Hacía mucho que no pasaba por el faro de Moncloa. Fue ayer, dando un paseo con Irenita. Y, claro, volví a acordarme de Bruno, il capo, y de su risa. Aunque hay personas que ocupan un sitio en nosotros por derecho propio (yo pienso en él a menudo), evocaciones que no necesitan el sabor de una magdalena para surgir.
«¡A mí no me quiere ni mi madre!», recuerdo que aullaba Bruno en mitad de una partida, tras ganar otra mano. Había ido encadenando victorias, casi tantas como tragos de cerveza, y acordándose del “afortunado en el juego…”, emitía de repente su conclusión, siempre a voz en grito —«¡A mí no me quiere ni mi madre!»—, y todos nos echábamos a reír. Era imposible no hacerlo, porque la risa de Bruno se contagiaba con facilidad.
Todo eso fue en agosto del 85, en las timbas de la habitación que compartíamos en aquel hotel de Catanzaro. Allí nos alojábamos los cuarenta jóvenes becados para un curso de verano. Bruno y yo nos habíamos conocido al comenzar el año académico en el Instituto Italiano de Cultura, y enseguida habíamos simpatizado. Me acuerdo de la mañana de junio en que, tras entregar los papeles de la beca, nos sentamos al sol en un portal, cerca de la Plaza Mayor, con una litrona y un cartucho de aceitunas, a especular ociosamente sobre el viaje.
«Voglio una donna!», clamaba Bruno de vez en cuando en Catanzaro, quizá ya de noche, pasado de copas. Lo gritaba para la galería, para hacernos reír a Alberto, a Miguel Albero, a mí y a los demás, porque la chica más guapa del grupo, la piccolina Esperanza —bajita y chuleta, de ojos grandes y larga melena castaña—, ya había empezado a hacerle caso. Pero daba igual: «Voglio una donna!», volvía a gritar il capo entrecerrando los ojos, y luego prorrumpía en una risa contagiosa.
Imposible no acordarme de todo eso al pasar ayer con Irene por el faro de Moncloa. Me digo a veces que la muerte de un amigo es más dolorosa cuando habíamos dejado de verlo. Lo que me contó Pía una mañana de hace más de veinte años, que Bruno…, desde lo alto de ese mirador…, ¿sería verdad? Y si no hubiéramos dejado de vernos, ¿habría servido mi amistad de algo? (Una de esas cosas absurdas que no podemos evitar preguntarnos). Pero ahora solo quería hacer un apunte al natural de la sonrisa de mi amigo, y de cómo se reía: con ganas, echando la cabeza un poco para atrás y abriendo mucho la boca pequeña.
«¡A mí no me quiere ni mi madre!», aullaba Bruno en el 85. No era verdad, claro, por muchas veces que ganara al mus en la timba de nuestra habitación, en aquel hotel de Catanzaro. Debemos de ser todavía unos cuantos —incluida tal vez la piccolina— los que nos acordamos de él, y si cerramos los ojos aún podemos oír su risa.