Entre tantos calores, la mano de Dios señaló un sospechoso día de viento desatado para celebrar la romería en lo alto de un cerro. Los polluelos lloriqueaban de sueño, pero la mano de Dios los puso a todos en marcha y colmó de caricias a los más desolados, cuyo minúsculo llanto no hiere a nadie y conmueve a la mano de Dios. Los coros y danzas repasaban los cantares que pensaban entonar cuando avistaran la cima y los ingenieros arrastraban cerro arriba las treinta bibliotecas. Incluso el pájaro cabra, el mismísimo romero que recorre cada día todos los cerros para testar la holgura del mundo, ocupó su lugar con varias edades de ventaja. En la ligereza de las alturas se olvidaron las antologías amargas y no hubo reprimendas para los polluelos, que correteaban en todas direcciones. El cantar feliz se prendió en los vientos y apareció la vida para rimar el verso final. Al atardecer, una lluvia menuda cayó sobre el valle y el sembrado la recogió, silencioso.