Con cada paso, los hombres se adentraban en nuevos valles verdes y floridos mientras el agua de los arroyos se colaba de cuando en cuando entre sus pies. Los saludables animales pacían ante los ojos gozosos de los rastreadores, que no habían perdido la fe en los rastros esperando ver algún día tanta vida junta. La lluvia unía el cielo con la tierra, libre del esfuerzo que derrocharían los ingenieros en dar nombre a todo lo descrito. Conmovidos al fin por la belleza de la tierra, los hombres demoraron el paso y la mano de Dios, que lo comprende todo, declaró que era tiempo de sembrar.
Los coros y danzas olvidaron de inmediato las canciones de camino y recordaron las de labor, que acompañan mejor estas líneas. Los rastreadores ya habían encontrado el rastro de las semillas cuando la mano de Dios apuntó que lo primero era construir la casa; ya se encargarían de la siembra cuando menguara la luna.
Los soñadores se habían entretenido en el primero de los valles, que los niños pintarían fielmente en sus dibujos. Una sola primavera bastó para que comprendieran la verdad y siguieran el camino. Iban concluyendo sus reflexiones cuando el pájaro cabra cantó que la luna menguaba y se adentraron en un valle por el que se desparramaban las casas donde nacían y morían los hombres. Los soñadores intuyeron que aquellos animales ya tenían nombre propio y que las hierbas no guardaban sus secretos y aliviaban los dolores. Ya se asomaba a lo lejos el revuelo de las nuevas danzas alternadas con el tiempo de trabajo mientras la mano de Dios lanzaba las semillas al vuelo con una gracia incomparable.