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La revolución de Tolstói

Murió Lev Tolstói a los 82 años en una estación ferroviaria de Astápovo —localidad rusa que hoy lleva su nombre—. Relata Stefan Zweig, en un bello escrito titulado Tolstói, pensador radical, la crisis existencial que sumió a éste en un profundo abismo, coyuntura que marcará su vida y obra, y que le acompañará ya hasta su muerte. Quizá —aparte de reconocer la grandeza del escritor ruso—, se sentía Zweig cercano a él, al compartir ambos el desasosiego provocado por las locuras y desengaños de un mundo que avanzaba, irremediablemente, hacia el desastre. Moría un Tolstói desesperanzado en una estación rusa en 1910. Se suicidaba un Zweig exiliado, junto a su mujer, en Petrópolis (Brasil) en 1942. Lejos de su amada patria y testigo de la degradación de un mundo ya devorado por el nazismo, se despide el austriaco en una desgarradora carta: “Mando saludos a todos mis amigos. Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche. Yo, que soy muy impaciente, me voy antes que ellos”. Esa larga noche que presenció Zweig, la esquivaba —en parte— Tolstói, muriendo siete años antes de estallar la Revolución rusa. Ninguno de los dos, por supuesto, llegó a ver el amanecer. 

El autor de Anna Karenina y de Guerra y Paz, y posiblemente el escritor —junto con Dostoievski—  más sublime de su nación, sufre, alrededor de los 50 años, una profunda crisis que provoca que la muerte y el declive moral empiecen a invadir y atormentar su pensamiento. Así lo relata en Confesión: “La verdad es que la vida es un sinsentido. Yo había vivido, trabajado, caminado hacia delante, acercándome a un abismo, y ante mí no había nada, excepto la ruina. Y, sin embargo, no podía detenerme ni retroceder, ni cerrar los ojos para no ver aquello, además de los sufrimientos y la muerte absoluta, parecía ser el vacío, el completo aniquilamiento (…) Y he aquí que yo, hombre dichoso, me ocultaba la cuerda para no ahorcarme, y no iba de caza para evitar la tentación de deshacerme de la vida con mi escopeta”. Es ya Levin (Anna Karenina), pero no ha alcanzado todavía el despertar espiritual que le transformará en Iván Illich (“«Éste es el fin de la muerte –se dijo–. La muerte ya no existe»”). 

Como ya planteó Kierkegaard en La enfermedad mortal, la curación frente a la angustia existencial, frente a esa enfermedad del yo o del espíritu que lleva a la desesperación, empieza “en morir, en morir a todas las cosas terrenas”, pues éstas, como también señalaría Tolstói, impiden alcanzar el sosiego espiritual. 

El postulado que planteaba el danés lo siguió el ruso sin conocerlo, refugiándose en la religión y abandonando la vida que había llevado hasta entonces, aristocrática y rodeada de lujos. Intentó despojarse de su riqueza y ayudar a los pobres —alejándose de su yo—, pero se volvió consciente de que debía ir más allá, debía crear un sistema que erradicase la injusticia —en gran parte creada por el propio Estado—y que alterase el orden social imperante desde sus cimientos, pero a través de una revolución moral y pacífica que empieza en uno mismo y que da lugar a una paulatina transformación de los hombres y de sus costumbres. Quiso, con poca suerte, cambiar el mundo en el que vivía a través de su ejemplo, pues, como bien señaló, “todos quieren cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”. Trató así de asemejarse a una especie de figura mesiánica, a un salvador y liberador de la humanidad. 

Sin embargo, como plantea Zweig, “millones de personas se apropiaron de las ideas de este revolucionario conservador o de este reaccionario insurrecto, y consiguieron llevarlas a la práctica —si bien en un sentido que su creador habría negado y rechazado—”, dando lugar a una revolución violenta con la que Tolstói nunca habría estado de acuerdo, pues “el revolucionario tolstoiano nunca devuelve el golpe, se deja golpear, no aspira a obtener poder alguno en el mundo exterior y, sin emplear la fuerza, impide que le arrebaten ese poder interior que le brinda la no violencia”. El sueño de Tolstói es, por tanto, como afirma Zweig, “la revolución interior, la revolución de una conciencia inquebrantable y abierta a todo sufrimiento, y no la revolución armada: una revolución de las almas y no de los puños”; concepción muy diferente a la planteada por Marx y Engels, para los que la violencia es, en muchos casos, la que hace efectiva la acción. 

No vivió Tolstói para presenciar la lucha sangrienta ni para contemplar ese “nuevo” orden que —si bien cambió el curso de la historia— acabó engendrando el mismo mundo que él tanto despreciaba y contra el que tanto luchó, aquel que es dominado por unos pocos a costa de la miseria y el sufrimiento de muchos. Pero sí pudo ser enterrado como deseó vivir en vida; lejos del ruido y la decadencia humana, lejos de la fama y el renombre, en un lugar tranquilo, humilde, alejado del mal y la injusticia, muy semejante al mundo que él mismo quiso crear.  

El gran genio ruso se encuentra enterrado en su Yásnaia Poliana natal, una finca rural cerca de Tula en la que nació y vivió, y su lugar de enterramiento, como cuenta Zweig en La tumba más bella del mundo, “no es más que un rectángulo ínfimo de tierra amontonada. Nadie lo custodia. Nadie lo ampara. Tan sólo un puñado de árboles parece cobijarlo con su alta sombra (…) sin cruz ni lápida ni epitafio —nulla cruz, nulla corona—. Ni siquiera una inscripción tallada con el nombre «Tolstói»”. 

Se encuentra allí porque, tal y como le contó la nieta del escritor a Zweig, cuando Lev y su hermano Nikolai eran pequeños escucharon una vieja leyenda que afirmaba que “allí donde se planta un árbol siempre habrá felicidad”. Decidieron entonces los hermanos plantar unos árboles en la finca. Recordaría Tolstói aquella bella historia más tarde, expresando su deseo “de ser enterrado bajo los árboles que él mismo había plantado”. 

Ni la cripta de Napoleón bajo la bóveda de mármol del Palacio Nacional de los Inválidos, ni el féretro de Goethe en su sepulcro principesco de Weimar o el sarcófago de Shakespeare en la Abadía de Westminster, afirma Zweig, “sacude lo más humano que hay en cada uno de nosotros como lo hace esta tumba sin nombre, este sepulcro emotivo y glorioso que guarda silencio en la inmensidad del bosque, susurrado únicamente a través del viento y desprovisto de todo mensaje y de toda palabra”. 

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