Ítaca, una de las salas que con más ahínco intentó abrir formas innovadoras de hacer teatro en Madrid, ha vuelto a abrir sus puertas «tras dos años y medio dedicados a crear espectáculos para otros escenarios». Y lo hace con una declaración de activos, pasivos e intenciones: «Seguimos peleando contra una deuda que nos acosa y un medio árido y sonámbulo. Seguimos creyendo en un teatro crítico y comprometido con el hombre y sus verdades, pero sin renunciar a la diversión y la risa. Creemos que en la mirada mestiza, la nuestra, hay caminos para avanzar en la construcción de una conciencia humana universal, y por eso seguimos investigando en los clásicos para entender lo contemporáneo y viceversa. Seguimos buscando las miradas más amplias y menos dogmáticas allí donde las encontremos sea en Cervantes o en los cuentos africanos, en historias de payasos o en crisol de culturas que se han convertido los suburbios de Madrid. Nos declaramos en crisis general y permanente y casi huérfanos de esperanza y futuro, pero que conste: NUNCA HEMOS ESTADO MEJOR DESDE QUE ESTAMOS MAL». Y vuelven a casa con el espectáculo «El lazarillo de Tetuán», escrito y dirigido por el impulsor de la sala, Pepe Ortega. Interpretada por Julián L. Montero y Rafael Díez Labín, se trata, como dicen sus artífices, de «un extraño experimento pedagógico-teatral donde Lazarillo es representado por un muchacho magrebí de la calle, Rasheed y sus diversos amos por Santiago, un actor fracasado de mediana edad, director de una compañía teatral que intenta ganar puntos ante el poder».