose con 3 millones de expulsiones en el “deportador en jefe”.
Para la izquierda europea, el punto de ebullición se alcanzó a mediados de la década pasada, cuando el debate del Brexit y la crisis de acogida de refugiados mostraron la cara menos hospitalaria de la socialdemocracia. Mientras el laborismo de Jeremy Corbyn hacía contorsiones políticas para no cuestionar el sustrato profundamente xenófobo del referéndum de separación de la Unión Europea, las cosas no iban mucho mejor al otro lado del Canal de la Mancha. En 2014-16, el desplazamiento forzoso de millones de sirios y de otras poblaciones procedentes de Oriente Próximo, Asia central y África subsahariana generó en los países europeos un estado de histeria autoinducida que dura hasta el día de hoy. La monumental crisis de acogida conformó por primera vez un modelo de política migratoria europea, pero lo hizo sobre la base del mínimo común denominador: obsesionada con sus fronteras exteriores, caótica y alegal en sus políticas de asilo, y profundamente incompetente en la gestión de la movilidad laboral.
Los partidos socialdemócratas han sido juez y parte de este proceso, destruyendo todo lo que era rescatable de la tradición europea de acogida. La última década ha visto cómo Escandinavia mutaba de región santuario a laboratorio de la impermeabilización fronteriza. Cuando se critica el desgraciado acuerdo entre el Reino Unido y Ruanda para la acogida en remoto de los solicitantes de asilo, a menudo se olvida que el primer país en procurar un apaño de este tipo fue Dinamarca… con un gobierno socialista. La primera ministra del partido socialdemócrata sueco, que lleva una década en el poder, presumía en las elecciones de este verano de haber promovido “una de las políticas sobre inmigración más restrictivas de Europa”. No exageraba.
Pero pocos destacan más que el PSOE en el freakshow de la política migratoria socialdemócrata. Fue uno de sus gobiernos, de la mano del ministro Alfredo Pérez Rubalcaba, el que acuñó el concepto de externalización fronteriza. Fue España quien utilizó por primera vez la cooperación internacional para comprar la complicidad de autocracias africanas en las políticas de control y repatriación de migrantes. Fueron sus dirigentes y los del PP los que consolidaron nuestra frontera Sur como un espacio de no derechos. Es un ministro socialista el que defiende sin matices una actuación policial que puede haber costado la vida de un centenar de migrantes en la masacre de Melilla del 24 de junio. Los aplausos de la bancada del gobierno durante su intervención parlamentaria del pasado 30 de noviembre serán difíciles de olvidar.
Atrapados entre tres frentes
Para ser justos, en el debate de las migraciones es mucho más fácil ser de derechas que de izquierdas. En todo el Norte global, los partidos progresistas con alguna aspiración electoral están sometidos a una triple tensión: primero, la del proteccionismo que imponen sus sindicatos, los trabajadores menos cualificados y las familias autóctonas de menos recursos; segundo, la de las demandas éticas y económicas de su ala más progresista y de sus votantes de clase media liberal; finalmente, la de la agresividad tóxica del populismo de derechas, que ha logrado establecer los términos del debate en demasiados países.
El primer asunto parece haberse convertido en un dilema casi existencial para movimientos políticos que se desangran electoralmente en barrios obreros y zonas rurales. Las reformas migratorias sensatas rara vez aportan votos, pero en este tiempo son capaces de tumbar gobiernos. Esta es una lección que el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, aprendió después de la batalla campal que supuso la medida para la incorporación de los menores extutelados al mercado laboral. Su siguiente reforma –que facilitaba la integración y llegada de más trabajadores extranjeros– fue realizada con nocturnidad y encontró muchos menos obstáculos.
Quienes sí protestaron, y de manera airada, fueron los sindicatos mayoritarios. En público y en privado acusaron la ausencia de diálogo social y denunciaron la medida como una amenaza para los derechos de los trabajadores. Su respuesta recordaba la posición de Bernie Sanders apoyando la restricción de la entrada de migrantes en los Estados Unidos, o a la de Jean-Luc Mélenchon en Francia denunciando la libre movilidad de trabajadores como un simple ejercicio de deslocalización interior. La pulsión proteccionista siempre ha caracterizado a un sector de la izquierda contrario a la globalización y consciente de que el nacionalpopulismo capta votos entre la fuerza de trabajo insatisfecha.
Son argumentos serios, y conviene no olvidar que esta es la izquierda que se zafa en barrios castigados por la marginalidad y los conflictos entre comunidades.
El problema es que su posición supone una aceptación práctica del determinismo del código postal y una negación de la movilidad humana como herramienta para conjurarlo. Esto es al menos lo que ve otra parte del progresismo, cuya lógica es muy diferente: la emigración es un derecho fundamental precisamente porque no todo el mundo puede aspirar en su país a la protección y dignidad humana que merecen. Si esta versión rawlsiana de la globalización se impusiese, la carga de la prueba no debería estar en quien quiere desplazarse, sino en aquellos que tratan de impedirlo. Por razones éticas, económicas y demográficas, nuestro modelo migratorio debe ser mucho más flexible y protector de lo que ahora es. Entre otras cosas, porque un modelo de puerta entrecerrada es una invitación a la inmigración irregular y al peor de los mundos posibles.
La posición del progresismo cosmopolita –más liberal y urbano– constituye un factor importante pero decreciente de influencia en el imaginario político de la izquierda. Sus promotores no solo se enfrentan al proteccionismo obrero de otros camaradas, sino también a los principios de la realpolitik en el ejercicio del poder, que han aceptado traspasar cualquier línea roja en defensa de la soberanía de los Estados. Nunca en los últimos 70 años ha estado tan amenazado el consenso sobre las normas de protección internacional. En buena medida, por el cambio de posición de quienes hasta ahora habían sido sus garantes.
El tercer foco de tensión para la izquierda es externo y tiene que ver con el desplazamiento de la ventana de Overton. Espoleados por una oleada nacionalpopulista que influye menos gobernando que contaminando a quien gobierna, el centro-derecha ha perdido cualquier escrúpulo en su tratamiento de las migraciones y obliga a pelear en ese terreno. Donde antes era posible identificar sectores liberales que reconocían en la movilidad humana una fuente de progreso económico, hoy nos enfrentamos a partidos que reducen la inmigración a una pura amenaza. El colapso moral y legal de los tories es un ejemplo ilustrativo del modo en que la derecha de gobierno ha decidido romper la baraja y comprar los argumentos de la ultraderecha, cuando no fusionarse con ella. El fenómeno se ha replicado como una franquicia en Estados Unidos, Italia, Francia, Polonia, Hungría, Australia y tantos otros países.
De esta derecha no es posible esperar ningún acuerdo que no sea más vueltas de tuerca. Tampoco darán tregua en un marco de discusión cuyos términos han definido con tanta eficacia. Es imprescindible abrir una nueva conversación con el conjunto de la sociedad.
Un modelo diferente
Cualquier alternativa al modelo existente se enfrenta a un desafío político y narrativo, pero también ético. Si los partidos de izquierda no tienen claras las líneas rojas, nadie más las defenderá políticamente. Cada devolución en caliente, cada deportación de un niño o cada detención arbitraria de una persona racializada supone una erosión del Estado de derecho y un debilitamiento de los fundamentos morales del sistema. Los derechos humanos deben constituir el punto de partida de cualquier política migratoria, no una aspiración deseable.
Tomen un ejemplo cercano, el de la regularización de medio millón de migrantes sin papeles que residen en nuestro país. Para los empresarios y los partidos liberales, esta medida puede ser parte de una racionalización del modelo, orientada a captar más recursos fiscales y a ordenar el mercado de trabajo. Para la izquierda, debería ser en primer lugar una manera de evitar la explotación y la ciudadanía de tercera clase. Por eso llama tanto la atención que ninguno de los sindicatos mayoritarios haya apoyado todavía la Iniciativa Legislativa Popular que impulsan en nuestro país más de 850 organizaciones sociales, con los migrantes a la cabeza.
A partir de ahí, se trata de “redefinir el debate migratorio, no alimentarlo”, como proponía Michael Chessum en la publicación progresista The New Statesman: “La izquierda y el movimiento sindical deberían haber entendido ya que la razón básica de los bajos salarios y la inequidad social no son los migrantes en nuestros lugares de trabajo, sino el sistema económico; y que la solución no es limitar los derechos de las personas y volver atrás en el tiempo, sino pelear por mejores condiciones y por una economía más democrática”.
En otras palabras, se trata de transitar de una concepción nacional a una concepción global de los derechos laborales y las luchas sociales.
La narrativa que reemplace el marco de debate existente debe hablar de la protección internacional como obligación legal y rasero de la decencia colectiva. De la movilidad humana como motor de prosperidad, palanca contra la pobreza en origen y consecuencia inevitable de las tendencias demográficas. Y eso ha de ser traducido a un nuevo modelo de gestión migratoria que optimice la relación de riesgos y beneficios del proceso. La prioridad política de la izquierda en este campo debería ser enfangarse en la generación de herramientas que permitan gestionar los flujos de manera segura, legal y ordenada. Invertir activamente en la integración de las comunidades migrantes y en la reducción de las desigualdades que están en el origen de muchas tensiones. Promover modelos de control más basados en los inspectores de trabajo que en los de frontera. Construir sobre la miríada de buenas prácticas existentes y realizar un ejercicio constante de pedagogía pública.
Cuando se trata a los votantes como adultos, estos son capaces de sorprendernos. Porque lo que quiere la mayoría de ellos no es un sistema cerrado, sino un sistema ordenado. Esto es lo que han demostrado los detallados estudios de audiencias realizados por la organización More in Common en países como Alemania, Francia, Reino Unido, Italia o España. De acuerdo con sus datos, la clave de lo que ocurra no reside en los extremos del debate –donde habitan los cosmopolitas militantes o los xenófobos impenitentes– sino en eso que se ha denominado el medio “ambiguo” o “ansioso”, y que agrupa al 40%-60% de la población, dependiendo de los países. Personas corrientes, esencialmente compasivas, pero que tienen miedos legítimos y percepciones que pueden cambiar. Sus preocupaciones están vinculadas prioritariamente a dos temas: la seguridad personal y la económica. En ambos casos, la respuesta más eficaz de la izquierda en el pasado no ha sido la restricción de libertades y derechos, sino un Estado de bienestar que garantizaba condiciones dignas para todos. La seguridad vino derivada de la igualdad, y no al contrario. ¿Por qué no extender esta misma lógica a quienes se incorporan a nuestras sociedades desde fuera? ¿Por qué no comunicar de manera explícita que su trabajo no solo permite sostener nuestro modelo de bienestar, sino también reducir las inequidades que fuerzan a muchos a marcharse?
La lógica del electorado es simple: si los supuestos progresistas van a aplicar las políticas de la derecha, ¿por qué no votar directamente a estos, que además se las creen?
La izquierda puede ofrecer un modelo migratorio diferente, menos acomplejado y temeroso, y más basado en sus propios principios y aspiraciones: la prosperidad compartida, los valores como base de la decencia colectiva, el papel del Estado como agente de innovación de políticas, el patriotismo cosmopolita, la riqueza de la diversidad de identidades, el poder colectivo de los trabajadores organizados, el equilibrio de derechos y obligaciones fiscales. Y uno más, que en nuestro país es una deuda largamente debida: la activación de la agencia política de los migrantes. A través de su voto y de su participación en organizaciones políticas, sindicales y sociales de las que hoy están excluidos en la práctica.
Marx denunció el enfrentamiento entre trabajadores nacionales e inmigrantes como un conflicto mantenido en beneficio de las clases dominantes. Si se acusa a quienes abogan por la libertad de movimiento de hacerle el caldo gordo al capitalismo global, estos podrán responder que la xenofobia práctica de cierta clase trabajadora ha construido un puente electoral entre la izquierda y la ultraderecha. La realidad es que todos perdemos en este modelo migratorio roto que vulnera derechos y arruina oportunidades. Si es cierto que los grandes desafíos del siglo XXI no pueden ser abordados en esclusas, la izquierda del siglo XXI debe asumir el riesgo de actuar en consecuencia.