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La realidad

 

 

 

 

“La realidad sólo existe como experiencia y voluntad de representación”. Por su rotundidad, la frase parece arrancada de la cabeza de Arthur Shopenhauer, y sin embargo se la atribuían al fotógrafo Joan Fontcuberta hace unos días en la contra de La Vanguardia. Aunque a Bill Lyon, profesor de escritura y edición en el Máster de ABC, le repatean los artículos que arrancan con una cita literal (cree que es una prueba de que el autor no ha trabajado lo bastante su artículo, no se ha tomado la molestia de pensar), la frase de Fontcuberta me persigue desde que la leí, acaso porque a pesar de ser periodista, o precisamente por ello, la realidad me obsesiona casi desde el primer día del oficio. Primero por cierta relación desapacible, incómoda, insatisfactoria, con la actualidad.

 

Rafael Sánchez Ferlosio se preguntaba por qué los periódicos tienen tantas páginas de noticias todos los días. ¿Ocurren todos los días tantas cosas dignas de ser reseñadas? Antes la respuesta estaba en la publicidad: a tal número de anuncios, tal número de páginas: los jefes distribuían los espacios de noticias en función del territorio libre de colonizar que dejaban los anuncios. El planillo, en el que se representaban los anuncios de forma vistosa, casi siempre con un rotulador azul (¿el color del dinero?), era el rey del mambo. Ahora que apenas hay publicidad en teoría debería haber más espacio para que entrara la realidad. Pero no es así. Al menos, aquí, no es así.

 

La actualidad no agota la realidad, al contario, la constriñe, la estiliza, la desvirtúa, la convierte en pulpa ideológica, la liofiliza, la desarticula. ¿Por qué se habla de lo que se habla y no se habla de lo que no se habla? ¿Quién fija las agendas, las entrevistas, los temas? ¿Quién determina el enfoque, lo que queda dentro y lo que queda fuera, los que van a reforzar la posición ideológica del medio y los que no deben recibir la menor cobertura? ¿Por qué le damos tanto espacio a palabras vacías de cabezas vacías que repiten lo mismo como norias anfetamínicas, como loros alimentados con esteroides?

 

Dice Fontuberta que “la cámara fotográfica es un instrumento autoritario: ¡crea realidad!”. ¿Sólo la cámara? La cámara es sin duda persuasiva. La imagen se fija en la retina. La imagen en movimiento nos fascina, nos seduce. Pero parece que son las imágenes estáticas las que se graban con más intensidad en la pizarra de la memoria, las que se convierten en iconos, sobre todo si se repiten el suficiente número de veces, y además en álbumes, resúmenes, enciclopedias, colecciones, archivos, repertorios y exposiciones con el epígrafe correspondiente de iconos: del siglo XX, de la historia, de la fotografía, de la guerra, del horror, de nuestro paso por la Tierra, de la especie humana.

 

Dice también Fontcuberta que “la fotografía transmite sensación de certeza (…) la ficción hace comprensible la realidad”. Ah, la lógica de las cosas, y la persuasión. Nos gustan las biografías porque nos permiten encerrar una vida entre dos fechas, para poder esculpir una buena lápida, perfecta, con un principio y un final. La biografía recrea la vida escurridiza y fabrica una figura: le otorga una consistencia que tal vez la vida retratada no tenía, pero que al tenderse en un relato con sentido lo acaba aquiriendo para el lector que se asoma a ese cadáver florido de anécdotas para sacar lecciones, conclusiones, una moraleja, una realidad comprensible. Una tranquilidad con la que luego volver a sus asuntos: al futbolín, a la cola, a la panadería, al despacho de apuestas mutuas, a la misa, a la felación, al funeral, al trabajo si lo tiene, al fútbol, a su propia muerte. La ficción es no pocas veces más poderosa que la realidad si nos atenemos a su esqueleto, a su mecano, y sobre todo si cumple sus propias reglas internas de verosimilitud, si se somete a su propia legislación, es decir, a su lógica interna. La realidad la encorsetamos para que se entienda, pero siempre nos queda algún fleco, alguna parte que no ha sido debidamente contrastada, una fuente que se desdice, que se comporta como un personaje tan complejo e imprevisible que parece un ser humano, y acaba desbaratándonos la historia que tan bien niquelada nos había quedado, la rotunda explicación de una realidad que nos había permitido sentirnos amparados.

 

Dice Fontcubera que «el fotógrafo es el ciego perfecto». ¿Por qué? Porque «consigue que te fijes en una cosa… a costa de cegarte todas las demás cosas”. Si nos fijamos en esto no nos fijamos en eso. Si ponemos la cámara aquí no la ponemos allí. Si preguntamos esto, no preguntamos lo otro. Por eso hay que preguntar, y volver a preguntar, y volver a preguntar. Por eso este oficio estresa tanto. Porque nunca acabas de ordenar un mundo que por su propia naturaleza es ingobernable. Por eso todos los mapas son aproximaciones. Porque si un mapa pretendiera ser tan exacto como el mundo que trata de recrear se convertiría en el propio mundo y andaríamos por él como Borges, pero más perdidos que él que, estando ciego, veía. Se fijaba en otra cosa a través de la mirada hacia adentro. Y sabía para qué sirve la paradoja. Y además tenía un Aleph.

 

Dice Joan Fontcuberta que «cada foto es una palabra de alguna frase…”. Yo no sé si el fotógrafo estaba pensando en los pies de foto, porque no he podido preguntárselo. La foto aumenta exponencialmente su potencial de ambigüedad si no lleva pie de foto (de hecho, otra frase que había recogido de la entrevista de La Vanguardia era una que rezaba –¿rezaba?–: “Sostengo que la foto sólo puede ser un documento de su propia ambigüedad”). El pie de foto es un lastre, un ancla. No solo porque trata de forzar la relación, el cara a cara, el espejo, entre dos lenguajes, sino porque le pone a la cometa de la imagen la piedra de la sintaxis, de la gramática, del verbo que le da nombre a los animales y a las pasiones, como Adán y Schopenhauer. Pero cuando dice que «cada foto es una palabra de alguna frase» tal vez esté refiriéndose a esa gran frase de la realidad, que es un texto largo, que no siempre logramos descifrar, que no siempre logramos oír con claridad, y mucho menos entender en su totalidad. 

 

Dice Fontcuberta que “obtenemos más disfrute de fotografiar que de ver, y así seguiremos…”. Es decir, más de ver que de vivir. Y así nos va. Y este mundo digital que alimentamos sin cesar, y en el que abrevamos sin cesar, tiene el mismo efecto que algunas bebidas azucaradas: cuanto más bebes, más sed tienes. ¿De realidad o de ficción?

 

 

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Fotografía: Corina Arranz

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