Pocos días después de plantear en este artículo la posibilidad de que un 15-M aún activo podría haber hecho imposible que cuajara la ultraderecha de Vox y de preguntarnos si quizás la estrategia de Íñigo Errejón sería más eficaz para neutralizar el éxito de esta nueva fuerza en las elecciones andaluzas y, muy probablemente, en las próximas citas electorales, el ya ex diputado decidía desligarse del proyecto de Podemos y apostaba por unir sus destinos con Manuela Carmena, en cuyo historial en la alcaldía constan sus diferencias con el partido morado, las destituciones de cargos de IU y las críticas de miembros de la plataforma municipalista Ganemos o de Izquierda Anticapitalista (una corriente de Podemos).
Íñigo Errejón fue el principal responsable, seguramente, de las líneas que siguió Podemos en sus primeros momentos: un partido-movimiento transversal, que no apelaba a ninguna clase social en concreto, sino a una masa llamada «gente»; que no se definía como una fuerza de izquierdas o de derechas; que hablaba en términos de arriba y abajo, del pueblo contra la élite; que tampoco tenía remilgos en usar y reivindicar una palabra «patria» que pretendían resignificar y llenarla de un contenido, eso sí, muy materialista y ambicioso, aunque también sentimental: la patria cuida, protege, da seguridad. Además, Podemos en un principio jugó con la ventaja de ser lo nuevo frente a lo viejo, de ser lo fresco frente a lo corrupto o cerrado que representaban los partidos que habían estado funcionando desde la Transición.
Se trataba de un mensaje y de una estrategia que pretendía no significarse demasiado, no colocarse muchas etiquetas, para ser lo más inclusiva posible, al tiempo que se otorgaba un protagonismo muy importante a «la gente», que era la que tenía que dirigir tanto las estructuras del partido como sus programas.
Este primer Podemos tuvo mucho éxito. La estrategia del pueblo contra la élite, sobre todo en un momento de crisis en que se rescataba a los bancos mientras había un 25% de paro, bajadas salariales, precariedad y falta de horizontes para la juventud, fue muy eficaz. Podemos tuvo al alcance de su mano ser la segunda fuerza política de España y soñó despierto con superar al PSOE en las elecciones de diciembre de 2015. Pero fue un sueño que quedó en eso. Pero sus líderes llegaron a afirmar que con una semana más de campaña habrían logrado el sorpasso. Ésos eran los tiempos del Podemos maquinaria de guerra electoral.
La primera cesión que probablemente protagonizó Íñigo Errejón vino justo después de esa cita electoral que tuvo que repetirse porque no fue posible formar Gobierno (en parte porque Podemos buscaba culminar su éxito en esa «segunda vuelta»): el desprecio que durante muchos meses los líderes de Podemos mostraron por IU se convirtió en interés por sus votantes y sus escaños, que podrían ser muy útiles tanto para lograr mejores resultados que el PSOE como para sumar con él para un eventual Gobierno futuro. Con la decisión de crear Unidos Podemos con Izquierda Unida, se materializaba un alineamiento más a la izquierda de la que a Errejón le hubiera gustado mostrar. Y el resultado pudo darle la razón, porque la suma no sumó.
Poco a poco (quizás por la influencia de IU en Podemos, quizás porque Pablo Iglesias volvió a sus orígenes, que están lejos de la tradición populista latinoamericana de la que bebe Íñigo Errejón), Podemos dejó de ser un partido con el afán atrapalotodo de sus inicios. Y en el último Vistalegre, la estrategia de Pablo Iglesias, más alineada con la izquierda clásica y reconocible, logró un mayor respaldo que la de Íñigo Errejón, que quedó relegado.
Errejón, por tanto, tiene razón en que el Podemos del principio no se parece al actual. No sólo porque su estrategia es diferente y contraria a la que él defiende, sino también porque ha dejado de contar con una masa entusiasmada y constantemente movilizada -no en la calle, no para reinvidicaciones materiales concretas- en apoyo de su proyecto político.
La desaparición del entusiasmo alrededor de la marca Podemos es consecuencia de sus decepcionantes resultados electorales y, también, puede ser la causa de que a partir de ahora sólo le quede ir perdiendo terreno primero en las encuestas y después en la realidad de los próximos comicios.
Íñigo Errejón parece que ha querido desmarcarse tanto de una formación con la que ya tiene poco que ver como de un partido que ya está lejos de ser percibido como una marca de éxito. A cambio, ha optado por unirse a y constituir un tándem con Manuela Carmena, que aún cuenta con esa aura ganadora, y también con un proyecto muy parecido al que él considera más eficaz: no está muy significado y sí es muy transversal; transmite la sensación de orden, sentido común y huye de posibles radicalismos; no es agresivo contra el poder y es amable con los desfavorecidos; y es bonito y apela mucho a los mejores sentimientos.
Las tradiciones de Pablo Iglesias y de Íñigo Errejón son diferentes e irreconciliables. El primero proviene de la izquierda clásica que parte de la premisa de que ésta es una sociedad de clases, se erige en defensora de una y le presenta el proyecto político que tiene la convicción de que es mejor y trata de persuadir de que así es; mientras que el segundo procede de la tradición populista que trata de amoldarse a las circunstancias y demandas sociales para alcanzar el triunfo electoral y, para ello, utiliza categorías mucho más abiertas e inclusivas como «gente», «pueblo» o «patria». El primero trata de crear una identidad de clase basada en las circunstancias materiales; el segundo, una identidad menos materialista y más emocional, a veces ligada a la nación y otras, contra una élite estereotipada y desdibujada.
Cuando la crisis y las protestas sociales abrieron la ventana de oportunidad, Errejón e Iglesias, a los que se unieron los anticapitalistas, seguramente discutían y contraponían sus diferentes visiones del mundo, pero les unía el dorado horizonte que veían en su porvenir. Cuando ese horizonte no sólo se aleja sino que parece que se deshace, las diferencias se han convertido en irresolubles y ya sólo queda repartir las herencias.
Errejón, yéndose, vuelve a sus orígenes. Pablo Iglesias, posiblemente, también.
Para Iglesias y para el resto de la izquierda se abre una oportunidad de reivindicarse y reconstruirse. Y, como estamos viendo en los últimos días, parece que no la va a dejar pasar: diferentes espacios están rearmándose ideológica y programáticamente para las próximas citas electorales.
La izquierda real española (la socialdemocracia avanzada, a más no hemos aspirado en los últimos cuarenta años de democracia) se la juega en estos próximos meses o en estos próximos años. Es una cuestión existencial. No hablamos de marcas o de siglas, sino de las ideas. que pueden quedar para siempre sepultadas, como está ocurriendo en otros países europeos, si se equivocan de estrategia, si se dejan llevar por cantos de sirena que les pueden llevar a abandonar de nuevo su rumbo.
Las propuestas de Íñigo Errejón y Manuela Carmena pueden desempeñar un papel importante inclinando la balanza social hacia posiciones más progresistas, pueden ayudar a echar el freno al proceso de derechización de la política, pero la izquierda real no puede abandonar una agenda que es más necesaria que nunca: una profunda intervención en la economía.
Es muy difícil de prever qué lugar ocupará Pablo Iglesias una vez todo se reordene la situación. Pero todo parece apuntar que no quedará bien parado: su imagen está muy deteriorada. Es posible que pronto su figura quede amortizada y al frente de una izquierda reconstituida aparezcan nuevos protagonistas que ahora mismo ni podemos imaginar.
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