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La revolución simbólica de Sol

 

La Puerta del Sol era una kasbah en medio del desierto del Sahara. “No necesitamos bebidas ni comidas, sólo cremas protectoras antisolares,” pedía una voz femenina por la megafonía de la plaza. Eran casi las tres de la tarde y no soplaba ni una gota de brisa, ni una nubecilla de refresco se anunciaba desde lo alto: el Sol caía a plomo sobre su Puerta marcando las distancias.

 

No por ello, la muchedumbre reunida se mostraba menos entusiasta. La plaza era un espectáculo, una verdadera performance ciudadana, donde cada uno se entregaba por fin a dar cuerpo y alma al personaje que siempre había llevado por dentro. Tanto las Pasionarias con sombrero de paja y micrófono en mano, que sembraban cordura y organización entre los presentes; como el paciente coro ciudadano sentado en círculo en el suelo, oyendo a los oradores y aplaudiendo sus propuestas, con un silencioso movimiento de brazos alzados, y agitados como alas.

 

Siendo Faba adolescente universitario, comenzó a ser adoctrinado –más allá de las aulas- en los Principios fundamentales del Materialismo Histórico, (o Marta Harnecker dixit, como una Santa Biblia teórica del Marxismo), donde descubrió el término Espontaneísmo, que era tratado despectivamente en el entorno de aquella doctrina comunista. Según ellos, los espontaneístas nunca lograrían su objetivo, porque les faltaría la cohesión teórica y la disciplina que articula un Partido político. A pesar del anatema, cayéronle simpáticos al joven Faba aquellos espontaneístas. En cierto modo, pendulaban entre el discurso ácrata y los Consejos Obreros, (Anton Pannekoek dixit, otro manual de culto entre los progres de aquel tiempo.)

 

Bajo la retícula de toldos azules y blancos, que cubren el centro y el extremo oeste de la plaza, la Puerta del Sol parece haberse transformado en un poblado subterráneo de beduinos del desierto. Falta el oxígeno bajo las lonas protectoras, pero se observan imágenes impensables -hasta ahora- en pleno corazón urbano. Los numerosos mostradores que separan los diferentes recintos, han formado su trazado espontáneo de callejuelas bajo las sombras. Junto a zonas de reparto de bebidas y alimentos, puntos de información, y mesitas para firmas de adhesión, se agrupan multitud de sillones y sofás, que parecen haber caído del cielo como un milagro solidario por encima de los transportistas. Tanto asiento a la sombra, alfombras para la noche, y torres de mantas, le dan al pintoresco recinto un aire de gran jaima de los desiertos africanos. La luz azul que filtran los toldos, configura un sentimiento tuareg del paisaje, como un espejismo que no se sabe si es mero efecto óptico de lo más deseado, o plena revolución en marcha.  

 

Atónito quedose Faba, al ver en pleno centro de aquella plaza incandescente, a unos hombres con delantales blancos, repartiendo -sobre platos de plástico- grandes cucharones de fabada asturiana. Aparcada junto a ellos, se encontraba una furgoneta pintada con el logotipo de su restaurante: El mesón Asturiano. ¿Se trataría de una vinculación espontánea con los  indignados revolucionarios, o de una sofisticada campaña de publicidad indirecta del mencionado local, o simplemente de un veneno indirecto suministrado por los enemigos de la concentración revolucionaria madrileña? Si hubieran repartido gazpacho -con la que estaba cayendo- hubieran resultado menos sospechosos.

 

La fachada del edificio esquina con las calles Preciados y Carmen, se ha convertido en una escultura cúbica gigante, con una epidermis de carteles y rótulos plagados de lemas y consignas, que van más allá del nihilismo de los grafitis urbanos. La escritura es la reina del nuevo espacio, tanto en la futurista boca geodésica del nuevo tren de Cercanías, como sobre las espaldas del Oso y el madroño, o entre los muslos de la Mariblanca. Qué terapia de grito escrito más saludable, para una población que de tanto apretarse el cinturón -año tras año- ha terminado casi a punto del infarto.

 

La revolución española, (o spanish revolution, para la exportación), es una catarsis que la ciudadanía necesitaba. Tantos años reprochándole a la juventud que si estaban amuermados, y que si no se comprometían con nada, y ahora que lo hacen unánimemente, ¿quién puede  atreverse a reprochárselo? Bien al contrario, los adultos y mayores sienten por primera vez agradecimiento ante sus jóvenes, por esta radical ruptura del conformismo al que casi todos estábamos resignados. Para seguir reivindicando la Utopía, se necesita ardor juvenil y una mirada confiada, antes de que te la haya machacado la vida con sus martillazos.

 

¿Conseguirán algo, a pesar de los contrarios vaticinios marxistas, estos nuevos espontaneístas de la Puerta del Sol, y de todas las plazas ocupadas en otras ciudades de España? ¿Cómo ha juzgado la Historia y la Sociología la revolución hippy, o la del parisino mayo del 68? ¿Como fracasos, como conatos, o, simplemente como símbolos? Que nadie subestime el poder de los símbolos, porque sólo ellos han catalizado el cambio de las civilizaciones por encima de  los intereses económicos y los poderes políticos.

 

Con las furgonetas de los numerosos medios de comunicación desplazados al escenario de la noticia, en un extremo de la plaza; y los vehículos de la cauta y vigilante policía en el extremo contrario, subsiste la experiencia de la revolución simbólica en el Kilómetro Cero, centro radial y neurálgico de todas las plazas de España.

 

En lo alto del gran edificio escrito de Preciados, como el gran cubo negro sagrado de La Kaaba en la plaza de la Meca, una figura misteriosa pintada entre sombras, desautoriza al poder político vigente: “No nos sentimos representados por vosotros. No tenéis nuestra confianza”. Su posición cumbre, frente al torreón del reloj más famoso de España, permite que estos ojos vigilantes y protectores, parezcan pronunciar sentencia desde lo alto: «Que nadie se atreva a tocar a los jóvenes, ni a desalojarlos».

 

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