“Yo viví en Nicaragua en plena guerra, ¿sabes? En 1984”. Habla la mujer menuda en silla de ruedas con la que compartimos mesa de comedor durante un congreso en Caracas. “Participaba en una campaña de alfabetización. Cuando la Contra atacó nuestro asentamiento, me tiré de la silla, repté durante kilómetros, sin darme cuenta atravesé la frontera de Costa Rica y topé con su campamento. Disparé, alcancé a varios. El Frente Sandinista de Liberación Nacional me condecoró”.
La mexicana Irina Layevska Echeverría y su esposa Nélida Reyes estaban invitadas por el Ministerio de Cultura de Venezuela al Encuentro de Intelectuales, Artistas y Movimientos Sociales por la Humanidad para presentar el documental sobre sus vidas, Morir de pie, dirigido por Jacaranda Correa. Durante esa primera cena nos contaron que llevan 25 años juntas y que se han casado dos veces. No nos explicaron por qué. Nos reservaron un ingrediente sorpresa para el pase de la película: quien habla a cámara desde su silla de ruedas no es una versión más joven de la fascinante mujer de melena rubia que acabábamos de conocer, sino un chaval moreno, con barba, bigote y boina negra a lo Che Guevara.
Ese revolucionario mexicano, apellidado Echeverría, reaccionó pocos años después de esa grabación a un nuevo embate de la esclerosis múltiple abandonando el afán por encarnar el sueño colectivo del hombre nuevo para admitir un sueño propio, reprimido y negado desde la infancia: ser mujer. Disfrazarse de su héroe, entendió, le había valido de estrategia de travestismo para sobrellevar una identidad de género no deseada. Así que se afeitó el bigote y la barba, enterró la boina, transformó su cabellera azabache en una melena dorada y se volcó en una nueva revolución: la de permitirse renacer como Irina. Topó con la incomprensión de su familia y sus compañeros de lucha. Un destacado líder zapatista la expulsó del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) bajo el siguiente argumento: “Si traicionaste a tu género, puedes traicionar al proyecto”. El vecindario llegó a organizar recogidas de firmas para expulsarla por considerarla un peligro contra la moral. Su esposa Nélida, quien por esos años preguntaba a Dios qué era lo que tenía que aprender de esa inesperada prueba de la vida, encontró la respuesta con el apoyo de una psicóloga: “Hacer revolución no es solo irse a la guerrilla; también es atreverse a desafiar los prejuicios”.
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Irina me saluda extendiendo su alargada mano y se la aprieto disimulando la aflicción de sentirla floja e inerte. Nélida le da de comer a la boca. En cambio, puede manejar el celular: lo agarra con la parte interior de las muñecas, se lo acerca a la cara y aprieta la nariz sobre la pantalla táctil para enseñarnos fotos y agregarnos a Facebook. Sus piernas son tan flacas como los brazos. El torso, erguido y robusto, contrasta con las extremidades atrofiadas. Su estética denota coquetería y vitalidad: viste camisetas ajustadas de colores vivos, adorna sus ojos con eyeliner y gafas de sol de diva, y luce unas uñas pintadas de naranja fosforito. Dos mariposas tatuadas en su espalda simbolizan su metamorfosis.
Irina habla con el característico cantadito chilango del Distrito Federal (DF). La esclerosis múltiple también ha dañado su voz, causándole una afonía agravada por el aire acondicionado polar de las instalaciones venezolanas. Hace muchas pausas que indican fatiga, pero basta escucharla dos minutos para que se evapore el impulso inicial de compadecerse por ella. Le hemos caído bien. Su gesto duro y altivo, de barbilla bien alta, pronto se ilumina con una amplia sonrisa que entrecierra unos ojos profundos de expresión pícara. Irina deslumbra con su carisma de líder política, el sentido del humor ácido de quien ha aprendido a burlarse de la muerte y la dignidad con la que se niega a que la traten como inválida. Ya lo decía su otro yo en el documental: “La pinche lástima me encabrona”.
Nació con una esperanza de vida de 20 años. Su enfermedad se manifestó cuando recién estaba aprendiendo a hablar. Fue una infancia marcada por la soledad. “Mi papá hacía oídos sordos, mi mamá era muy fuerte en lo político, pero mi enfermedad la avasallaba. Sentí que o gritaba o me moría. Y así me fui haciendo rebelde, irreverente, insatisfecha”, nos cuenta.
Los tres años que su padre estuvo en prisión por su participación política en el movimiento estudiantil del 68 también fueron claves en su desarrollo emocional. Con solo cuatro años de edad vivió sus primeras humillaciones por su discapacidad: “Yo usaba aparatos ortopédicos muy pesados. Me costaba mucho trabajo ponérmelos. Los guardias me obligaban a quitármelos para revisarlos. Algunas veces me los retenían y no me dejaban pasar con ellos. Sin aparatos no caminaba. Yo armaba mucho berrinche, gritaba, me encabronaba, hasta que el jefe de guardia me autorizaba para ponérmelos. Eso me hacía sentir presa y oprimida”. La cárcel implicaba aislamiento también para ella: “Como no me permitían contar en la escuela que mi papá estaba preso, y mucho menos por qué, sentía que no tenía amigos”. En 1972 su padre salió de la cárcel y le llevó a Rumanía a operarle de una pierna. “Cuando llegamos, me dejó en el hospital y él se fue a congresos y a pasear por Europa. En los 8 meses que estuve ingresada, con puros niños rumanos sin hablar la lengua, no lo vi”. Cuando volvió a México, en los años de la guerrilla, siguió visitando junto a su madre a los amigos presos de su padre. Así, pese al rencor acumulado hacia su progenitor, terminó “paradójicamente”, siguiendo sus pasos.
Después pasó diez años entre su ciudad natal y Moscú, adonde viajaba para realizarse chequeos médicos y tratamientos. “Tenía múltiples diagnósticos: creyeron que era polio, que era espina bífida… No fue hasta 1993 cuando los médicos cubanos me confirmaron que era esclerosis”. En el Hospital Clínico Central de Moscú atendían a dirigentes de partidos comunistas de todo el mundo. “Ahí conocí a Yasser Arafat, llegó Daniel Ortega, Tirofijo de las FARC… Debatía con todos. Arafat quería casarse con mi mamá, que ya estaba divorciada de papá”, relata divertida. Y ahí, entre círculos de estudio y mesas de debate, consolidó su conciencia política:
“Yo sentía que México era el país más light de todos los que estaban ahí. Incluso mi misma condición de paciente, porque iba por una cuestión clínica y los demás por secuelas de tortura, por lesiones de guerra, amputaciones… Yo iba simplemente a un tratamiento. Entonces me sentía muy pendeja. Y creo que eso fue lo que me hizo ir a Nicaragua. La enfermedad estaba avanzando muy rápido. En un periodo de dos meses dejé de caminar y sentí que me iba a morir. Es más: me quería morir. Me daba terror pensar que la enfermedad me dejara postrada en la cama. Entonces morir en una circunstancia de lucha, como el Che, era más romántico. Que me den un balazo, para tener un pretexto. No sé por qué nunca me alcanzó ningún tiro. Muchos compañeros caían al primer balazo. Se dice que cuando te toca te toca, y cuando no, aunque te pongas. Y por más que me puse, no me tocó. Yo iba con un AK-47 y con un fusil checoslovaco chiquito, muy ligero y práctico. Encontramos el campamento, avisamos, atacamos y ganamos”.
—¿Cómo se sintió?
—Omnipotente. Todopoderosa. Invencible.
A partir de entonces, dedicó unos meses a entrenar a combatientes lisiados para que pudieran seguir luchando: “Quedar con una condición de discapacidad, o diversidad funcional, es una pequeña muerte. Lleva un proceso de duelo. Lo primero era un entrenamiento emocional para que aprendieran a modificar su cotidianidad sin sentirse derrotados. Volver a utilizar instrumentos que causaron tu condición es terapeútico”, afirma.
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La próxima parada fue Cuba. En 1991, tras la caída del Muro de Berlín y el inicio del crudísimo periodo especial en Cuba, el joven de estética guevariana que aún no había iniciado su revolución de género participó en la creación de un comité de solidaridad que promovía la donación de petróleo mexicano al pueblo cubano.
A Nélida la conoció en 1992, en una reunión del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), en el que ambas militaban. Nélida era (y sigue siendo) trabajadora del metro del DF desde 1983. Los sindicatos democráticos habían sido depuestos por un sindicato vertical y a Nélida la empujaron a ser representante. En 1987 ocurrió el episodio que le cambio la vida: “Unos sujetos me dispararon en mi taquilla. Lo más aterrador es que tengo conciencia de que uno de los tipos se paró frente a mí, nos miramos a los ojos y pensé: ‘este güey vino a matarme’. Salté por el susto y la bala me rozó. Cuando tuve conciencia de que no estaba muerta, me di cuenta de que no había hecho aquello a lo que vine a hacer”.
Inició una intensa etapa de militancia que incluyó afiliarse al PRT, hacer huelga de hambre cuando la policía la detuvo junto con otras compañeras acusadas en falso de haber robado y golpeado a otra trabajadora (una de las tantas “prácticas mafiosas” del sindicato vertical) y, finalmente, sumarse al comité de solidaridad con Cuba. Ahí conoció a Echeverría, cuyo aspecto y carné de identidad afirmaban un sexo masculino. Se enamoraron y poco después celebraron su primera boda.
Cuando los médicos le anunciaron que iba a perder la visión, Echeverría estuvo a punto de suicidarse. Nélida le dijo: “Tu problema es que no has explorado tu feminidad, que no te permites llorar, sentir”. Nunca imaginó el efecto que tendría ese consejo bienintencionado. El joven revolucionario que admiraba a héroes asmáticos invencibles se permitió llorar. Un día se probó un vestido de su mujer y, con él durmió bien por primera vez. El 24 de agosto de 2001 se presentó ante su esposa como Irina Layevska, el nombre de una enfermera rusa que fue su amiga en su adolescencia.
—Nélida, recibir a Irina implicaba perder un esposo y embarcarse en una relación lésbica. ¿Cómo hizo ese duelo?
—[Nélida] Cuando Irina me dijo que llegó y que llegó para siempre, yo me quedé muy impactada. Nunca había tenido cerca a una persona que viviera un proceso trans y yo era heterosexual. Me suponía una crisis no solo de pareja, sino existencial, a la que se sumaba el hecho de que su enfermedad se recrudeció y que su familia estaba al margen. Yo le decía a mi terapeuta gestalt: “Me siento como si no supiera nada de la vida”. Me enojé, me frustré, me separé de Irina. No estaba de acuerdo con el proceso pero al mismo tiempo no quería que la gente la jodiese. Ya entonces los vecinos nos estaban discriminando. Irina me dijo: “Pues igual te tienes que despedir de tu pareja”. Pues sí. Poco a poco, empecé a darme cuenta de que Irina tenía los mismos valores que mi pareja, de que era la misma persona que yo conocí. Lo que cambió fue su imagen. Sí que sufrí con esa etapa Barbie. Irina estaba naciendo y valoraba cosas que a mí me daban mucha pereza: champús especiales, maquillaje… Igual ahí canalicé mucho enojo.
—[Irina] Cuando decidí comenzar el proceso estaba absolutamente convencida de que nuestra relación había terminado. El avance de la enfermedad me pilló por sorpresa. Pasé más de un año casi diario en hospital: análisis, consultas, resultados, malas noticias. Nos fuimos separando. La noticia de la ceguera me impactó e hizo de detonante. Pensé: “No tengo pareja, ya no la voy a lastimar, mi familia me vale madres porque no dependo de ella ni ella de mí”. Es entonces, en Cuba, cuando decido quitarme el disfraz del Che y comenzar mi proceso. Pero torpe equivocación, porque cuando tengo el ánimo de comentárselo a Nélida me doy cuenta de que sí la lastimo, y que lo que creía que estaba roto lo estaba terminando de romper. Fueron dos años de separación, aunque vivíamos en la misma casa. Neli se metió más de lleno en la lucha sindical y yo me dediqué a nacer. Un día me dijo: “Pues dice Marisol [la terapeuta] que podemos ser hermanas. ¿Te gustaría ser mi hermana?”. Pues de ser hermanas a no ser nada, prefiero ser una hermana incestuosa [Risas]. Neli empezó a tener una relación con un hombre, y cuando sonaba el teléfono y era ese chavo, me di cuenta de que no la dejé de querer.
Irina no se define como transexual, sino como mujer. Y por eso habla de sí misma por su nombre elegido y en femenino aunque se refiera a episodios anteriores a 2001. “Para mí la transexualidad es un proceso que inicia, avanza y culmina cuando tu entorno te asume y tú te asumes. Defiendo el derecho a la identidad de cada quien, así que respeto si alguien se siente satisfecho identificándose como trans. Pero logramos una ley que ahora me garantiza contar con documentos acordes a mi identidad. Mi transición terminó”, explica. Cuando el Estado de México DF reconoció ese derecho tramitó el cambio de nombre y de sexo. Entonces celebraron la segunda boda. Antes tuvieron que divorciase porque el estado civil de Nélida seguía siendo de casada.
En la actualidad, Irina tiene un trabajo administrativo en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que desempeña en su casa y que compatibiliza con una intensa actividad a favor de los derechos humanos, incluido brindar asesoría y acompañamiento al colectivo de trabajadoras de la plantilla del metro en el que Nélida sigue dando la batalla. “Por primera vez estamos en pláticas con la empresa y parece que hay voluntad de resolver injusticias de más de 40 años. Eso al sindicato le enfurece, porque nos saltamos su interlocución”, cuenta Layevska orgullosa.
—Irina, antes de su transición, ¿tenía inquietudes relativas a la igualdad de género?
—Sí, mis compañeros se enojaban conmigo porque sus novias buscaban mi respaldo y yo les regañaba. Yo tenía cierta autoridad moral para mucha gente. Crecí en una familia de mujeres (mis hermanas, mi madre, mi abuela). En mi casa tender mi cama era lo normal. Cuando un hombre me preguntaba con extrañeza “¿Lavas tus trastes? ¿Cocinas?”, pues yo contestaba con sorpresa: “¿Y tú no?”. La violencia contra las mujeres fue un tema que siempre me pegó. Era una persona muy tímida y asumía un ‘no’ antes de escucharlo. Pero sí que me enamoraba de todas las mujeres. Cuando asumí mi feminidad me di cuenta de que ser hombre me ubicaba en un estatus social privilegiado; después de pasar mi proceso y viví en carne propia las agresiones machistas, pude vivir la lucha feminista con mayor congruencia.
—¿No le decepcionaba ver actitudes machistas en los líderes que admiraba?
—Me encabronaba. Tuve la oportunidad de conocer a una de las hijas del Che, a Hilda. Un día ella me dijo: “Es increíble que, de todos los hijos de mi papá, el que más se le parece seas tú”. Platicábamos esa contradicción del héroe mítico dispuesto a sacrificar todo, incluso a los hijos y a la compañera. Le dejó a su esposa Aleida toda la responsabilidad. Aleida tiene una parte gigantesca de heroicidad, por sacar adelante sola, con el apoyo del Estado pero como madre soltera, a cuatro hijos, mientras que el Che se hizo inmortal. Fidel era muy machista, pero su bendición es su sobrina, Mariela Castro, hija de Raúl, quien cumplió un papel de pepito grillo con él. Como Fidel es un tipo muy curioso, preguntaba y preguntaba. Mariela nos contó que pasó varias noches hablándole de diversidad sexual: qué es ser homosexual y lesbiana, cuál es la diferencia entre identidad de género y orientación sexual… Fidel estaba encantado escuchando. Al principio decía: “No entiendo, no entiendo”. Y se enojaba, “eso no puede ser”. Después el tema le apantalló, le gustó, y con el paso del tiempo asumió rectificaciones.
—¿Y cómo reaccionaron esos hombres revolucionarios cuando se presentó como mujer?
—El 90% de las personas cercanas políticamente, se fueron. Muchas a través de burlas e insultos. Algunas hicieron alianzas macabras con mi madre para hacerme pasar momentos muy jodidos. Más del 80% de ese 90% se fue para no volver, y menos del 10% ha sido intermitente; es con quienes he podido construir proyectos e ideas. La enorme mayoría son mujeres, reconocidas feministas y luchadoras sociales. Fue doloroso, pero no diría que repercutió en mi vida política. De mi paso por la vida clandestina del EZLN, sí fue un golpe emocional y político que me expulsasen por mi proceso sexogenérico. Sentí quedarme huérfana, pero después entendí que la revolución es más grande que las personas; dejé de extrañarles y de darles una importancia que no tienen.
—¿Se siguen sintiendo solas?
—[Irina] Hemos encontrado apoyos, sobre todo en colectivos de derechos humanos. El entorno más violento sigue siendo el de los vecinos que me conocieron antes del proceso. Quien me conoce ahora no tiene ni idea del cambio. Tal vez sientan que hablo raro, porque estoy superafónica. La esclerosis provoca que la tiroides empiece a tener variaciones que afectan al grosor de la laringe y producen afonía. Tengo una amiga trans, Gloria. Nos conocimos en Cuba, antes de nuestros respectivos procesos. Gloria es periodista y entonces tenía un parecido impresionante con Jim Morrison. Nos decían el Morrison y el Che. Después nos reencontramos en otra condición. Ella reivindica su identidad trans, si un mesero le llama “señorita” contesta con su vozarrón: “Yo no soy señorita, soy trans”. Preside una asociación que se llama Nación Trans. Me dice: “Con tu capacidad, puedes llegar a ser dirigenta y podemos hacer muchas cosas”. Pero yo no me siento trans.
—En un momento del documental en el que acaba de pasar por una crisis de salud, dice entre lágrimas: “Cuando no tienes control del cuerpo, se te va la vida”. ¿Con la transición de género cambió la relación con su cuerpo?
—[Irina] Antes, yo jamás me ponía un short. Ir a la playa y ponerme el bañador, ¡nunca! Ahora me gustan los shorts y las minifaldas. No me gusta mi panza y quisiera tener más pecho [risas]. Pero me gusta verme. Me veo como siempre tuve derecho a verme.
—[Nélida] Cuando empezó su tratamiento hormonal, cambió su imagen en dos meses. Y ya cuando se puso la melena rubia, le dije: “No mames, Irina, tal y como es tu papá, te va a andar ligando, güey, ni cuenta se va a dar de que eres tú”.
—Hay una escena larga en la que se ve cómo se bañas y se viste. ¿Le costó desnudarse ante la cámara?
—[Irina] El problema no es el desnudo en sí. La cámara impacta, pero la fotógrafa brindó mucha confianza. Cuando me dijeron “queremos retratar tu cotidianidad, cómo te bañas y cómo te vistes”, tardé muchos meses en decidir. No quería. Todavía esa parte del documental no la veo.
—[Nélida] Perdió habilidad para vestirse. Esas escenas me dan ansiedad.
—[Irina] Antes podía hasta atarme los cordones de los zapatos. Hoy ya no puedo. Es como vivir un duelo cotidiano, cada día hay algo nuevo y hay que adaptarse. Llegas a estos lugares desconocidos y observas cómo es el baño…
—[Nélida] Pinche tina.
—[Irina] Qué altura tiene la cama… Todo eso se traduce en angustias.
—Es sexóloga de formación. ¿Por qué eligió esos estudios?
—[Irina] Eso ya fue en el 2003. Cuando empecé el proceso, pensaba que era la única persona en esa situación. Me metí a investigar, me di cuenta de que es una condición más común de lo que pensaba, pero ¿cómo se sobrelleva? Busqué terapia y, afortunadamente, di con David Barrios, uno de los mejores sexólogos del país. Salí de la consulta sabiendo que no estoy loca. Pensé: tengo que entender más, y no sólo entenderme a mí. Además, siempre fui una persona muy sexual, muy cachonda [sonrisa pilla]. Si hay una disciplina que estudia la sexualidad humana sin mitos ni prejuicios, yo quiero conocerla. Y quiero conocerme, y conocer mi nuevo cuerpo sin miedo. Si la máxima es que los sexólogos saben tener buen sexo, yo quiero eso. Y me gustó. [Risas]. A la terapia me he dedicado poco, aunque me doy cuenta de que no soy mala terapeuta. El activismo trans no me gusta, tampoco el de la diversidad funcional; me gusta el activismo social, no encasillarme.
—¿Hay alguna revolución que le tenga ilusionada?
—Es que la ilusión es muy fugaz. El proceso venezolano tuvo momentos que me entusiasmaron mucho y su discurso emociona. Pero siento que es una revolución inconclusa. Salimos del evento y lo primero que nos dice el chófer es: “Suba las ventanas porque aquí asaltan”. ¿Entonces dónde estoy? Falta resolver cuestiones como la criminalidad, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, los derechos de las personas con discapacidad… Caracas es una ciudad absolutamente inaccesible. Estuve dispuesta a dar la vida por la revolución sandinista, pero el Frente se dividió y, pese a que el triunfo de la revolución fue en el 79, continúan con rezagos del somocismo. Entonces, se sufre mucha desilusión. El EZLN tuvo un momento de mucha luz, pero cuando una está dentro, el trabajo clandestino la hace callar, y a mí me molestaba mucho el culto al subcomandante Marcos.
—¿Y no le molesta el de Chávez?
—Sí. Puedo entender el papel histórico que cumplió, fue un gigante, pero un pueblo no debe sujetarse a un fantasma. Maduro es un verdadero estadista, pero la imagen de Chávez lo achica.
—Están volcadas en la denuncia de la situación en México, de actualidad a raíz de las desapariciones de estudiantes en Ayotzinapa. ¿Tienen esperanza?
—[Irina] No. Aún si quitan a Peña Nieto, pondrán a otro.
—[Nélida] Pero yo creo que renunciar a Peña Nieto, si crece la inconformidad y el FMI actuara, aunque pusiera otro, significaría un empoderamiento de la gente, una esperanza.
—Irina, ¿por qué cree que has llegado a los 50?
—Por pinche mala suerte. [Risas]. Cuando llegué a los 40 lo disfruté, pero cuando cumplí 50 lloré mucho. Puede ser un triunfo, puede ser burlarme de la muerte, que además la conozco cara a cara. Nunca la he temido, a veces la siento mi amiga. Me quiere tanto que no me lleva, la pendeja. Pero yo hubiera querido llegar a los cincuenta con más capacidades físicas. Afortunadamente, la esclerosis todavía no toca la parte cognitiva. Según la neuróloga, en algún momento la va a tocar. Tampoco me quiero atormentar pensando cuándo. Pero en el primer momento en el que me dé cuenta de que no estoy siendo coherente con mis pensamientos, me voy a ir de este mundo; espero encontrar la fórmula adecuada para irme sin dolor ni sufrimiento. Me vale madres si la eutanasia no es legal. Mi vida es mía, mi cuerpo es mío.
Este texto se publicó originalmente, con ligeras variaciones, en Pikara Magazine.
June Fernández es periodista. Activista feminista y antirracista, entre otros -istas. Impulsora de Kazetarion Berdinsarea. He trabajado para medios generalistas (El País) y especializados (Frida, Emakunde…). Precarizada y quemada, fracasó en el intento de descansar del llamado periodismo activo. Pikara Magazine, la revista que dirige, es el resultado del síndrome de abstinencia. En FronteraD ha publicado Activistas que no se casan ni con la disidencia ni con el régimen en Cuba. En Twitter: @marikazetari.