Sin responsabilidad no hay culpa, pero aquélla no siempre conlleva ésta. En derecho penal sólo si se es culpable se puede ser tenido por responsable; pero en moral se puede ser reconocido responsable sin ser culpable. Uno puede ser responsable de una acción sin ser culpable de ella por falta de libertad, deliberación o propósito, aunque asegurar lo contrario -ser culpable sin ser responsable- sería un completo desatino.
Se insiste en que la conciencia de culpa se desvanece en los tiempos presentes. Bien es verdad que proliferan las personas dispuestas a repartir culpas, pero tan malo o peor es que escaseen tanto las dispuestas a aceptar para sí la culpa más mínima. Vivimos bajo una muy extendida tentación de la inocencia, que sitúa a muchos en una permanente minoría de edad, en una especie de limbo en el que nada les puede ser exigido. “Ese estar a salvo de todo reproche ha terminado por convertirse en una de las fantasías dominantes en nuestra sociedad”, se ha escrito. El individuo contemporáneo rechaza que se le acuse de defraudar una solidaridad a la que no se siente obligado. No sabemos qué falta más, la capacidad de ponerse en el lugar del otro culpable o sufriente o la de compartir un mundo común.
Lo que debería
preocuparnos es si, junto con la conciencia de la culpa, no se ha debilitado
también la de la responsabilidad. Y todavía en mayor medida, justamente por su
carácter invisible, si es que no habrá venido a menos la conciencia de la
responsabilidad contraída por la omisión de un deber que la mayoría tiende a
desdeñar. La responsabilidad está sometida como a un doble movimiento
complementario que, al tiempo de expandirla y socializarla, difumina entre los
propios individuos su aceptación y ejercicio. La sociedad actual nos hace
objetivamente más responsables al tiempo que nos libra de esa fatiga a base de
traducirla a una presunta fatalidad técnica y de descargarla en organismos
aseguradores.
Dos instituciones se erigen hoy en los canales principales para eludir la responsabilidad individual ante los daños que llegamos a provocar. A una con el crecimiento gigantesco del Estado y de la división del trabajo, crece también “este laberinto burocrático donde se disimulan y a menudo se esfuman los responsables”. Ahí está asimismo la institución del seguro, por la que el asegurado ‘a todo riesgo’ está protegido, no sólo contra los daños que pueda causar, sino contra las faltas leves que cometa. También está protegido contra la pena o el remordimiento que pueda experimentar e incluso a veces contra la precaución de no cometerlas. Siempre le cabe decir: “Me es igual, estoy cubierto”. Todo ello ofrece a la vez ventajas indudables y suscita tremendos reparos. Es algo encomiable que la responsabilidad se pueda acordar o contratar, porque así revela que lo decisivo es que alguien repare los daños producidos. Cualquier mal, al margen de quién lo haya cometido y de su carácter voluntario o involuntario, debe ser subsanado. Pero el precio que se paga por ello es que el individuo se acostumbra a reembolsar el perjuicio causado sin ocuparse ya de la falta que haya podido cometer; con frecuencia, sin admitir falta alguna. La propia institución aseguradora solicita del individuo que nunca reconozca s responsabilidad en el daño. Con que pague, basta. Sería, digámoslo así, una responsabilidad sin culpa. Ahora bien, si cada vez importa menos el sujeto moral responsable, ¿cómo resarcir otros daños menos materiales que no pueden resolverse con una indemnización en dinero?