Los festivales primaverales de teatro no son cosa nueva, sino más bien todo lo contrario. Al teatro -antes de su invención en Grecia por Tespis en el S. VI a.c.- se le llamaba ceremonia o rito. Y si rebobinamos aún más atrás en el tiempo, llegaríamos a esa primitiva época en la que a los futuros sumos sacerdotes o a los primeros actores, se les denominaba chamanes. Las ceremonias se repetían cíclicamente, coincidiendo muchas de ellas con los cambios estacionales. La primavera sigue siendo la estación favorita de todas las civilizaciones, con ella regresa la vida a la tierra, y los animales comienzan sus apareamientos. Resurrección, fertilidad y belleza se toman del brazo en primavera, para devolver la alegría a todos los seres vivientes.
Antes de que se celebraran las Fiestas Dionisiacas atenienses, al comienzo de la primavera, ya los egipcios habían establecido -en tiempos protohistóricos- la Pasión de Abydos. En ella se celebraba el asesinato y resurrección del Dios Osiris, a manos de su hermano Seth. El fratricida no sólo se había encargado de quitarle la vida a su solar hermano, sino que además se encargó de repartir por todo el territorio egipcio, los miembros del mutilado cadáver. La tradición señalaba que la cabeza de Osiris había sido enterrada en Abydos. Debió ser tal el carácter escénico de los mencionados ritos mistéricos, que las notas que tomaba el sumo sacerdote y primer actor, sobre cómo habían resultado las celebraciones de ese año, se consideran la primera manifestación de la Crítica Teatral en la Historia. La pasión egipcia de Abydos se representaba al comienzo de la primavera.
Dionissio, dios del vino y del teatro para los griegos, tenía sus fiestas anuales en Atenas a finales de marzo. Se iniciaban con procesiones por toda la ciudad, tanto del barco que trajo de regreso al dios de su viaje a la India, como de un gran falo, que era trasladado al Gran teatro de la Acrópolis, junto al templo de Dionissio, donde presidía las representaciones de las tragedias y los dramas satíricos, que constituían aquellas fiestas religiosas. Los fastos atenienses en honor de Dionissio, (cuyo significado en griego era: nacido dos veces), no sólo cumplían una función religiosa, sino que pretendían impresionar política y comercialmente a todos los extranjeros que visitaban por esos días la ciudad de Atenas. En primavera volvía a abrirse el tráfico marítimo por el Mediterráneo, que había estado interrumpido durante el otoño y el invierno para evitar innecesarios naufragios.
Los romanos no amaban demasiado el teatro, tanto que llegaron a prohibirlo en el Siglo V d.C., por recomendación directa de los cristianos, y sobre todo por las invectivas que proyectó hacia él San Agustín, obispo entonces muy influyente. Pero había de ser precisamente en primavera, cuando el teatro resucitara -siete siglos más tarde- en el interior de las iglesias. El clero descubrió el carácter didáctico del teatro entre una feligresía prácticamente analfabeta. El teatro despertó tanto el interés de su público, que las representaciones comenzaron a multiplicarse, y a celebrarse en el exterior de los templos, y en las mismas plazas que los precedían.
Que el teatro se encuentra indefectiblemente asociado a la primavera es un hecho de fuerte raigambre histórica, aunque en las colectividades urbanas actuales muchos lo hayan olvidado; sobre todo los políticos.
En 1981 inició en Madrid su andadura el Primer Festival Internacional de Teatro, impulsado por la inquieta, activa y juvenil Asociación Caballo de Bastos, muy vinculada con el llamado Teatro Independiente. Su relación con el promotor teatral argentino, ubicado en París, Ariel Goldenberg, garantizaba la calidad de las compañías internacionales que comenzaron a incluir a Madrid en sus giras internacionales. Goldenberg mantenía una relación estrechísima con Andrés Newman, agente de las compañías teatrales más descollantes y prestigiosas del momento. El Festival Internacional de Teatro trajo a Madrid a compañías como las de Tadeusz Kantor, Giorgio Strehler, Andrzej Vajda, Kazuo Ono, y entre ellos un maravilloso espectáculo brasileño llamado Macunaima, que constituyó un oasis de felicidad y vitalidad para el público madrileño.
En 1984 nació el Festival de Otoño. Los políticos de la Comunidad de Madrid decidieron emular al prestigioso Festival de Otoño parisino, a la hora de bautizar su creación festivalera. Su primera directora fue Pilar Izaguirre, quien participó con dinero de las arcas comunitarias en la coproducción del Mahabharata, que en 1985 Peter Brook estaba en París ensayando. La coproducción llevaba implícito el derecho de exhibición de la obra en la capital madrileña. El magno montaje había sido estrenado unos meses antes en una cantera de piedra cercana a Avignon, cuna del más prestigioso Festival de teatro en Francia. En Madrid la representación de 12 horas de uno de los libros sagrados de la India, se celebró en otro enclave particularísimo, los estudios de cine Samuel Bronston, ubicados entre la Plaza de Castilla y la Estación de Chamartín.
El Festival de Otoño puso en contacto al público madrileño con monstruos teatrales como Bob Wilson, Robert Lepage, Pina Bauss, la Schaubüne berlinesa, el Piccolo Teatro di Milano, o el prestigioso Teatro Kabuki japonés, entre otros muchos. Numerosos han sido sus aciertos, pues la calidad artística de los espectáculos programados ha sido siempre muy alta. Al fin y al cabo se apostaba sobre seguro, pues un Festival siempre ha sido una antología del mejor teatro que anda por el mundo representándose.
El Festival de Otoño terminó devorando al primaveral Festival Internacional de Teatro a los pocos años de su nacimiento. Desde el pasado año ha vuelto a celebrarse el Festival Internacional de Madrid en el mayo florido y hermoso. Entre otras causas, para no competir con los estrenos del teatro comercial e institucional de comienzos de la temporada, a finales de septiembre.
Aparentemente, la primavera ha ganado de nuevo la batalla teatral al otoño. Aunque alguien muy poderoso y poco inspirado haya decidido que no se puede abandonar la marca registrada: Festival de Otoño, hasta el punto de denominar al actual encuentro teatral, como Festival de Otoño en Primavera. Quédase Faba perplejo ante esta resolución nominal que enuncia a todas luces una paradoja innecesaria, para una lengua tan precisa como la castellana. ¿Será que esta denominación que copiaba el nombre de un Festival de Teatro parisino, debe ser sagrada e intocable? No existe razón de peso alguna para que un Festival de teatro, tan unido desde siempre al fenómeno de la primavera, conserve en su nombre el apellido del otoño. ¿No será que los responsables de esta decisión están actuando como auténticos petimetres?, (que era como se denominaba a los españoles que intentaban parecer completamente franceses en su apariencia y comportamiento, en tiempos de la invasión napoleónica).
La superioridad histórica de la dramaturgia española con respecto a la francesa es obvia. No nos hacen falta vinculaciones miméticas con el teatro parisino, para demostrar nuestro prestigio. Si fuéramos un poco más chovinistas los españoles, como lo son los franceses, nos dejaríamos de una vez por todas de tener complejos frente a Europa, lo que vital, política y culturalmente, resultaría de una vez por todas, algo muy saludable. Sin contar con los litros de tinta que se ahorraría -en tiempos de crisis- tanto en imprentas, como en impresoras, suprimiendo una palabra del largo nombre actual de este Festival teatral tan necesario.
(Ayer, 11 de mayo, comenzó el Festival de Otoño en Primavera de la Comunidad de Madrid.)