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La recta opinión (con una aplicación a Pablo Iglesias)

 

Hay opiniones y opiniones. No sólo por sus contenidos, lo cual es una obviedad, sino también por el significado mismo de lo que es una opinión. Cuando estudiamos la Grecia Clásica nos encontramos con un doble significado y, para entendernos, hemos acordado en distinguir la “opinión” de la “recta opinión”.

 

Hannah Arendt nos ha ayudado a entender esta distinción. Según esta pensadora, Sócrates quería combatir las evidencias y los significados irreflexivos mediante la “recta opinión” de cada cual. Y esto le parecía esencial para la convivencia ciudadana en la medida en que la vida política, en muchas ocasiones, depende de comprenderse unos a otros y saber de qué se está hablando. Una comunidad tiene que reflexionar acerca de qué actos son virtuosos, qué ciudadanos son valientes, quienes son los mejores. Las palabras “virtud”, “ciudadanía” o “valentía” son palabras de uso corriente, pero a Sócrates le parecía que se da por descontado casi siempre que se sabe de qué se está hablando cuando se emplean, y en cambio no es así.

 

El interrogatorio socrático no tenía por objetivo demostrar que sus conciudadanos creían saber de qué hablaban y no era el caso, es decir, no pretendía ponerlos en ridículo –aunque en ocasiones ese era el resultado– sino más bien hacerlos reflexionar. Su idea de la vida en común consistía en la participación de un diálogo entre ciudadanos para que cada cual aportara su punto de vista sobre la ciudad. Descartaba, por lo tanto, que pudiera haber una verdad única sobre las cosas y defendía que cada individuo veía lo que sucede desde un lugar propio: el resultado de la combinación de perspectivas diferentes ofrece un mundo hecho de verdades múltiples combinadas entre sí mediante la palabra.

 

La mayeútica tiene como objetivo que cada cual diga cómo es el mundo desde su propio punto de vista, porque todos tenemos ojos, y todos tenemos capacidad de pensar. El mundo se nos aparece a nuestros ojos y a nuestra mente, y por eso yo puedo formular esta frase, que siempre es verdadera: “así es como veo yo las cosas”. No es como las ves tú porque yo estoy aquí y tú allí, pero es bueno que tú sepas cómo se ven las cosas desde aquí y yo vea cómo se ven desde tu perspectiva. Eso nos hace más libres, menos encerrados en nuestro punto de vista particular.

 

Si afirmo que el mundo común está formado de una diversidad de puntos de vista y que todos son verdaderos, inmediatamente ya estoy oyendo quienes clamarán contra el relativismo del “todo vale”. En efecto, sin más explicación parecería que lo que dice Arendt sobre Sócrates nos conduce a tener que aceptar como válidas todas las opiniones (en griego clásico “se me aparece” se decía “δοκεί μου” y la palabra “δόξα” –o sea doxa, opinión– derivaba del verbo δοκέω). Y aquí es donde viene la diferencia entre opiniones y rectas opiniones: sólo las rectas opiniones son verdaderas. Es más, lo que Sócrates enseñaba era a luchar contra las opiniones elaborando rectas opiniones.

 

Una recta opinión tiene que cumplir dos condiciones para serlo. Por una parte tiene que poder ser razonada ante quienes escuchan. Por otra, tiene que poder hacer visible el lugar desde donde se emite.

 

La primera condición sola no sirve. Es la segunda condición la que marca la diferencia, porque se trata de que quien opine haga valer su experiencia, desvele el modo en el que vive, y por el que ha llegado a tener esa opinión. Es una condición de autenticidad: soy yo la que digo esto, porque yo he vivido en este lugar, y desde aquí es así como se ven las cosas. Y ahora puedo cumplir la primera condición y razonar mi opinión en base a que lo que digo puede ser explicado a quienes no viven así, ni han tenido esa experiencia. Si por el contrario falta esta segunda condición, aún cuando se razone la opinión, si quien la emite no incorpora desde dónde habla y opina, la opinión no posee la característica de ser una reflexión nacida de una misma y por lo tanto no es una recta opinión.

 

En nuestro mundo, ciertamente más complejo que la democracia en tiempos de Sócrates, existen aparatos productores de opinión mucho más poderosos que la simple ágora en la que los atenienses se encontraban y discutían. La prensa y sobre todo las televisiones logran hacer evidentes ciertas opiniones irreflexivas y conforman lo que pensamos. No distinguimos entre la información y la interpretación, y adoptamos las opiniones y sus razones sin partir de uno mismo. El δοκεί μου que tiene su origen en lo que los medios me ofrecen a la vista y al oído no es experiencia, las imágenes y los sonidos que llegan hasta mí han sido seleccionados por el medio. Me hago una opinión, en efecto, pero no mediante mi experiencia, sino de lo que veo a través de un filtro que otros han puesto y que quiere ser invisible.

 

Vamos al ejemplo que me ha hecho recordar todo esto. He oído a mi alrededor de manera repetitiva (tanto que me sorprende que algunas personas no hayan encendido una luz de alarma ante la persistencia de la misma opinión): “A mí me parece que Pablo Iglesias es un prepotente, un frívolo, un macho alfa”. Se trata de una opinión tan torcida que quienes la sostienen pueden aducir argumentos contradictorios sin parpadear. Haga lo que haga, Pablo Iglesias no deja de caerles mal: si abre las piernas al hablar en público porque abre las piernas, si llora porque llora, si se ríe porque se ríe, si se enfada porque se enfada.

 

Un modo sencillo para descubrir si se trata de una opinión recta o torcida es preguntar, a quienes juzgan de esa manera al líder de Podemos, si lo han escuchado o leído fuera de los filtros habituales. Por lo que yo he visto y he analizado, Pablo Iglesias se me aparece como una persona inteligente, culta, buen analista, curiosa, capaz de escuchar, de interesarse por lo que otros dicen. Tiene, por tanto, algunas de las virtudes que yo reconozco en el buen ciudadano, en el buen político. Sus intervenciones en “Otra vuelta de Tuerka” me han recordado, con algunas salvedades, a un entrevistador como Bernard Pivot, presentador del famoso programa francés “Apostrophes”. Conduce impecablemente los debates de “Fort Apache”. Y las veces que lo he leído o escuchado en una conferencia siempre me ha enseñado algo.

 

No lo conozco personalmente, nunca lo he visto, ni me lo he encontrado. Pero conozco a alguien que sí que se lo encontró una vez y cuyo testimonio he incorporado al juicio que me merece. Hace unos años, cuando Pablo Iglesias no era Pablo Iglesias, en un restaurante de La Granja, Carlos García Santa Cecilia, mi editor en FronteraD, estaba sentado con Andrés Cassinello que explicaba algo de su libro divulgativo de física cuántica. Pablo Iglesias, que todavía no lo era, se levantó de su mesa y pidió disculpas por haber escuchado la conversación, al tiempo que solicitaba poder acercarse para seguir mejor las explicaciones. Cuando se despidieron, les dio una tarjeta de la televisión la Tuerka en la que trabajaba.

 

Estoy dispuesta a que se me dé una opinión que puede, por supuesto, no coincidir con la mía. Pero sólo si se trata de una recta opinión, basada en una experiencia en primera persona, que revele a partir de dónde se ha formado ese juicio. Lo que se me aporte en este sentido lo añadiré a las perspectivas que ya poseo. Pero quiero sustraerme tanto como me sea posible a esas opiniones sobre todas las cosas de este mundo que los medios de comunicación nos transmiten. También hay una revolución pendiente en lo que respecta al modo como aprendemos a juzgar y a forjarnos una recta opinión.

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