La noche del 7 de noviembre de 1973, en San Salvador, los asistentes al acto de condecoración de cuatro distinguidos artistas quedaron boquiabiertos cuando uno de ellos se levantó de su silla y caminó en dirección a la salida. Era inevitable no mirarlo. Aquel gigantón de casi 1,90 metros de altura, ligeramente encorvado por la edad, era el pintor y escritor Salvador Salazar Arrué, conocido en las letras hispanoamericanas como Salarrué. Como su alergia a ese tipo de honores era bien conocida algunos pudieron interpretar el gesto como un desplante.
Su escapada del pomposo evento oficial tenía menos que ver con su carácter que con su salud. La vejez le estaba pasando factura. Tenía 73 años, padecía de tensión arterial alta y apenas toleraba estar de pie sin experimentar vértigo. Como explicó días más tarde en una carta poco conocida, su intención era tomarse un medicamento y regresar al salón, pero su condición no mejoró y decidió marcharse [1]. En los meses que siguieron su salud fue empeorando. Después de varios episodios críticos, el cáncer le arrancó la vida dos años más tarde.
Teósofo sin logia, anticomunista y pacifista, Salarrué es uno de los narradores más célebres de Centroamérica. Casi la mitad de sus libros y una parte importante de sus pinturas se produjeron en condiciones muy difíciles durante el “martinato”, como se recuerda al régimen de Maximiliano Hernández Martínez quien gobernó El Salvador con mano de hierro entre 1931 y 1944.
Salarrué publicó dieciocho títulos, entre cuentos, novelas y composiciones líricas, y produjo una importante obra artística que incluye pinturas, dibujos y grabados. Cuentos de barro (1933), el más conocido de sus libros, publicado por primera vez en una minúscula editorial de San Salvador, ya sobrepasa el centenar de ediciones. Selecciones de sus obras han sido difundidas con tiradas de miles de ejemplares en la Biblioteca Básica Latinoamericana (Perú), la Colección Librería Ayacucho (Venezuela), Casa de Las Américas (Cuba), EDUCA (Costa Rica), el proyecto Periolibro de la Unesco y la Biblioteca Básica de Literatura Salvadoreña. Esta popularidad, sin embargo, no le evitó llevar una vida de privaciones económicas.
Aunque el autoritarismo y las efusiones de sangre han sido endémicas en esta sociedad, una conjunción de circunstancias –la crisis de la economía mundial de 1929, la guerrilla de Sandino en Nicaragua contra la invasión de Estados Unidos, y la matanza de miles de indígenas y campesinos en El Salvador en 1932– han convertido al martinato en uno de los periodos más estudiados de la historia de Centroamérica, y también en uno de los más manipulados. Salarrué no ha escapado a ese sino.
Como un cazador de reputaciones, el académico Rafael Lara Martínez ha venido sosteniendo desde 2010 que Salarrué fue un “colaborador ejemplar” de la dictadura, un artífice de su política cultural y una voz destacada en el coro de intelectuales que guardaron un silencio cómplice sobre la mencionada matanza. Sus publicaciones han incitado a algunos académicos a dar como un hecho consumado que “los intelectuales”, o “letrados”, forjaron una alianza con el dictador. En nuestros días, el nombre de Salarrué suele aparecer uncido al dictamen de que “formó parte del gobierno de la dictadura”.
Este tipo de veredictos no son nuevos. En los años setenta, era común escuchar a los revolucionarios que tomaron las armas contra el militarismo decir que los “intelectuales” engrosaban la lista de aliados de los “enemigos de clase”. Y aunque la estética del “compromiso político”, encabezada por el poeta Roque Dalton, llegó a generar una verdadera náusea hacia los “intelectuales de gabinete”, Salarrué mantuvo intacto su prestigio. Es cierto que este escritor estuvo entre quienes pensaron que Martínez llegaba para resolver los graves problemas del país. La simpatía de los sectores ilustrados hacia los “hombres fuertes” se repite con demasiada frecuencia. Sin ir muy lejos, el comandante Fidel Castro, que mandó en Cuba entre 1959 y 2008, ejerció entre numerosos escritores y artistas una fascinación similar que, en no pocos casos, pervive hasta nuestros días.
Ahora bien, ¿fue Salarrué un encubridor de la matanza del año 32? ¿Formó parte, en realidad, del dilatado gobierno de Martínez? ¿Fue el cerebro detrás de lo que Lara Martínez ha dado en llamar la política cultural del dictador? La respuesta es no.
En este artículo ofrezco pruebas documentales que respaldan esta negativa. Para ello, después de un breve recuento sobre el contexto en el que desplegó su carrera artística y literaria, presento extractos de una serie de artículos publicados por el artista entre 1931 y 1934; finalmente, utilizando algunas piezas de su correspondencia del año 1940, brindo detalles sobre el tratamiento que recibió Salarrué por parte de los operadores de la política cultural de la dictadura.
En las nubes
Aunque por rama materna estuvo vinculado a un núcleo de prósperas familias de inmigrantes vascos, la niñez y la juventud de Salarrué se desarrollaron en la estrechez económica. Ese escenario de limitaciones nunca cambió a lo largo de su vida. Salvador Efraín Salazar Arrué nació en Sonsonate, El Salvador, en 1899. Fue el segundo hijo del desafortunado matrimonio entre el comerciante Joaquín Salazar y María Teresa Arrué, una de las primeras poetas del país.
Tras la disolución del matrimonio, María Teresa y sus dos pequeños hijos, Joaquín y Salvador, tuvieron que llevar una vida errante. Ocuparon el altillo de un edificio comercial ubicado en el centro de Sonsonate; luego se trasladaron a la casa de su hermana Victoria y su marido Francisco Núñez, en Santa Tecla, y finalmente a San Salvador, la capital, donde la madre abrió una escuela de costura que se convirtió en su principal sostén económico.
El respaldo de la familia materna fue clave para el desarrollo artístico del joven Salvador Efraín. Sus parientes le proveyeron de recursos para costear sus primeros estudios de dibujo y pintura en la academia de Spiro Rossolimo, un legendario emigrado ruso que se asentó por unos años en El Salvador. Uno de sus tíos, el diputado Rafael Arrué, suele ser mencionado como la persona que influyó para que el presidente de la República le costeara sus estudios superiores en la Corcoran School of the Arts, en Washington D. C. Jorge Palomo, uno de los mayores conocedores de su obra artística, sostiene que su estadía en Estados Unidos, entre 1916 y 1919, lo expuso a la influencia de estilos y técnicas de artistas que fueron decisivos para su carrera y la cultura estética salvadoreña, como el español Ignacio Zuloaga y los norteamericanos Arthur Dove y Georgia O’Keeffe.
De regreso en San Salvador, Salarrué se entregó de lleno a la actividad artística. La capital vivía, como lo ha descrito Antonio García Espada, su momento de mayor esplendor, lujo, extravagancia y buen gusto. A falta de un mercado de arte, el joven ofreció sus servicios como profesor de pintura y diseñador de jardines ornamentales, pintó retratos al óleo por encargo y participó en la creación de la revista Espiral.
Es probable que para entonces Salarrué ya estuviera emboletado con la teosofía. Lo prueba su libro de relatos fantásticos O-Yarkandal, escrito por esos años, que admite una lectura en clave esotérica. Si bien la primera logia teosófica salvadoreña había sido fundada en 1910, Salarrué no estuvo afiliado a ella, ni a ninguna otra. De forma autodidacta, alternaba sus actividades públicas con largos periodos de lecturas y aislamiento practicando la meditación. Sus amigos solían reprocharle que vivía en las nubes.
Es muy difícil comprender la obra, el pensamiento y las posiciones públicas de Salarrué sin considerar su identificación con la teosofía. Este sistema de pensamiento, a partir de una serie de enseñanzas provenientes del sufismo, el budismo y el cristianismo, establece como la más alta meta humana la conquista del conocimiento, en medio de los reveses del mundo. “Odio la violencia, creo en la espada de luz, no en la de acero que corta, ni siquiera en la de fuego que quema”, escribió en 1934. Para él, el arma por excelencia sobre la Tierra era el escudo: símbolo de la “resistencia tenaz e invencible”. Como ha escrito con Sergio Ramírez, la teosofía representó para Salarrué “una especie de atalaya de resistencia moral contra los valores de la sociedad en que le tocaría resistir como escritor, pues aunque apacible, su vida artística fue en muchos sentidos todo un desafío”.
La teosofía desarrolló en América Latina importantes conexiones con el periodismo, las artes, la literatura y la política; en El Salvador sedujo a sectores medios ilustrados y penetró entre militares, como Maximiliano Hernández Martínez. Nacido en 1882 en una familia campesina, Martínez, reconocido como un intelectual de armas por sus escritos sobre temas militares en revistas salvadoreñas y mexicanas, llegó a presidir una logia teosófica. Activo publicista de la teosofía durante su mandato presidencial, fue conocido como el Brujo. Esa connotación, fuertemente arraigada en el imaginario popular, ha nutrido la representación aterradora que ha fabricado Lara Martínez de Salarrué y el dictador, como dos caras del autoritarismo.
El país sonámbulo
La sociedad donde creció Salarrué era escandalosamente desigual. Las mansiones de los barones del café contrastaban con la miseria de las familias campesinas. Aquel paisaje de miseria comenzó a hacerse visible a través de los escritos y conferencias del periodista y teósofo Alberto Masferrer, acusado de comunista por los cafetaleros y la prensa conservadora.
La doctrina masferreriana del “mínimum vital”, influida por el pensamiento teosófico y las ideas del socialismo utópico, que demandaba que el Estado procurara a cada persona la satisfacción mínima, constante y segura de sus necesidades primordiales, se instaló en la campaña política que le dio la victoria a Arturo Araujo, en las elecciones presidenciales de 1931. La gestión presidencial de Araujo desencantó a la población, incluyendo a Masferrer. Nueve meses después fue sacado a tiros por Martínez, su vicepresidente y ministro de Guerra.
El golpe de Martínez no solo fue aplaudido por los ricos y la prensa conservadora. Entre quienes saludaron su llegada al poder estuvieron también dos publicaciones muy distintas: el periódico Estrella Roja, dirigido por jóvenes afiliados al Partido Comunista, y el diario Patria, un vespertino fundado originalmente por Masferrer que, en el momento de la asonada, estaba en manos de un grupo de escritores, entre ellos Salarrué.
Las simpatías hacia el militar por parte de grupos con pensamientos tan distintos se explican, en parte, por el rechazo que provocó Araujo en corto tiempo. El no reconocimiento de Martínez por Estados Unidos reavivó el arraigado repudio “antiyanqui” que produjeron en El Salvador los desembarcos de “marines”, en 1912 y 1927, en Nicaragua. Numerosas organizaciones antiimperialistas internacionales se activaron a favor del gobierno “revolucionario” de Martínez. Esa política de no reconocimiento, que no solo amenazaba con sanciones económicas y aislamiento político, sino también con una eventual incursión militar, tuvo el rechazo en la prensa salvadoreña. Entre los articulistas que rechazaron la injerencia de Estados Unidos se encuentra un desconocido artículo de Salarrué, que, entre otras cosas, dice:
“Algún pueblo de la América Central debe enojarse un día con los Estados Unidos (…) Ahora que es el pueblo en su mayoría el defraudado, ahora que sabemos que la razón está entera con nosotros, ahora que se quiere ir contra lo honesto y lo justo, ahora es el momento de no tolerar”. [2]
En la primera quincena de enero del fatídico año 1932 las elecciones de alcaldes y diputados le dieron el triunfo al partido del militar. Las acusaciones de que se había cometido un fraude caldearon el clima político. Los planes del alzamiento popular llegaron a oídos del gobierno. Martínez impuso la censura de prensa y declaró el estado de sitio. Como ha escrito el historiador Thomas R. Anderson, el país iba a la catástrofe como un sonámbulo.
Pocas horas antes del levantamiento, Salarrué sentó su posición frente al corrosivo ambiente político que se vivía. Sus amigos le habían pedido que, por espíritu patriótico, bajara de las nubes, y él les respondió:
“Yo no tengo patria, yo no sé qué es patria. ¿A qué llamáis patria vosotros los hombres entendidos por prácticos? Sé que entendéis por patria un conjunto de leyes, una maquinaria de administración, un parche en un mapa de colores chillones. Vosotros los prácticos llamáis a eso patria. Yo el iluso no tengo patria, no tengo patria pero tengo terruño (de tierra, cosa palpable).
(…) La mayor parte de vosotros se dedica en su patriotismo a pelearse por si tienen o no derecho, por si es o no constitucional, por si será fulano o zutano, por si conviene un ismo u otro a la prosperidad de la nación. Capitalistas embrutecidos, perezosos y bribones muestran sus caras abotagadas y crueles a no menos crueles comunistas pedigüeños, sórdidos y rapaces. Mientras estos dos bandos en todos sus grados de intensidad se gruñen unos a otros, nosotros los soñadores no pedimos nada porque todo lo tenemos”. [3]
Es en este pronunciamiento a favor de un estilo de vida diferente –inadaptado, impolítico, soñador– donde se encuentran las pistas que revelan por qué Salarrué no encajó en el juego de poder del martinato.
La revolución interna
La noche del 22 de enero de 1932 centenares de indígenas y campesinos mal armados y con nulas habilidades para el combate se enfrentaron con las autoridades militares y policiales, saquearon oficinas de gobierno y residencias de algunos ricos locales, principalmente en el occidental departamento de Sonsonate. De acuerdo con diversas estimaciones, los ataques provocaron la muerte de unas cien personas.
La contraofensiva corrió a cargo de un ejército bien entrenado, armado con ametralladoras de última generación, al que se unieron grupos de civiles sedientos de venganza. La campaña duró unos tres meses. La tropa realizó fusilamientos masivos de indígenas y campesinos. Algunos de sus líderes fueron linchados o pasados por las armas frente a muchedumbres que los insultaban. Libros, poemas y canciones de protesta han proclamado que aquella represión produjo más de 30 mil muertos. Algunos, como Lara Martínez, sostienen que alcanzó la proporción de un “etnocidio”, aunque a la luz de recientes investigaciones de los historiadores Erick Ching y Virginia Tilley esta afirmación resulta excesiva.
Aunque el pequeño y recién creado Partido Comunista no tuvo un papel protagónico en el alzamiento, el régimen convirtió a la “amenaza roja” en el enemigo a vencer. Este llamamienteo encontró mucha resonancia en la sociedad salvadoreña. Agustín Farabundo Martí, combatiente de la guerra de resistencia de Sandino y secretario general del Socorro Rojo Internacional, que había sido apresado poco antes del alzamiento, fue enviado al paredón junto con Mario Zapata y Alfonso Luna, los editores de Estrella Roja.
Aquel año horrible, Salarrué se desempeñaba como jefe de redacción del diario Patria. Dados sus orígenes masferreriano sus adversarios acusaron al diario de estar al lado de los rojos. Aunque Salarrué, con toda probabilidad, miró con alivio la derrota del alzamiento, en los días que siguieron escribió una serie de artículos a contra corriente del rencor que dominaba la opinión pública. Un día después del alzamiento escribió:
“Aquí está sin duda alguna la razón verdadera por qué a mí no me agrada el comunismo: por su radicalismo excesivo, por la impaciencia que lo caracteriza, porque destruye la dignidad humana”.
Líneas abajo, agregó una frase que en aquel clima de crispación debió resultar molesto:
“En cierto sentido, yo soy comunista; también lo fue Jesús; todos debemos ser comunistas tarde o temprano; más ello no me obliga al arrebato, a la maledicencia y a la barbarie, porque antes que todo debo hacer la revolución dentro de mí, decapitando a los cresos, magnates, burgueses y follones que allí huelgan”. [4]
Un editorial de El Tiempo, una publicación vinculada a la Iglesia católica, que pidió que los propietarios de los establecimientos donde se vendían libros marxistas fueran llevados a la horca, ofrece un ejemplo del encono anticomunista de aquellos días. Salarrué salió al paso:
“Sí, señor, desfallece el corazón al pensar que estos conceptos puedan venir de aquellos que se llaman representantes de Jesucristo. Le chocarían a uno si fuesen opiniones de soldados o de mercaderes, pero no, le infundirían tristeza y desconsuelo al pensar que son la voz y el sentir (aparentemente) de los sacerdotes de Jesús”. [5]
Días más tarde, mientras se ejecutaba la represión, hizo un nuevo llamado sobre la necesidad de preservar los lazos sociales rotos por la violencia:
“Nosotros venimos a recordar, en nombre de todo lo más sagrado que –antes que otra cosa– los hombres son hombres, hombres como nosotros […] de una misma semilla, que luchan por una misma felicidad, bajo la tutela de un solo Dios.
Muchos de nuestros hermanos de ambas partes, están ignorantes del mal que causan, como de aquél en el cual consienten. Muchos han sido cogidos dentro de viciados sistemas que los hacen hacer lo que jamás harían como individuos, esto es, como Hombres, como personas”. [6]
Un año más tarde escribió una nota necrológica recordando el primer aniversario del fusilamiento de Agustín Farabundo Martí. El revolucionario comunista y Salarrué habían sido amigos. Como lo revela una investigación de Ricardo Melgar Bao, ambos asistían en los años 20 a las tertulias literarias que tenían lugar en una cafetería situada atrás del Teatro Nacional de San Salvador. El texto, titulado El sembrador desconocido, alude a una parábola cristiana en virtud de la cual propone a Martí como una semilla de liberación.
“Queremos dedicar a su memoria estas breves líneas; primero, porque fue nuestro amigo y varias veces estuvimos a solas conversando de las cosas del espíritu, cosas que han movido nuestras naves, cada una por su ruta; y segundo porque Martí, por su calidad de hombre de ideal, de renunciador, de héroe, se merece la admiración de todo hombre sano, no por sus ideas sino por su entereza e inegoísmo para sostenerlas”. [7]
Considerando sus posiciones públicas, ¿podría Martínez considerar digno de su confianza a Salarrué?
Un propagandista de malas ideas
En septiembre de 1933 se produjo uno de los intentos del régimen por reanimar la vida cultural del país mediante la creación del Grupo Masferrer. La utilización inescrupulosa del nombre del difunto luchador social fue una jugada maestra que llega hasta nuestros días. No falta quien se crea el cuento de que Martínez estaba profundamente identificado con el pensamiento social de Masferrer.
El Grupo contó con la adhesión de propietarios de periódicos, como los de La Prensa y Patria –que habían participado solo unos meses atrás en la primera protesta pública contra Martínez–, y también de los escritores y artistas más importantes del momento, incluido Salarrué, que concurrió a la convocatoria de forma independiente. Las adhesiones a aquella iniciativa, que duró unos pocos meses, han servido para alimentar la leyenda negra de los “letrados” como tontos útiles de la dictadura.
Martínez no solo atrajo a periodistas, escritores y artistas. El hecho de que el régimen fuera claramente retrógrado en el campo político no significa que haya sido impenetrable a iniciativas justas de diversos grupos de la sociedad, sobre todo si eso le ayudaba a legitimar su gestión. Un ejemplo de ello es la moción, en mayo de ese mismo año, presentada por un diputado oficialista a favor del derecho al voto de las mujeres. En lo sucesivo, con apoyo oficial se formaron asociaciones feministas que lucharon por el reconocimiento de los derechos políticos de la mujer. La acción de uno de esos colectivos, presidido por la feminista Ana Rosa Ochoa, tuvo un papel central para el reconocimiento del derecho de la mujer a ejercer el sufragio en la Constitución Política de 1939.
La reconstrucción que se ha hecho de las lecturas y presentaciones musicales auspiciadas por el Grupo Masferrer no ha recogido las opiniones que tenía Salarrué sobre el ambiente artístico y cultural de los primeros años del martinato. Su crítica apuntó directamente a la cabeza de las instituciones a cargo de la política de cultura.
“Todo el mundo se queja de que aquí no se puede hacer nada, de que los más elevados aspectos de la vida están deprimidos y casi asfixiados, en parte por la intolerancia de los que gobiernan”.
Ninguna de las principales entidades asociadas a la política cultural de Martínez quedó a salvo de su crítica:
“Seamos francos y reconozcamos que un ministerio [de Instrucción Pública] para sostener escuelas, para quitar y poner maestros (así llamados) no nos sirve para el caso. Seamos francos y admitamos que nuestra Universidad Autónoma ha visto la propaganda de las ideas vivas y el esplendor de las bellas artes con un desprecio rayano en el odio. Las academias, los ateneos, las sociedades de cualquier clase, no dan nunca un paso HUMANO en tal sentido […] Y cuando esfuerzos particulares han querido hacer algo en tal sentido, se les ha rechazado como peligrosos propagandistas de malas ideas”. [8]
Salarrué finalizó su crítica pidiéndole al gobierno que creara una dependencia especializada, el Ministerio de Bellas Artes y Propaganda Cultural, y se ofreció públicamente para dirigirlo. Si acaso albergaba alguna posibilidad de ser tomado en cuenta en el círculo de las decisiones sobre cultura, estaba equivocado. Su llamado no tuvo respuesta. Por el contrario, a partir de los sucesos que a continuación describiré, es dable concluir que la decisión de las autoridades, y de Martínez mismo, fuera tirarle unas migajas para mantenerlo al margen.
Un recuento de sus funciones públicas durante el martinato, realizado a partir de una investigación documental de Carlos Cañas-Dinarte, la más completa hasta ahora, permite establecer que Salarrué tuvo una docena de encargos empleos ocasionales, inestables y probablemente mal pagados. La mayoría fueron de poca monta. Entre sus trabajos de mayor relevancia destacan, en 1935, la designación para representar al país en la Primera Exposición de Artes Plásticas, en Costa Rica; y la creación, en 1942, de la Galería Nacional de Artes Plásticas, que no culminó. Ninguna de esas actividades lo colocó en la posición de convertirse en la prominente figura oficial que han fabricado Lara Martínez y sus seguidores. Como se dijo al principio, su vida estuvo marcada por la estrechez económica.
En sentido estricto, a partir de la información disponible, es posible establecer que su participación como “empleado del gobierno de Martínez” se limitó al periodo en que dirigió la revista Amatl. Correo del maestro, entre mediados de 1939 y enero de 1941. Algunas cartas del escritor conservadas en el Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) revelan que su breve paso por el gobierno fue una pesadilla.
“La hora económica de mi vida”
Los detalles sobre el paso de Salarrué por el gobierno, aparte de ofrecernos circunstancias no reveladas en las publicaciones oficiales –las fuentes principales de Lara Martínez–, pone en escena al educador José A. Orantes, subsecretario de Instrucción Pública. El despacho de este intelectual, miembro del Ateneo de El Salvador, era uno de los epicentros de la actividad educativa y cultural del martinato; de hecho, una buena parte de los trabajos ocasionales que realizó Salarrué durante el martinato emanaron de esa entidad.
Por la correspondencia sabemos que Salarrué comenzó a laborar en la publicación de Amatl a mediados de 1939, pero su nombramiento oficial, que habilitaba el pago de sus honorarios, no se hizo efectivo hasta un año más tarde, el 4 de mayo de 1940. El documento oficial, firmado por Martínez, el presidente, y Orantes, el subsecretario de Instrucción Pública, sin embargo, le tenía una sorpresa al escritor:
“Se excitan los sentimientos patrióticos del Señor Salazar Arrué, para que acepte ad-honorem el cargo que se ha tenido a bien conferirle”.
Por si fuera poco, la subsecretaría suspendió la publicación de la revista y le asignó nuevas responsabilidades, con un salario inferior, como colaborador del Teatro Escolar.
Seis meses después, en enero de 1941, Salarrué le escribió a Orantes una carta que revela que las relaciones entre las autoridades y el escritor estaban en un punto crítico.
“Mi situación en calidad de empleado de ese ministerio [de Instrucción Pública] es en el momento sumamente incómoda […] Me veo en el penoso caso (para mí) de renunciar al puesto que allí tengo so pena de aparecer como un parásito […] Yo le ruego a Ud. que ordene me sea pagado el mes de enero y que de allí en adelante me considere fuera del Ministerio hasta que sea posible volver a la Dirección de Amatl. […] Es para mí más arriesgado de lo que cualquiera podría pensar la idea de abandonar el lugar con que Ud. me favorecía, no sé si pueda vivir, pero prefiero arriesgarme en libertad a ser una garrapata del presupuesto”. [9]
Su renuncia fue aceptada.
En una segunda carta, fechada el 1 de febrero, Salarrué le expuso su crítica situación personal por la falta de ingresos económicos al escritor Julio E. Ávila, allegado al presidente, solicitándolo que intercediera a su favor frente al presidente Martínez. Esta petición vuelve evidente que el escritor no mantenía una relación directa con el militar. La misiva también revela que, en algún momento, el general, en gesto compasivo, le había ofrecido apoyo.
Dice la nota:
“Querido Julio:
Preciso (de una o dos o varias almas comprensivas) refuerzos en esta hora crítica. La hora económica de mi vida, le podemos llamar. […] El general [Martínez] ha tenido buena voluntad pero no suficiente interés en lo que yo estaba haciendo. Él me dijo un día: “Piense en lo que Ud. podría hacer y yo lo apoyaré”. Y yo encontré mi puesto en la Dirección de una pequeña revista [‘Amatl’]”.
El tratamiento que recibió no fue el de un empleado privilegiado.
“Se me asignó un sueldo de ¢200 –lo que no duró sino dos o tres meses […] Me rebajaron a cien colones el sueldo. […] Julio, yo tengo que hacer vivir una casa con 7 personas […] Si yo tuviera como sostenerme unos meses todo iría bien. Para ello me veré obligado a hipotecar mi derecho sobre la casa [de su madre] […] cosa que agravaría mi situación del futuro. Ya la casa donde vivo está hipotecada y no sé cómo pagaré los intereses. […] Si [Martínez] no quiere darme un sueldo como el que tenía que sea siquiera de 150 [colones] o que no me dé nada y me compre la casa en lo que vale para uso del estado”.
Su desesperación lo llevó a considerar en el suicidio.
“[…] Te digo que es tal mi situación actual que a pesar del optimismo del sentido teosófico y de todo eso hay instantes, solo instantes, en que comprendo a los suicidas. Es muchas veces que queriendo uno luchar, teniendo el coraje, sólo oye y no ve el enemigo”. [10]
Salarrué no fue reinstalado en su empleo; el Estado no le compró la casa. En los años que le quedaban al régimen de Martínez, Salarrué se involucró al menos en otro proyecto oficial: la creación de la Galería Nacional de Artes Plásticas, que tampoco se llevó a término.
Rebotando de un trabajo a otro, vivió los trece años del martinato en medio de estrecheces económicas. En 1935 había escrito:
“Yo soy un graduado en pobreza. He pasado la prueba y tengo mi doctorado. […] La libertad es más factible en la pobreza que en la opulencia. El amor que a ella se acerca es siempre auténtico y uno lo sabe”. [11]
Las evidencias ofrecidas levantan serias dudas sobre la rigurosidad de Rafael Lara Martínez en sus estudios sobre Salarrué; lanzan también una interrogante sobre la sentencia, repetida por académicos y periodistas culturales, de que los intelectuales, como un todo, “fueron aliados del dictador”. El conocimiento sobre los roles de los intelectuales durante el martinato apenas comienza.
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[1] Salarrué (1973). Carta al Sr. Dn. David Escobar Galindo. Noviembre 11 de 1973. Archivo Salarrué. Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), San Salvador.
[2] Salarrué (1932). ‘Desenterrando el hacha de la dignidad’. Vivir, revista de Patria, jueves 31 de marzo de 1932, p. 1, San Salvador.
[3] Salarrué. ‘Mi respuesta a los patriotas’. Vivir, revista de Patria, 21 de enero 1932, San Salvador.
[4] Salarrué (1932). ‘Hacia adentro’. Vivir, revista de Patria, 23 enero 1932, San Salvador.
[5] Salarrué (1932). ‘Sembrando en predio ajeno’. Vivir, revista de Patria. 15 febrero 1932, San Salvador.
[6] Salarrué (1932). ‘Sentido común’. Vivir, revista de Patria, 13 febrero 1932, San Salvador.
[7] Salarrué (1932). ‘El sembrador desconocido’. Patria, 1 de febrero de 1933, San Salvador.
[8] Salarrué (1934). ‘Una vacante’. Patria, 13 de marzo de 1934, San Salvador.
[9] Salarrué (1941) Carta al Sr. Prof. Dn. José A. Orantes, subsecretario de Instrucción Pública”. 14 de enero 1941. Archivo Salarrué. Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), San Salvador.
[10] Salarrué (1941). Carta al Sr. Dr. Dn. Julio E. Ávila. 1 de febrero 1941. Archivo Salarrué. Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI), San Salvador.
[11] Salarrué (1935). ‘Graduado en pobreza’. El Amigo del Pueblo, San Salvador.