Let it Be, ‘está bien así’…
(Hablaba de rock cuando, de pronto, Putin invadió Ucrania, y mi texto comenzó a derrapar).
1969 fue el año en que The Beatles dejaron de ser The Beatles, el año en el que yo dejé el colegio, y el año ante el que me encontré ante un mundo incierto y desconocido. Pérdida del paraíso por partida doble en uno de los afortunados que tienen un excelente recuerdo de su colegio. También uno de los que supieron de The Beatles desde muy pronto, un niño musical –diría–, quizá no había cumplido 12 años, fue hace mucho tiempo. La hermana mayor –muy guapa– de mi amigo, compañero de clase, y de madre inglesa, Charles Sena, apareció un día con los discos Please, please me y She loves you. Llegaba de Londres y era el grupo que allí arrasaba en las listas: debo atribuir en gran parte a este encuentro imprevisto el cambio que se produjo en mi destinée, nada volvió a ser igual, no había marcha atrás, había otro mundo, muy diferente del mío y en el que habitaban otros seres.
En realidad, los Beatles se separaron bastante antes de 1969, o al menos así lo entendí yo –ante notario fue en 1970–. Lo percibí tras Sargent Pepper´s Lonely Hearts Club Band de 1967, concretamente con Magical Mistery Tour. A pesar de ello, continuaron haciendo un montón de canciones más que memorables dos años más; entre otras, ‘Hey Jude’, y yo no entendía cómo se podía componer y estructurar –interpretar– una canción de tal “complejidad” e inspiración sin el orden mental que daban las partituras a los lieder de Franz Schubert. Algo parecido me sucedía con ‘Good Vibrations’ de The Beach Boys.
El año 1967 había llegado a producir tal cantidad de luminosidad y color –al menos en el epicentro, en Londres–, que todo lo que vendría después no sería sino una progresiva decoloración. El disco The Beatles de 1968 era ya blanco, si bien era un blanco aún colorido, inmaculado, la portada fue diseñada por el “colorista” Richard Hamilton (la de Sgt. Pepper’s lo fue por otro artista pop británico, Peter Blake). Como anécdota, hay que añadir a la fortuna de Ringo Starr, ser el propietario del número uno –estaba numerado– del White Album. También es cierto que el disco anterior a Sgt.Pepper’s, el revolucionario Revolver, había llevado una portada en blanco y negro, un collage de fotografías diseñado y dibujado por el viejo amigo Klaus Voormann, respetado bajista de Manfred Mann, pero –cómo decirlo–, un blanco y negro que al igual que el op-art “actuaba como color”. Por otra parte, la influencia del sicodélico Aubrey Beardsley –el de Salomé de Oscar Wilde–, era palpable. De hecho, en su antecesor, el ya “definitivo” Rubber Soul –el que dejó “noqueado” al gran Brian Wilson–, su título, dibujado en una esquina de la portada, y ya sin el nombre del grupo, dejaba planteada lo que iba a ser la tipografía del swinging London (no confundir con la obra de Richard Hamilton Sweing London, si bien de temática swinging London).
Hay una cierta frustración en pretender compartir todo ello con quien no lo vivió en presente continuo, con la ansiedad e intensidad de la que puede padecer un maletilla tras el maestro de plaza en plaza, la dificultad de trasladar aquella vida que se ensañaba con el mundo real. De hecho, en el colegio fuimos una excepción los que estábamos enterados de que algo estaba ocurriendo en otros lugares, los que casualmente habíamos sido hechizados por aquel encantamiento. Sin duda, uno fue Cosme Churruca, y por supuesto nuestro grupo de rock, Álvaro, Rafa, Diego, Gabriel y yo. Habíamos obtenido nuestra primera crítica positiva en un artículo memorable del periódico del colegio firmado por nuestro incondicional compañero de clase Jon Juaristi. También es obligado mencionar a Tirso Olazábal, nuestro road manager, y a Juanma Anduiza, ilustrador de los carteles de nuestras actuaciones y quien dibujó el bombo de nuestra batería con tipografía Rubber Soul. Fueron unos días digamos ingenuamente contraculturales, pero hay que tener en cuenta que vivíamos en un ambiente ciertamente hostil, en una España en la que Serrat cantaba y grababa ‘La-la-la’ con la casa Novola, dispuesto a participar en Eurovisión hasta que dijo que a España se le representaba en catalán, y la canción, compuesta por el Dúo Dinámico dio el triunfo a una Massiel bien adaptada a las circunstancias. Lo de Víctor Manuel –también bien adaptado– y su abuelo Vítor también fue en aquellos días, todo era muy doméstico. Lo nuestro, por el momento era Londres, si bien había un respeto por Los Bravos, Los Íberos, y sin duda, por los primeros Brincos y por los de Fernando Arbex –no confundir su Lola con la de The Kinks–, poco o nada que ver con Juan y Junior cantando a ‘Anduriña’, una canción que a nosotros, grupo de pop/rock, nunca interesó. Toda esta nostalgia, por fortuna carente del peligroso lujo de la melancolía –el rock ya se inventó, pero no hay nada que objetar a su agradable vagar–, viene a cuento porque todo terminó en 1969 –los 70s son otra liga que de hecho comenzó en 1968– con un decepcionante disco titulado Let it Be. También desconcertante porque Let it Be se grabó antes y salió al mercado con posterioridad a Abbey Road, cuando The Beatles ya no existían.
Let it Be fue acompañado por un documental sobre la grabación del disco y rodado por Michael Lindsay-Hogg. Un tono bajo, todos parecían desmotivados, incluido un George Martin silencioso y no muy contento por lo que le parecía un disco nefasto, y en total desacuerdo con no grabar como se debía grabar, con aquella calidad y rigor que siempre había caracterizado al grupo; añoraba aquellos Beatles frente a unos Rolling Stones confundidos y plagados de carencias. Nada presagiaba en Let it Be un canto del cisne –carmen cygni– llamado Abbey Road y en el que Harrison se vengaría de sus “tiranos” Lennon/McCartney con dos canciones fulminantes. Abbey Road es el último disco de los Beatles; hasta entonces Abbey Road había sido tan solo una calle más de Londres.
De aquellas horas de estudio, y del material filmado por Lindsay-Hogg, surgieron un disco y una película póstuma, crepuscular, términos que se usan para cuando alguien muere, o se hace un western moderno. El documental de Lindsay-Hogg parecía tocado por el free cinema –ese desencanto existencial postwar–, si no fuese porque The Beatles eran muy ricos, estaban en Londres, y hacía mucho que no vivían en aquel Liverpool portuario de su infancia, ese Liverpool en blanco y negro de Waterfront. Es, sin embargo, un blanco y negro que no es el grisáceo del free cinema, comentario que exigiría una explicación[1]. Hay quien atribuye esa imagen de unos Beatles decaídos y decadentes al propio Lindsay-Hogg, tendencioso en su selección de imágenes, como si hubiese escogido los “peores” momentos para su película. Cuando recientemente, y en ese sentido, Ringo Starr ha dicho que no le gustó la película, Lindsay-Hogg ha contestado que le importa un carajo la opinión del beatle. Lo cierto es que sí había ya unos músicos cansados y aburridos, con un Paul McCartney tirando del carro –como siempre–, con un Ringo que apenas existía, con un George Harrison casi siempre cabreado, y con un John Lennon gracioso, siempre en clave de ironía negativa. El broche final a todo ello lo puso Phil Spector, y a quien Paul McCartney le reprochó haber destrozado algunas de sus canciones de Let it Be. Spector, bien conocido por su revolucionaria aportación a la grabación musical, fue a quien permitieron hacerse cargo posteriormente de los restos tras la estampida. También es conocido por ser el psicópata que pegaba tiros al aire a modo de aviso, que de paso asesinó a la actriz Lara Carlson, y que acabó sus días en la cárcel. Una poco memorable película protagonizada por Helen Mirren y Al Pacino habla de todo ello, si bien advirtiendo que se trata de ficción (?).
The Beatles habían protagonizado dos películas de gran interés, ambas dirigidas por Richard Lester, y que ya anunciaban el paso del blanco y negro al color que explotaría en 1967. A Hard Day´s Night, rodada en blanco y negro, y Help!, ya en color. En realidad, A Hard Day´s Night portaba el mismo blanco y negro que el free cinema británico, el de Sábado noche, domingo mañana, de Karel Reisz, o el de La soledad del corredor de fondo y Sabor a miel, de Tony Richardson, ese blanco y negro de denuncia desde la working class británica, carente del contraste del buen blanco y negro de la última guerra. El free cinema fue gris –aunque en ocasiones se rodase con fuerte contraste e incluso con película en color–, ese gris de Manchester, también el del Bilbao de mi infancia, adolescencia y juventud que tanto me atraía. El tren de A Hard Day´s Night era el tren del free cinema, al menos los asientos de tela eran iguales, así eran los trenes ingleses a los que no les llegó el color, el de la otra Inglaterra, la que no vivía el cromatismo que iba a decorar Londres. A su vez Help! ya anunciaría el color que culminaría con el cineasta del blanco y negro tendiendo a gris, el italiano Michelangelo Antonioni, quizá quien mejor asumió el “color” que se iría decolorando en la capital británica con su magistral Blow Up. Sin duda, Jimmy Page y Jeff Beck (Yardbirds) ya dan cuenta de ello en una escena memorable. Blow Up se adelantó a su época, es premonitoria. Rodada en 1966, en pleno “subidón” del color, parece una película de 1968: en 1966, nadie que consiguiera coger un trozo de guitarra de los Yardbirds la tiraría tras haber peleado por ella. Habrá que esperar un cierto tiempo para obtener el color de La naranja mecánica.
Paul McCartney reivindicaría sus orígenes, los de su condición de working class. Cuando el fotógrafo Brian Griffin fue a su casa y allí obtuvo el visto bueno para realizar un vídeo con el músico, ya cuando se iba, McCartney le preguntó: “Brian, eres working class, ¿no es así?”. De hecho, nada tan elocuente como ese fracaso cinematográfico llamado Magical Mistery Tour (chez McCartney), ya en color, pero con unos tonos “degradados”, ni tan siquiera irónico, “estética” que entendería bien la falta de sentido del humor de Ken Loach. Con color Kodak también se puede construir un mundo gris, en un país también gris, y sin duda con un cielo gris. En realidad se trata de otro tipo de blanco y negro, el de esa “otra” Inglaterra, la de Magical Mistery Tour, pudiera ser la de If y la de Lucky Man, de Lindsay Anderson –Malcolm McDowell ya apuntaba maneras–, y sin duda el color de esas curiosas comedias agridulces inglesas de inesperado éxito, ese sol que no ilumina ni calienta de los veraneos en Blackpool o en Brighton, y al que fotógrafos como Martin Parr –nada tan free photography– y otros no han sido ajenos. Es un color que realza el gris con mucha más fuerza que el excelente blanco y negro plagado de ricos matices de su mentor, el gran Tony Ray-Jones, esa potente gama que cubre todo el espectro de grises, ya con la película pancromática[2] a la que ya tuvo acceso la Segunda Guerra Mundial. Es el “colorido” de David Lean o de Carol Reed, el de Anthony Asquith, y en el que aún no se había instaurado ese tono depresivo de una cierta desesperanza, digamos “social”, más bien existencial en lo que a jóvenes airados se refiere, los que miraban atrás con ira[3]. El libro, que se editó con las fotografías de las sesiones de Let it Be ya muestra el color de tono bajo que sustituirá al que explotó en Carnaby St. y en las portadas de aquellos vinilos de 33 ⅓ revoluciones por minuto.
Get back… ‘al lugar al que perteneces’
El material grabado por Lindsay-Hogg en 1969 excedía en muchas horas al que se seleccionó para su película. Esas bobinas guardadas y olvidadas durante más de medio siglo es lo que Peter Jackson rescató –ya es pasado– con su “nueva” película Get Back. Disney la presentó en tres capítulos de más de dos horas como miniserie TV. Un material que ningún componente del grupo tuvo mucho interés en sacar a la luz. Jackson tuvo que convencer a Paul McCartney para que diese el visto bueno, pues en principio McCartney no quería hacer nada con ello dado el mal recuerdo que guardaba de aquellos días. Jackson le insistió en que valía la pena, el material aún nunca visto reflejaba unos momentos más agradables, divertidos y creativos que los que mostraba la película de Lindsay-Hogg. Lo cierto es que en la “ampliación” de Jackson aparecen nuevos momentos de gran interés para la beatlemanía, tales como hacernos testigos privilegiados de cómo surgieron canciones como ‘Get Back’ o ‘Let it Be’. Una aportación aún más importante es, sin embargo, que muestra unos Beatles “reales”.
Hay nuevos momentos de los rescatados por Jackson que también dejan claro el final de una aventura, como cuando vemos a George Harrison largarse porque está harto de The Beatles. También hay otros pocos agradables –ya propuestos por Lindsay-Hogg–, que incluso instan a dejar de ver la película. Es sin duda la insistente presencia de una convidada de cartón piedra de nombre Yoko Ono, elemento siempre fuera de lugar y que pronto haría lo imposible por convertir a John Lennon en un payaso de feria, si bien con el consentimiento de éste. Nunca tan poco talento y tanta osadía tuvieron la fortuna de estar entre tanto talento y tanta paciencia. Hay otros momentos, sin embargo, como la presencia del fiel Mal Evans, ayudante del grupo desde los primeros días, siempre ahí dispuesto a llevar cervezas, y feliz porque le dejaron aporrear un yunque con un martillo para ‘Maxwell´s Silver Hammer’, canción con la que McCartney hartó al grupo. Evans moriría trágicamente pocos años después “por error”, por la pistola de un policía de Nueva York.
Hay otros policías. Quizá algunos de los minutos excelsos de la película se encuentran en la situación imposible en la que les toca vivir a dos agentes de Scotland Yard cuando se ven obligados a tratar de suspender el concierto de la azotea de Savile Row[4] mientras ruegan a Dios para que no lo consigan. Son escenas que recuerdan al mejor cine británico, también al de Hitchcock, cuando el inspector de policía de Frenesí tiene que comer los elaborados platos que cocina su mujer, apasionada y aventajada alumna en el curso de cocina que está siguiendo. Sin duda, no son los policías de Savile Row los que daban tanto miedo a Hitchcock.
Es de nuevo todo muy británico, no hay como una sociedad que no se odie a sí misma, respetuosa con sus mejores costumbres y tradiciones para avanzar. De hecho, The Beatles paraban a tomar el té y les encantó tomarlo con la reina de Inglaterra. Si Lennon hizo como que no era así tiene que ver de nuevo con su época circense en la que The Working Class Hero iba a todas partes en su Rolls blanco vestido de blanco con su chica vestida de blanco, también al hotel Hilton de Ámsterdam, y de paso, “de la Paz”. Es entrañable la fotografía que muestra como “Yoko y John” esperan y miran cómo la camarera del hotel les está haciendo “la cama de la paz”. De ahí surgiría una patética canción titulada ‘Give Peace a Chance’, que incluso superaría a ‘The Ballad of John and Yoko’. Todo tan blanco como el White álbum, como la Paloma de la Paz. Ya lo dijo el arqueólogo Johann Winkelmann: cuanto más blanco es el cuerpo, más hermoso. No debemos confundir esa paz de alfombra roja con ese otro “no a la guerra” de Wilfred Owens, unos días antes de morir en ella. Sin duda, el no a la guerra de salón de Ono/Lennon, siempre lejos de la realidad de “la vida de los otros”, creó escuela en sus fans adolescentes. Es la magia del rock, es hipnotizante.
Entre las figuras que surgen en Get Back está la de Peter Sellers, y cuya imagen tímida y silenciosa poco recuerda a aquella de Dr. Strangelove en sus diferentes facetas. Lo cierto es que la visita de Sellers al grupo no parece casual; en esos días estaba rodando una película junto a Ringo Starr titulada The Magic Christian, y cuyo tema musical, ‘Come and Get it’, había sido compuesto por Paul McCartney e interpretado por el excelente –y trágico– grupo Badfinger. Paul McCartney interpretaría esta canción en algunos de sus conciertos muchos años después.
The Magic Christian es una película disparatada. No es de extrañar que en ella apareciese John Cleese, y entre sus guionistas se encontrase Graham Chapman, ambos componentes del grupo Monty Python, y con los que George Harrison se jugaría su dinero con La vida de Brian. Peter Sellers es sir Guy Grand, un multimillonario que se topa con un vagabundo al que redimir, un Ringo Starr que en su cuerpo de joven inútil e insignificante me hacía difícil imaginar al batería del grupo más famoso del mundo. Ello ocurría mientras Abbey Road se vendía por millones (Ringo era el beatle de más edad; cuando el grupo se separó aún no había cumplido 30 años. Tampoco Franz Schubert al morir). Es tan solo una apreciación acerca de la magia del lenguaje, del cine, sin duda del teatro, esa ficción que busca verdades sólidas. La magia debe estructurarse, la vida misma es caótica. No sólo el hábito, sino el cuerpo y el rostro tampoco hacen al monje –también lo saben los buenos retratistas fotográficos–, porque me ocurría algo parecido con Art Garfunkel en Carnal Knowledge, de Mike Nichols, que aquel tipo incapaz de ser visible para Candice Bergen pudiese ser el que ya se había finiquitado del dúo Simon & Garfunkel, mientras ‘Bridge over Troubled Water’ continuaba perforando las listas de éxitos. O bien, difícil de decir que el cuerpo de Alec Guinness incrustado en el coronel Nicholson (El puente sobre el río Kwai) era el mismo que el del jefe de la banda de la irrepetible El quinteto de la muerte, –de nuevo Peter Sellers–, o el de las desafortunadas víctimas de Ocho sentencias de muerte, también de la productora Hammer, esa fábrica del mejor cine y que tanto hubiese gustado a Oscar Wilde si no se hubiera podrido en la “mazmorra” de Reading por culpa de un imbécil. Es ese ser irlandés –Wilde–, como lo fue Laurence Sterne o Jonathan Swift, también Bernard Shaw. Yeats o Joyce son “otra Irlanda”. La excelente Un marido ideal, de 1947, no fue, sin embargo, producida por la Hammer, sino por la London Films. Aún fue mejor La importancia de llamarse Ernesto (triunfador, honesto), dirigida por Anthony Asquith, hijo de H. H. Asquith, conde de Oxford, primer ministro británico (1908-1916), y que en sus días de ministro del Interior de William Gladstone fue quien firmó la orden de arresto de Oscar Wilde. Ironías de la vida, su hijo Anthony Alquith, uno de los grandes directores de cine británicos, era homosexual. Es un cine, un teatro –sin duda el de Wilde– que adelanta lo que vendría después, un humor que hasta directores del free cinema, ya agotados por el hastío de ver tanto gris plomizo, buscarían; la fallida Brittania Hospital, de Lindsay Anderson, es un buen ejemplo. O Richard Lester, que tras la exitosa fórmula de Qué noche la de aquel día y de la no tan conseguida Help!, también buscaría la crítica –¿denuncia? – en ese cine nonsense con Cómo gané la guerra, con el anzuelo de John Lennon en ella, lo cual no fue suficiente para no estrellarse. Es un cine que dejó una cierta estela, y a la que muchos directores, incluido Ken Russel, no fueron ajenos.
The Magic Christian transcurre por ese camino disparatado y provocador. No es una buena película (IMDb 6,5), en el sentido de lo que un crítico riguroso diría qué es una buena película, pero posee elementos que la hacen de culto. Es tan solo para conspiradores, no es fácil encontrarla. Es impensable que no fuese británica y tampoco es casual que en ella aparezca Sir Richard Attemborough (junto a un ingente número de famosos, desde Roman Polanski hasta el citado Paul Simon). En esos días, Richard Attembourgh estaba dirigiendo su primera película, Oh, ¡qué guerra tan bonita! y cuya acidez sin ninguna compasión para con el establishment, se toca y mucho con The Magic Christian. Es de nuevo el humor corrosivo británico del que hablamos, el que pone todo patas arriba sin despeinarse, y que la revista Punch ya iba anunciando desde hacía más de un siglo. Tampoco es casual –una vez más– que uno de los caricaturistas de la publicación fuese John Tenniel, elegido por Lewis Carroll para ilustrar su Alicia en el País de la Maravillas. Puestos a intrigar, habrá que indagar por qué, en la demoledora Rey y Patria, de Joseph Losey, y que algunos preferimos a Senderos de gloria, de Stanley Kubrick, Dick Bogarde recuerda una frase de Alice in Wonderland. Punch es la misma publicación que junto a “Por favor camarero, si esto es un té tráigame un café, y si es un café tráigame un té” –nada tan wildeano–, publica por primera vez Dulce et Decorum, ese poema póstumo de Wilfred Owens, y que junto a In Flanders Fields, de John McCrae –y otros–, explican de qué trata una carnicería en cuatro líneas. (Ha hablado Milan Kundera acerca de la mucha y buena poesía que se escribió en las trincheras frente a una mínima prosa. Ello no quita que grandes novelistas en sus 20s no murieran en ellas; Alain Tournier es tan solo un ejemplo). Esa guerra “tan bonita” de Attenborough es la Gran Guerra, la de la “movilización total”, la de Ernst Jünger, la que no permitió a toda una generación llegar a los treinta años, y la que tardó tan solo veinte en denominarse Primera Guerra Mundial. T. S. Eliot había escrito acerca de la Europa de ese breve periodo entre una y otra guerra, una Europa en ruina moral, destrozada[5]. Un estadounidense que parecía británico, como también era el caso de Joseph Losey y Richard Lester, también el de un cierto Stanley Kubrick[6].
En aquellos 60s –los de los Beatles en los estudios de Abbey Road–, una cosa parecía llamar a otra. No había mucho que envidiar a aquella Florencia del siglo XV. Todo por ocurrir cada pocos minutos, demasiado talento como para dejar que quedase olvidado en un trastero. Es como si todos viviesen de nuevo en Bloomsbury, o todos fuesen a fotografiarse a la casa de Julia Margaret Cameron[7] en la isla de Wight (en su caso, en los estudios fotográficos de David Bailey, de Terence Donovan, o de John Cowan, el utilizado para la película Blow Up). Es el lugar donde sucede lo realmente “contemporáneo” –¿diríamos moderno?– porque, por poner un ejemplo, mientras tanto en Francia, gente como Jean-Paul Sartre o Jean-Luc Godard se encargaban de blanquear a Mao –esa naftalina oportunista– y otros perdían el tiempo –como se ha demostrado– exigiendo que “la imaginación accediese al poder” –Salut les copains–, como si ello fuera lo que hacía falta para componer ‘Hey Jude’, difícil de entender un ‘Hey Jude’ subvencionado. Es ese París, el 68 más descolorido, ya gris, no muy lejano su blanco y negro al de Praga, el que no tendría ninguna calle a la altura de Abbey Road. (Mi amigo Thierry de Navacelle, chico bien con chateau familiar en Normandía, salía protestando en la portada de Paris Match con una chica sobre sus hombros, y yo sentía la envidia de los que no llevábamos a una chica sobre los hombros). Tengamos en cuenta de que hubo una Francia que poco tiempo antes sí había cedido y no hablaba de ello. Por otra parte, sí parece de justicia una calle para Georges Perec –niño de Auschwitz sin madre– y que ponía el dedo en la llaga con Les choses: une histoire des années soixante (Las cosas), esa obra de una literatura y de una lucidez extremas, y que, sin duda, tuvo que ser leída por Byung-Chul Han, autor de No cosas. Es la excelsa viñeta en la que un Charlie Brown, triste, compungido, y grave, en una postura no muy lejana a la de El pensador, de Rodin, murmura: “Hamlet dijo: ser o no ser, de eso se trata” –según una buena traducción de Juan Villoro–, y a lo que Snoopy, relajado, cómodamente echado, brazos en la nuca, como si silbase, digamos que como fumándose un puro, responde: “Sinatra dijo: dubidu, dubidu, dubidubidu”. Mi amigo Quique –buen rockero–, cuando escuchaba ‘Jumping Jack Flash’, la canción favorita de Keith Richards, exclamaba: “¡Esto es Beethoven!”. Sin duda, estaríamos hablando de lo clásico contemporáneo, ese no ser posmoderno, un no acoplarse a lo “culturalmente” correcto, a ese pos –de pose– que se busca desesperadamente aún sin haber sido moderno. Lo clásico contemporáneo, su rebeldía, no se trata con lo “líquido” posmoderno, así es el rock, “lo rock”, solid rock, dicen algunos.
El tiempo es sagrado por escaso, la energía de la juventud tiende a durar menos que un telediario, y la cosa no está como para tirarlo viendo smart-tv, smart-phone, o haciendo política de salón –la que no duele–; que lo impuesto, lo mediocre ya establecido, no siga insistiendo en castrar a los mejores. Hay un reconocimiento, un mérito, ante algunos de aquellos que no leían a Jacques Derrida, tampoco a Michel Foucault, y que tras ser número uno en Top of the Pops de 1965 –el de Jimmy Savile[8]– con ‘Satisfaction’ y ‘Painting Black’, se plantan en 2022 con una serie de conciertos por toda Europa, de Madrid a Estocolmo –Suecia, al igual que Ceuta y Melilla, aún no están en la OTAN–, en plena era de la casquería chez Putin y de la Europa que continúa cantando y bailando reggaetón, Eurovisión incluido. Es un intento por desafiar las leyes de la gravedad y los nubarrones que de nuevo cubren el soleado jardín europeo, aquellos que complicaron las bellas canciones de Sonrisas y lágrimas. Quedan ya lejanos los días en los que los rockeros europeos –¿británicos?– llenaban estadios en Moscú y en San Petersburgo, en la nueva Rusia, ya –creían algunos– sin Leningrado. Paul McCartney tocó allí ‘I’ll follow the Sun’, y no hay razón para pensar que, entre los asistentes, por edad y condición, no hubiese allí jóvenes soldados rusos aplaudiendo. Incluso con una lata de Red Bull en la mano, la marca que ha hecho a Max Verstappen campeón del mundo de Fórmula 1, ese espectáculo que también se lleva a cabo en lugares donde también se corta las manos a quien no se porta correctamente, algo aún inaceptable en Silverstone o en Spa-Francorchamps.
Keith Richards, días antes de la gira de los Stones, se lamentaba de que hay menos libertad –ese lujo–, pero lo cierto es que es uno de esos ancianos ya casi octogenarios que añoran e insisten en el mundo de ayer –Die Welt von Gestern–, aún con la paradoja del cartel de “no hay entradas” en cuestión de minutos. Doble paradoja, lo que canta Mick Jagger en 2022 es aquel Pop of the Tops de los 60s. Fue todo hace mucho tiempo, y queremos creer que en otro lugar. Richards tuvo suerte, pudo salir haciendo riffs de aquella Inglaterra que no permitió un milímetro a la barbarie (tras Chamberlain, el apaciguador). Es quizá la ira que puede provocar lo sólido frente a lo líquido, incluso gaseoso, los equidistantes, desenmascarados, y que pretenden a toda costa el reino de los cielos[9], los indiferentes de los que hablaría el blanco y negro de Alberto Moravia. Los niños como Richards creían que el mundo entero era así, un montón de escombros, todavía miran al cielo de Europa cuando oyen el motor de un avión. También un vídeo entrañable en el que el pequeño Dyimitri y su flauta ucraniana, ya en Berlín, toca una bonita canción sobre los escombros de la segunda guerra mundial tras haber sido rescatado de los misiles de Putin desde su Ucrania natal. Un gran deseo en que llegue a ser un nuevo Ian Anderson.[10]
Richards sigue hablando y dice que la música es el centro de todo, algo difícil de objetar, así lo vivía nuestro grupo. Sin embargo, no toda la música es igual, la de los riffs no es la misma que la de la orquesta del Titanic, tampoco sirve para bailar lo que se bailaba sin parar en julio de 1914. Es otra música, la denominaremos “de resistencia” para entendernos. De ahí que nuestro grupo –siempre rebelde, siempre ingenuo– trataba de hacer un cover de ‘Painting Black’, y quizá animamos con ello a Stanley Kubrick a que incluyera el tema en La chaqueta metálica. Born to Kill, decían los cascos, también los hay que dicen Born to be Killed, los cascos de nueva generación también portan ese espíritu que inauguró la muerte inútil de la Gran Guerra. Digamos que tampoco el ARTE –no confundir con la cadena TV francoalemana– ya es como aquel de entreguerras, rebelde, “revolucionario/reaccionario”, el que acabó en los museos junto a Velázquez, esa nostalgia del orden. El de la sociedad post-espectáculo, el de lo “que debe ser”, el que subsiste adoctrinando, ha encontrado en su impotencia un nuevo filón que justifique prolongar su agonía, un arte perfecto para la sociedad del charleston, la dificultad de “reaccionar” ante lo establecido como correcto mientras se baila, ese narcótico.
Es una manera de apreciarlo: sobre las ruinas de Let it Be, el documental que realizó Michel Lindsay-Hogg, Peter Jackson ha construido otra película, una película muy diferente. La de Lindsay-Hogg es antigua, se filmó hace ya más de medio siglo, en 16 mm y con luz ambiente, ese grano Kodak de alta sensibilidad y que reivindican quienes aprecian su textura; de hecho, lo digital hace esfuerzos por “restituir” esa sensación, también por rescatar el technicolor de Alfred Hitchcock, esa textura. En algunos ambientes se ha interpretado –y se ha censurado– que la película de Jackson es algo así como un maquillaje, una “coloración”, como cuando la Turner TV y otras ponen color al mejor blanco y negro, sea Laurel y Hardy, Casablanca, o El hombre que mató a Liberty Valance. Sin embargo, la película de Jackson no es una restauración en el sentido de cómo se restaura un cuadro de Rembrandt tras ser rociado con ácido en el Hermitage (Rusia, de nuevo). Lo que Jackson restaura, o al menos entiendo que es lo que busca, digamos que es la “realidad” de lo real.
Get back es definitivamente otra película. Es una extraña película, está filmada cuando no ocurrieron los hechos filmados, es una acrobacia de alta escuela. ¿Cómo decirlo? Los actores no estaban allí, se ha obtenido una película con unos fantasmas. Lo que propone Jackson, y estamos en el principio de la jugada, es un pasado que se vive como presente, el presente como presente continuo, se está viviendo. Es lenguaje cinematográfico –el lenguaje construye lo real– trasciende el documento, su prosa, es un cine autorreferencial, incide en su potencial; utilizando la expresión de David Lynch, su objetivo es llevarnos a otros mundos. En el caso de Jackson, otros mundos como si fuese éste. El cine –generador de mundos a la carta– como “máquina del tiempo”, no es la de H. G. Wells, no es la “ficción” de Lynch, es el pasado el que se presenta de golpe, ya en el primer fotograma se sitúa en un lugar no previsto, extrañado. (Insistamos en la dificultad de trasladar a palabras esa experiencia poética y existencial que no se vive con palabras).
En este medio siglo nuestra percepción de la imagen –y de su real–, ha podido trastocarse, hay más distancia entre Let it Be y Netflix, que entre Let it Be y Nanook, el esquinal, de Robert Flaherty. También hay menos “cantidad de tiempo” entre la Gran Guerra y Let it Be, que entre Let it Be y la era de las matanzas de civiles en Ucrania, la gira de las seis décadas de los Rolling Stones, y el reggaetón de Europa. Puede ser útil volver a Maurice Marleau-Ponty para buscar las razones. Es quien decía, recordado de una manera rápida y simplista, que la realidad es la percepción. Quizá…
Get Back es como un trampantojo. Ese tempo es el que se ha “trampeado”, es el trompe l’oeil que ha colocado la realidad que fue como si estuviese siendo, ese contexto que todo lo interviene y lo significa de nuevo. Esa distorsión de la distancia provocada por Jackson confunde, trata de que no percibamos que de los cuatro que “actúan” en la película, dos de ellos son octogenarios –por el momento– y los otros dos murieron hace ya mucho tiempo. No es un efecto óptico, no es malabarismo, no se trata de esas fotografías del siglo XIX en Youtube “traídas a la vida” con sonrisas congeladas y que sin embargo se mueven. Tampoco es un holograma como cuando el rapero Tupac Shakur exhumado de su tumba aparece en el escenario con Dr. Dre. Parecería más bien un asunto neurológico, ese no poder calcular –percibir– a qué distancia se encuentra esa fiera salvaje que vemos que viene y cuya intención es acabar con nuestra vida. Get Back no es anecdótico, es una película documental hecha hace unas semanas (2021). No es Humphrey Bogart/Steve en Tener o no tener. Tampoco Lauren Bacall/Slim: “¿Sabes cómo silbar, no es cierto? Tan solo tienes que juntar tus labios y soplar”.
Peter Jackson es muy conocido entre otras cosas por haber realizado los Lord of the Rings, pero en mi caso, que no soy muy adicto a ese cine de historias que no controlo bien, no me interesó. Sí me había fijado en él, y mucho, por haber reconstruido –¿deconstruido?–, con anterioridad a Get Back, material documental de la Gran Guerra –aquella, la de Attenborough, la que no volvería a producirse–, testimonios del horror, películas filmadas en película ortocromática[11] de alto contraste, sin capa anti-halo, a doce fotogramas por segundo, perfectas para crear fantasmas. En realidad, es un mundo escrito y leído más que vivido, es como si no hubiese existido “en lo real”, seres sin individualidad, como aquellos que eran “retratados” en muros románicos y góticos antes de que Jan van Eyck y otros les pusieran rostro y nombre[12]. Cuerpos sin auténtica presencia, sin vida, sin espacio en el que habitar, máscaras y cuerpos, sin biografía, anónimos, monigotes como los que pinta un niño. Es de hecho el anonimato, el olvido, y es el cine el que mejor muestra ese “como si nunca hubiese sido”. De presencia más incierta que la de los soldados de Waterloo, donde aún no existía el cine, tampoco la fotografía –a punto estuvo–, tan solo estaba la palabra, también la privilegiada, la “hablante” de Stendhal y la de Victor Hugo, la que toca la realidad, también la “verdad”. Quizá también la pintura The Field of Waterloo, de J. W. Turner, pero finalmente es una pintura-texto cuyo fin es comentar. Waterloo es más “tangible” que los campos de Flandes. El paisaje de Waterloo es un bello paisaje, no sólo está limpio, sino que también está soleado e invita a un agradable paseo, no hay restos de humo, no hay vísceras esparcidas, quedaron sumergidas bajo la Butte du Lion, la hierba no es roja, sino de un bonito verde. No son los doscientos años (2015) frente a los cien del Somme (2018) los que permiten que el 15 de junio sea una fiesta de disfraces, de risas y de copas hasta el día siguiente, incluso de recreación de la batalla –sin duda, le hubiese gustado asistir a Stanley Kubrick–, incluso el excelente museo que acompaña a la Butte du Lion no se vive como el de Flanders Fields en Passchendale o en Ieper. En Waterloo no hay fantasmas, no hay duelo, tan solo hay historia ajena, fue una vez más en otro tiempo y en otro lugar, se puede pisar su suelo impregnado de cadáveres sin enterarnos, pero los restos humanos de la Primera Guerra continúan habitando Europa, incluso la Segunda no les arrancó un ápice de presencia. Los cementerios que pueblan el jardín europeo no diferencian a padres e hijos, y son muchos los ingenuos que recorren los bellos pueblos medievales de Europa no sabiendo que están cercados por miles de tumbas y reconstruidos el otro día desde sus cenizas. En Flanders Fields, en Verdún, aún hay brasas ardiendo. No hay risas en la parada militar que se celebra todos los días desde 1918 bajo la Menin Gate de Ieper. El silencio se corta cuando se escucha –todos los días– ‘The Last Post’. Es reseñable la versión que hace de ello Mark Knopfler, es un británico, respeta a su país.
Es también como cuando Patrick Modiano escribe sobre la niña de 15 años Dora Broder, desaparecida en París, deportada, asesinada. Es el propio Modiano quien pone pie de foto y de página a una novela que quizá no es una novela, tampoco una biografía, pudiera ser una novela de no-ficción, tal como requería Truman Capote para su A sangre fría. En todo caso, para Modiano no es relevante si los hechos narrados y comentados llegaron a ocurrir[13], no son hechos “necesarios”, se trata de la verdad del texto, no tan solo de su placer, o bien su verdad es su placer. Finalmente es la sospecha que producen los testimonios surgidos de las palabras frente a la realidad “condicionada” del cine. La distancia es enorme entre lo escuchado y lo visto, aún se trate de sicofonías o de la niebla que se esparce ante nuestros ojos (¿quién no recuerda la que Alain Resnais atravesó en Buchenwald?). Jackson se propone clarificar ambas, es necesario no confundirse con esas imágenes, no son Nosferatu o La carreta fantasma.[14]
Sin duda, no es la neblina que envuelve a Casper, ese truco quizá algo fácil que el cine usa para que sintamos que todo fue un sueño, si bien siempre habrá un Ingmar Bergman que sabrá que los sueños se “expresan” con un blanco y negro radical –hay muy diferentes blancos y negros–, esa luz “divina” que habla y confronta con la natural del mundo[15]. Las imágenes técnicas –las de la fotografía y el cine, tal como las definía Villem Flusser[16]– participan de esta ilusión, los fantasmas que surgen de sus trincheras con sus fusiles cargados con bayonetas como zombis, son apariciones, no invitan a buscarles nombre, su realidad es incierta. Ni el talento de Abel Gance pudo “nombrar” a los fantasmas, ni Kubrick si hubiese sacado adelante su proyecto Napoleón. No valen los actores profesionales, deben ser los que representan su propio papel, como Nanook, el esquimal, cuando mira a la cámara y sonríe. Son mejores las palabras para el recuerdo –para lo real del recuerdo–, las imágenes lo distorsionan, lo irrealizan, lo sumergen en el sueño confuso de la ausencia-presencia. Cuando Jünger describe una trinchera francesa recién arrasada, repleta de restos humanos aún calientes, nos transporta de una manera verdadera a un pasado real, tangible, no es relevante para la verdad si sus palabras son las exactas, las que dicen “de eso se trata”. Los muertos vivientes los crea la fotografía, quizá aún más el cine, y Jackson lo sabe. También la voz, esas voces que Jackson también ha visto necesario amplificar para hacerlas audibles, como si el grito de Munch –premonitorio– se hubiese grabado en el fonógrafo de Edison.
El proceso de restauración de ese material existencial, documental –la ficción está incapacitada para crear fantasmas; insistamos, ni Losey ni Kubrick lo consiguieron, tampoco Murnau o Sjöström–, ha sido muy complejo, muy costoso, finalmente el resultado de una sofisticada tecnología y de un extraordinario saber hacer. El documental de Jackson se titula They shall not grow Old. Ellos, los que no llegarán a viejos, los que el cine ya había sacado de sus tumbas, están a punto de recuperar su realidad. Jackson ha restaurado todo lo restaurable, ha coloreado las películas, ha añadido los ruidos que faltan en una película sin sonido, por ejemplo, cuando se carga un cañón. Incluso ha hecho coincidir ciertas grabaciones de voz de aquellos días con los labios de algunos soldados, y sin duda, muy importante para la recuperación de una cierta realidad, no ha ralentizado esa velocidad que imprime los doce fotogramas por segundo, sino que ha añadido los fotogramas perdidos, una tecnología que ha permitido rescatar la naturalidad del movimiento, un efecto muy diferente a la ralentización mediante cámara lenta. Se han añadido fotogramas “perdidos” de la realidad, una tarea en principio atribuida a un arqueólogo, si no fuese porque lo que se busca en ese esfuerzo detectivesco no es obtener información añadida sobre unos hechos, sino devolverles su realidad perdida. El resultado es además una experiencia poética, su expresión, su intensidad. Es el gran hallazgo de Peter Jackson, la tecnología que trasciende el documental que nos lleva a “otros mundos”, no virtuales, no de una realidad figurada, es la búsqueda del documento en estado puro, un acta notarial. El documento que la percepción del tiempo fue disolviendo, el que ya no se podía leer con claridad por su realidad deteriorada, que gracias a la tecnología y al largo silencio transcurrido, y ahora, un pasado que había sido vivido como ensoñación, surge no como un “nuevo” pasado, recuperado, “restaurado”, sino como presente.
La ilusión –esa magia– se basa en un juego de espejos, de reflejos que crean otros reflejos. De hecho, el cine y la fotografía son “artes” fantasmagóricas: se trata de atravesar el espejo… y volver. Es la potencia de lo documental, la ficción posee muchas virtudes, pero carece de lo que estaba ahí, no es una actuación en directo, es una retransmisión diferida, es playback, es una recreación. Sin duda, no es la “ilusión” de las películas de Georges Méliès o de Segundo de Chomón, cuyos fantasmas son como el mencionado Casper o incluso el de Canterville, tampoco es el gran cine fantástico –de terror– de la productora Hammer, tampoco el de Roger Corman, son los que sí dan miedo. Porque lo que da miedo de las “historias” de Edgar Allan Poe no está en el cine de Corman –un entretenimiento–, sino en la “verdad” del texto de Poe. La magia del cine, de ese cine –¿direct cinema?– se basa en la prosa del mundo, en la que se toca, de ahí su extraordinaria poética, el privilegio del cine y de la fotografía. Son imágenes plagadas de existencia, de la brutal presencia de un mundo lejano y presente, un cierto vértigo. Quizá la apuesta de Jackson pudiera ser la de dejar caer que las pesadillas no siempre desisten tras despertarnos. Intentaremos volver a hablar de todo ello en cien años, puede ser un asunto interesante, incluso quizá el rock aún exista, y si no fuese así, trataríamos de restaurar su realidad perdida, quizá sicofonías.
Notas:
[1] La dura vida de los muelles de Liverpool no es suficiente para ser free cinema, carece de esa visión desesperanza. Película de Michael Anderson con Robert Newton, Kathleen Harrison y Richard Burton, entre otros. No confundir con On the Waterfront (La ley del silencio), que catapultó a Marlon Brando.
[2] Película en blanco y negro sensible al rojo. Su predecesora, la “ortocromática” era sensible al verde y al azul, pero no al rojo.
[3] Una obra teatral testimonial: Look Back in Anger (Mirando hacia atrás con ira), de John Osborne (1956)
[4] No confundir con el depredador sexual, también de niños, Jimmy Savile, aquel que presentaba el programa musical Top of the Pops en los años sesenta. Todas las denuncias contra Savile fueron desestimadas en vida y obtuvo importantes condecoraciones. Savile fue uno de los mayores delincuentes sexuales que se recuerdan en el Reino Unido. Parece ser que se estrena una serie basada en su repugnante vida.
[5] The Waste Land, (La tierra baldía), poemario de T. S. Eliot.
[6] Es de obligada visión para sus incondicionales el documental de Netflix “Mi amigo Kubrick.
[7] Fotógrafa británica victoriana que fotografió a grandes personajes de la época, desde Tennyson hasta Darwin.
[8] No confundir con Savile Row.
[9] Es un guiño: “Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. (Apocalipsis 3:15-17).
[10] Ian Anderson, flautista y líder del grupo Jethro Tull.
[11] Película sensible al color azul y verde, pero no al rojo. Posteriormente apareció la película ya definitiva sensible a todas las longitudes de onda del espectro visible, la pancromática. Los camarógrafos comenzaron a usarla en películas de blanco y negro en 1918, recién terminada la Primera Guerra Mundial, principalmente para las escenas al aire libre. Kodak Panchromatic Cine Film la presentó ya regularmente en 1922.
[12] Elogio del individuo, un libro muy recomendable de Tzvetan Todorov.
[13] Sin duda, ocurrieron. Anna Frank no fue la única niña a la que robaron la vida los nazis.
[14] Películas de F. W. Murnau y Victor Sjöström, respectivamente.
[15] Iluminación muy contrastada que empleó Ingmar Bergman en Fresas Salvajes para la demoledora escena de un Victor Sjöström soñando su propia muerte.
[16] Villem Flusser, Filosofía de la fotografía.