La ira de dios siempre ha tenido mejor prensa que las tretas del diablo. El pecado de no formar parte del ejército divino se paga caro pero ser general de las tropas del bien supone bula. Lo saben bien los oficiales estadounidenses que, cuando fallan el tiro o se les va la mano, observan como sus tropelías se catalogan de errores, daños colaterales (en esta época esta fórmula ya no es tan sexy) o, en el peor de los casos, son consideradas como uso excesivo de la fuerza (eufemismo elegante para denominar a un criminal del Estado). Sin embargo, los adjetivos que buscamos para calificar a las tropas del mal no son tan comprensivos: cruel atentado, sanguinario ataque, despiadada estrategia…
Esta semana, en Otramérica, los miembros de la trinchera bendecida por dios y las urnas han festejado a ritmo de cumbia el bombardeo que ha acabado con la vida de uno de los guerrilleros más buscados y temidos de estos lares: Monojojoy, el jefe militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Felicitaciones y relatos detallados del operativo (como si se tratara de un trasplante de cara inédito) se han salpicado con fotos deleznables del cuerpo deformado y chamuscado de ‘Jorge Briceño’. Es la sevicia de los buenos, el trágico ensañamiento de los victoriosos, la doble humillación al vencido. El guerrillero retratado por medios y políticos como la reencarnación de satán era de carne y hueso, usaba rolex y también sufría de diabetes.
La caza de Monojojoy es un golpe contundente a las FARC, aunque no supone el final de las mismas (como no lo fue la similar cazería en la que cayó Raúl Reyes ni la muerte natural de Tirofijo). En Colombia se canta victoria y se habla del principio del fin pero es un fin al que le quedan muchos capítulos, algunos de ellos amargos. Lo que no se cuenta es que los problemas de Colombia son bastante más complejos que la existencia de una guerrilla sin norte, desgastada por el tiempo, cerrada a cualquier proceso negociado porque los anteriores concluyeron en masacre oficial silenciada y olvidada (como la de los 4.000 dirigentes de la Unión Patriótica en el periodo del ahora poeta homenajeado y desmemoriado Belisario Betancur). Sólo el 15% de las muertes violentas de Colombia son atribuibles al conflicto armado y político, lo demás es violencia social, la respuesta de una sociedad desigual e injusta manejada por una pequeña casta (15.000 personas poseen el 61% de las tierras cultivables, según el propio gobierno), infiltrada hasta el tuétano por la cultura narco, inyectada en sangre por un conflicto armado que comenzaron los partidos tradicionales (Conservadores y Liberales) hace 61 años y acostumbrada a solucionar cualquier conflicto (desde una riña casera hasta una disputa de linderos) a bala o machete.
Pero eso no importa. Estamos en una época de enemigos claros y simples, que funcionen bien en las campañas de comunicación del poder, en la que la guerra es un buen negocio económico y un mejor negociado político. El conflicto es rentable (en España con ETA, en Colombia con las FARC o en la comunidad internacional con Al Qaeda). El día que se acabe, igual nos toca pensar en la sociedad que habitamos, en la ilógica forma de excluir y matar que consolidamos día a día, en la imperiosa necesidad de insuflarle humanidad y justicia a la política.
La muerte de un tipo tan jodido y limitado como Monojojoy (militar es militar, aunque sea irregular) es buena si supone el principio del principio de un proceso de negociación política. Todo lo demás será saña, persecución, venganza y sevicia, pero de la de los buenos.