La proyección en el BAFF’10 de las dos últimas películas de Raya Martin (Independencia y Manila) nos sirve de excusa para hablar de uno de los cineastas más controvertidos -aclamado y denostado a partes iguales- de la cinematografía actual. Nacido en 1984, el prolífico director filipino cuenta ya con diez películas en su haber, rodadas en apenas cinco años y se sitúa, junto a Lav Díaz y Brillante Mendoza, en exponente de un emergente cine filipino. No aventuraremos aquí una hipótesis sobre un posible auge de la cinematografía filipina, ni acusaremos la tendencia cómoda y mercantilista de gran parte de la crítica e historiografía a etiquetar y catalogar las películas bajo un epígrafe o título común que propugne una mirada unitaria y homogeneizante. Acaso deberíamos incluso reconsiderar la opción de delimitar geográficamente dichas películas adscribiéndolas a un cine nacional (filipino en este caso), puesto que cada vez es más recurrente la participación compartida entre países en la financiación y producción de las mismas. Concretamente, A short film about the Indio Nacional (2005) e Independencia (2009), han gozado de fondos europeos, principalmente dispensados por el festival de Rotterdam (Hubert Bals Fund, Prince Claus Fund), el de Berlín (World Cinema Fund), y por el gobierno francés a través del Fonds Sud Cinèma, impulsado por el Ministerio de Exteriores y el de Cultura.
Esa mirada unitaria y homogeneizante es, precisamente, la que Martin se propone combatir y cuestionar. Tanto en Indio Nacional como en Independencia, Raya Martin muestra su preocupación por los orígenes del cine y la historia de su país. Si en la primera contaba los inicios de la revolución filipina contra la ocupación española, en la segunda trata el periodo posterior de colonización estadounidense. Asimismo, para Indio Nacional, el autor imagina -a falta de un pasado fílmico material- cómo hubiese sido el cine filipino de los orígenes y cómo hubiese contado esa revolución, y, para Independencia, practica una operación semejante pero asociada a las formas de un periodo fílmico clásico. En definitiva, Raya Martin formula un hipotético pasado fílmico, pues las cintas más pretéritas que se conservan del cine filipino corresponden a los años 70 y 80. Del cine anterior a esos años no se conserva apenas nada de información más allá de algunos testimonios, de archivos de fotografías y postales –en las que el autor se inspira para la confección de muchas de sus imágenes- y de las filmaciones realizadas por los colonizadores estadounidenses. Martin imagina, inventa un pasado cinematográfico y al hacerlo evidencia la ausencia real del mismo. Pero la motivación no se encuentra en una filigrana estética o historicista sino más bien en una pulsión política y artística cuyo resorte es el cuestionamiento de los discursos hegemónicos, la puesta en duda de una Historia y una verdad que fue contada por las fuerzas invasoras colonialistas y que tiene mucho que ver con la teoría postcolonial y la voz del subalterno, así como con las premisas más elementales de la postmodernidad.
En Waltz with Bashir, Ari Folmann, a modo de ejercicio psicoanalítico, se propone recuperar la memoria de unos acontecimientos pasados (la masacre de Sabra y Shatila durante la guerra del Líbano) para re-conocerse. Realiza un viaje regresivo al fondo de una experiencia traumática, como lo es siempre la guerra, para recuperar unas imágenes perdidas, olvidadas y silenciadas; para recomponer su memoria individual -que es también la colectiva- y su identidad. En esta misma senda, la intención de Raya Martin le conduce a tener que reconstruir no sólo su identidad sino su propio pasado fílmico. Difiere de Folmann en el hecho de que no puede recuperar esas imágenes por más que las busque, no porque un severo bloqueo emocional o psicológico se lo impida, como ocurre en el caso de Folmann, sino porque, sencillamente, esas imágenes no existen. Sin referentes directos de una cinematografía nacional de los orígenes, se ve obligado a construir él mismo su propio espejo en el que mirarse. Así, recrea un imaginario colectivo, uno de tantos posibles, llenando un vacío de la tradición y de la memoria fílmica de su país.
Indio Nacional se inicia con una secuencia de unos 20 minutos que invita a penetrar en ese espacio difuso de la memoria. Las imágenes, vibrantes por la inconstante iluminación de una única llama, nos muestran a una mujer insomne. Harta de no poder dormir, despierta a su marido y le pide que le cuente una historia que le haga conciliar el sueño. Siguiendo su relato nos adentramos en el terreno de lo mítico, en una historia escalofriante que remite a los sufrimientos del pueblo filipino. Martin reivindica aquí, como también lo hará en las historias morales que el padre cuenta a su hijo en Independencia, la relevancia cultural del relato oral. Una transmisión del conocimiento sedimentado en la cultura local que viaja de generación en generación como una forma alternativa al discurso dispensado por el poder colonizador. Así perviven los mitos y leyendas como una forma de subversión y resistencia frente a la invasión foránea.
Tras dicha secuencia rodada en digital, situada a modo de prólogo, Indio Nacional cuenta los trescientos años de colonización española resumidos en apenas una hora, en blanco y negro y rodada en 35mm. Con un estilo que remite al cine mudo, primitivo y doméstico de los orígenes, una primera media hora de imágenes primordialmente antropológicas cede su protagonismo al relato de la revolución y la conformación del movimiento Katipunan capitaneado por Bernardo Carpio, auténtica leyenda de la Patria filipina que luchó contra la opresión y esclavitud de su gente.
En Independencia, estrenada cuatro años después de Indio Nacional, continúa desarrollando estas ideas y las lleva todavía más lejos. El marco histórico en el que se sitúa el film es el del levantamiento independentista contra la ocupación imperialista estadounidense. Esta relación se muestra fructíferamente en una muy elocuente dialéctica entre el interior y el exterior, entre el campo y el fuera de campo, entre el terreno de los nativos filipinos y el de los invasores americanos, siempre amenazantes. Los protagonistas de la historia, al principio una madre y su hijo, se recluyen en el bosque escapando de la amenaza del ejército americano. Un bosque insondable, desorientador y confuso como demuestra ese plano fijo, no exento de humor, en el que el hijo aparece y desaparece, una y otra vez, por diferentes lados y niveles de profundidad del encuadre, buscando una salida pero llegando siempre al mismo sitio. Tras mostrar diversidad de acciones cotidianas de la vida en el exilio, en la independencia, de esta madre y su hijo, aparece en escena una chica, recientemente ultrajada y violada por las tropas estadounidenses, a la que alojan en su cabaña. Lo que se cuenta a partir de ahí es una tragedia familiar, gradualmente rota y desmembrada cuyo epítome es esa brutal tempestad cargada de relámpagos que fragmenta continuamente el espacio en flashes de luz que alteran nuestra perspectiva; el padecimiento del que nos advirtiera Martin al final de Indio Nacional (“lo que sigue es el prolongado sufrimiento de los filipinos”), la desolación que podemos ver en la cara de los protagonistas. Pero son rostros, aún con todo, vigorosos, combativos y resistentes.
En la base de su discurso está esa lucha por la independencia nacional y política, pero también cinematográfica y artística. En su pulso con las convenciones, sale airoso a través de un radicalismo y experimentalismo formal de una originalidad apabullante. Destacan en este sentido la investigación de la vía más mostrativa del cine, más acorde con el “cine de atracciones” de los orígenes que, si bien se ha considerado habitualmente como “la infancia de un arte”, debería plantearse como una alternativa al estilo narrativo que acabó imponiéndose, con su propia lógica narrativa, espacial y temporal, alejada de la absorción diegética del cine dominante. Independencia, sin embargo, acude precisamente a esos preceptos narrativos, en cuanto a estructura y tratamiento se refiere -mucho más ficcionales que los de Indio Nacional-, para patentizar su artificialidad. La película fue rodada en estudio, con telones pintados que simulan diversos paisajes y decorados construidos emulando un bosque. El resultado es de un lirismo y una poesía visual cercana, en ocasiones, a aquella del maestro Satyajit Ray.
La intención es reconstruir la imagen que pudo haber realizado en su día un cineasta indio filipino, pero también la de alzar la voz ante el silenciamiento de aquellos hechos, ante la mistificación operada por las películas propagandísticas que trivializaban los agravios de la colonización. A esas películas –de las cuales el autor incluye unos cuantos fragmentos en el final de Autohystoria– va dedicado un paréntesis en el relato, que es a su vez una violenta elipsis, donde, con sardónico ingenio, se nos muestra un falso reportaje documental que emula a aquellos filmes colonialistas denunciando el intervencionismo del ejército estadounidense.
‘We’re in an age where everyone’s in retrospection, including my generation, maybe because theres’ no “ looking forward” anymore. The old is the new new.’
En esa sacudida de su pasado y en esa reconfiguración del imaginario y memoria colectivos Raya Martin ejemplifica el poder del cine, de la misma manera que Tarantino lo hizo con Malditos Bastardos. Esa reinvención cinematográfica también está presente en el propio gesto fílmico del cineasta filipino, aquel que se propone, con toda la ambición y audacia que se le pueda otorgar, devolverle al cine su pureza, su inocencia e ingenuidad para reconstruir su pasado y su presente con vistas al futuro.