Hace unas semanas se concedió el premio Pulitzer a una fotografía tomada instantes después de una matanza de chiítas en Kabul ocurrida el pasado mes de diciembre. La fotografía ha generado el enésimo debate sobre si resulta o no ético publicar en los medios “imágenes violentas”.
En la fotografía -que pueder verse en el vídeo al final de este texto y en la página de los premios junto con una breve biografía del autor-, aparece una niña gritando rodeada por los cadáveres que ha dejado la explosión de una bomba accionada por un atacante suicida. El ataque, que causó a menos 55 muertos y heridas de diversa gravedad a 150 personas, tenía garantizado cobrarse muchas vícitimas: la multitud se había congregado para celebrar la Ashura, una festividad mayor de los chiítas en la que conmemoran el asesinato del nieto de Mahoma, legítimo heredero -según los chiítas- del profeta.
En el diario El País se publicó un reportaje recogiendo las opiniones de tres de los fotoperiodistas españoles más destacados -Enrique Meneses, Gervasio Sánchez y Javier Bauluz- sobre la polémica que levantó la fotografía: ¿hasta qué punto es lícito mostrar la violencia de una guerra en toda su crudeza?, ¿es tolerable que los medios censuren ciertas imágenes?, ¿se imponen muchos fotógrados la autocensura a la hora de seleccionar las imágenes sabedores de que ciertas fotografías nunca serán publicadas?, ¿cuándo una foto -demasiado explícita a la hora de mostrar escenas sangrientas- traspasa la línea informativa y se adentra en el terreno del espéctaculo morboso?
El debate -abordado seriamente- es complejo. Cada cual debería debatir consigo mismo al respecto, ya que todos somos, en distinta medida, espectadores-consumidores de imágenes que documentan realidades violentas. Y no sólo espectadores: se supone que la guerra de Afganistán se comenzó para hacer del “mundo un lugar más seguro”. Al menos para hacer de nuestro mundo occidental un lugar más seguro. O eso nos dijeron. Así que gran parte de todo lo que está ocurriendo en Afganistán nos concierne. En otras palabras: la línea que puede llegar a separar a un espectador pasivo de un cómplice es en ciertos casos tan sutil como puede serlo la línea, antes mencionada, entre información y morbo.
La fotografía, Cartier-Bresson dixit, puede reducirse a tres elementos esenciales: luz, composición y corazón. Actualizando la frase de Bresson se podría decir que, a día de hoy, la fotografía depende de la luz, la composoción, el corazón y, en ¿demasiadas? ocasiones, el photoshop. Cada una de estas variables, si el fotógrafo así lo decide, puede generar graves distorsiones a la hora de reflejar la realidad. No se ha constatado que el fotógrafo afgano que tomó la fotografía premiada con el Pulitzer haya distorsionado ninguno de esos elementos para aumentar el dramatismo ni la “violencia” de la fotografía: los muertos eran reales, la sangre era real, el grito de la niña -que terminaba de perder a varios familiares- fue real.
Además de las guerras en curso encabezadas por las tropas de EEUU y de la OTAN -en muchos aspectos, dos guerras distintas, cuando no contradictorias-, en Afaganistán se está librando un guerra civil. Massoud Hossaini, el autor de la fotografía premiada con el Pulitzer, nacido en Kabul, se dedica por tanto a informar sobre la guerra civil de su pueblo. El joven fotógrafo de 31 años que trabaja para la agencia AFP, ha declarado que tomó la foto premiada en estado de shock: mientras tomaba fotografías comenzó a llorar. Nunca le había sucedido algo así. Sin embargo, “sabía que debía cubrir la noticia, registrarlo todo, todo el dolor, la gente corriendo, llorando, gritando, golpenándose en el pecho”
En agosto de 1920, se publicaba en el diario berlinés Neue Berliner Zeitung un artículo de Joseph Roth* sobre la situación de los heridos de guerra que aún convalecían en en unos veinte hospitales militares de la capital alemana. Habían pasado ya casi dos años desde el final de la Primera Guerra Mundial y los heridos de guerra no recibían ni el respeto ni los cuidados que para el viejo Roth se merecían: «Y en esos veinte lazaretos berlineses viven, es decir, se atormentan y lamentan, unos dos mil quinientos heridos de guerra, en vano anhelan felicidad, salud y los miembros perdidos, y también el tiempo en que aún no había campos de honor, sino de cereales, donde medraba el trigo y no cruces de primera y segunda clase…».
Comenzaban los alegres años veinte sancionados por el Tratado de Versalles y bendecidos por la recuperación del comercio mundial interrumpido entre 1914 y 1918. Un período en el que se vivió un entusiasmo comparable al que viven ciertas personas tras una experiencia traumática: justificado pero inconsciente, vitalista pero nacido del horror. Un cuadro clínico que se complicaría a partir de 1929, cuando la realidad sórdida de la pobreza y el ritmo alucinado e hipnótico de los tambores de guerra alemanes comenzaron a imponer el guión de una tragedia.
Roth termina su artículo con una breve reflexión sobre la realidad y su representación, sobre lo que podemos imponernos no mirar y sobre lo que sigue estando presente por mucho que nos neguemos a mirarlo:
«La caricatura de la época gloriosa
«Estuve en el hospital viendo a los «lisiados maxilares». ¿Sabéis qué son lisiados maxilares? Son hombres que Dios creó a su imagen y semejanza, y que luego la guerra remodeló a la suya. Aquí ves la caricatura de la época gloriosa. Éste es el aspecto de la guerra:
«El mentón se lo ha llevado un tiro, la nariz y el labio superior cuelgan sueltos al aire. O sólo falta medio mentón. Y, a cambio, hay media nariz a lo largo. O bien una granada se paseó a lo largo de la cara y su ruta queda marcada en la imagen y semejanza de Dios, el rostro de un hombre blanco. O alguno al que le falta la boca, faltan los labios, los labios con los que podía besar o susurrar. Los labios. Sólo los labios…
«A los «lisiados maxilares» les está prohibido poseer fotografías de su propia deformación. Está prohibido mostrar al público lesiones maxilares o sus vaciados en yeso que se custodian en el hospital. ¿Por qué? Debieran mostrarse lesiones maxilares en todas las revistas ilustradas del mundo, en todos los museos y columnas de anuncios. Y el ministerio de Cultura debía decretar que, durante medio año, en todos los cines de Alemania, antes de empezar la «Crónica semanal» y al final de la setenta y siete parte del «Vampiro», se mostrara una imagen: el hombre sin labios.
«Y, si se imitara ese ejemplo en todo el mundo, pronto se crearía una confederación de pueblos cuyo presidente sería el soldado sin labios.
«Esa confederación no tendría que dar muchas explicaciones…»
*El fragmento del artículo de Joseph Roth está tomado del libro El juicio de la historia. Escritos 1920-1939 (Siglo XXI, 2004, traducción de Eduardo Gil Bera)