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La sociedad carioca, en estado de apartheid

 

Con la ayuda de los medios de comunicación, ha ido calando el discurso de criminalización de la pobreza y conversión del favelado en enemigo de la clase media Tras las incursiones con tanques en favelas como el Complexo do Alemão, las autoridades y la prensa venden una batalla final contra el narcotráfico, pero se trata más bien de un cambio de manos del crimen organizado. A la barbarie de las facciones sucede la lógica letal de las milicias, grupos paramilitares que ya han tomado el control de muchas favelas.

       Un inmenso muro de hormigón rodea la Maré, un complejo de 16 favelas donde viven más de 130.000 personas en la zona norte de Río de Janeiro. Es el sobrecogedor muro de la vergüenza que sintetiza las contradicciones de la sociedad carioca, una de las más desiguales del planeta. Observar aquel enorme montón de cemento desde lo alto del morro impresiona: los muros invisibles, la segregación, ya existían, pero ahora se han erguido físicamente en torno a una docena de favelas de la Ciudad Maravillosa. Los turistas que atraviesan la Maré viniendo del aeropuerto internacional de Galeão ya no pueden ver las chabolas. La pobreza incomoda y Río de Janeiro se pinta la cara para el Mundial y los Juegos Olímpicos. Y ha costado caro: 40 millones de reales (unos 18 millones de euros) para levantar once kilómetros de barreras de hormigón en torno a una docena de favelas. “Con la de cosas en las que habría que invertir, en vivienda, en sanidad”, se lamenta Gizele Martins, vecina de la Maré. “Pusieron la excusa de protegernos del ruido de los coches, pero es para que no nos vean: para invisibilizarnos todavía más”, añade.

       En las mil favelas de Río de Janeiro vive nada menos que un tercio de los casi siete millones de habitantes de la Ciudad Maravillosa, pero, desde el origen de estos asentamientos irregulares de chabolas, hace un siglo, en Brasil nunca se han visto las periferias como parte integrante de la ciudad. “Un tercio de la población carioca vive en una situación de absoluta exclusión, sin acceso al transporte, a la educación o la sanidad”, explica Marcelo Freixo, diputado de la Asamblea Legislativa del Estado de Río de Janeiro y veterano activista en derechos humanos. “Para la población pobre, rige en el día a día una legalidad muy distinta de las leyes que están sobre el papel”, añade Freixo. Por eso afirma que “Río de Janeiro vive una lógica de apartheid”. Y sobre esta inquietante realidad se asientan fenómenos como la brutalidad policial y la aparición de grupos paramilitares, las llamadas milicias, que se han hecho con el control de una buena parte de las favelas cariocas. Las milicias son una evolución, más estructurada y poderosa, de los ‘grupos de exterminio’ que surgieron en los años 70 y, valiéndose de la extorsión, la tortura y el asesinato, exigían ser pagados para garantizar la seguridad en los barrios bajo su dominio. Formadas por agentes y ex agentes de la policía, el Ejército o los Bomberos –que también es un cuerpo armado en Brasil-, las milicias han ido expandiendo su cartera de negocios y ya controlan en cientos de favelas el tráfico de drogas y la distribución de servicios como el transporte, el gas, internet y o la televisión por cable. Como dice el antropólogo Luiz Eduardo Soares, la policía es en Río de Janeiro mucho más que cómplice: es protagonista del delito. “Del lado de las fuerzas del orden están hoy las fuerzas generadoras del desorden, con la complicidad de la sociedad. La oposición policía versus criminales, identificados con los narcotraficantes, es falsa”, afirma Soares.

       Freixo, que inspiró uno de los personajes de la película Tropa de Elite 2, dice que el crimen organizado en Río son las milicias, y no las facciones del narco. El diputado instigó en 2007 una Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) sobre este asunto, que se saldó con 270 milicianos presos y un cambio sin retorno en la opinión pública: hasta entonces, las milicias eran defendidas como un mal menor frente al tráfico y los políticos de primera línea se exhibían públicamente junto a los milicianos. La comisión evidenció las conexiones de los milicianos con políticos de todas las siglas y la existencia de un entramado de captación de votos en las favelas mediante la coerción de esos modernos caciques cariocas que son los milicianos. Desde entonces, las milicias han sido descabezadas y han perdido esa impunidad que les permitía cometer crímenes a plena luz del día. Pero siguen extendiendo su poder. “Las milicias conforman un proyecto económico y  de control del territorio: no acabaremos con ellas si no se ataca también su infraestructura económica”, asegura Freixo.

 

 

      “El papel de la policía hay que entenderlo dentro de la política, desde la relación que el Estado mantiene con las periferias. La periferia es útil al Estado, le da legitimidad”, señala Freixo. En este sentido, la policía “juega el papel de control”. La milicia es también resultado de ello. De años de connivencia con el crimen y desdén por la realidad de la favela; décadas durante las que el Estado solo subió el morro para reprimir, combatir, matar y dejar las cosas como están.

       Esa concepción dañina es la que pretenden combatir las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), el buque insignia de la política de seguridad del  gobernador del Estado de Río, Sérgio Cabral, que fue reelegido en primera vuelta en las elecciones de octubre, entre otras cosas, por el éxito de esas nuevas unidades policiales que han conseguido pacificar trece favelas. Allá donde han llegado las UPP, el tráfico de drogas no ha desaparecido, pero sí ha sido desarmado. La población de las comunidades ha visto cómo se ponía fin a una situación de virtual guerra civil, de tiroteos diarios, de adolescentes armados en los becos y vielas –los estrechos callejones de las favelas-. Las UPP son, además, la punta de lanza del llamado Programa Nacional de Seguridad Pública Ciudadana (Pronasci) lanzado durante el mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, que, por primera vez en la historia de Brasil, intentó atacar la delincuencia no solo desde la represión policial, sino también desde el combate de las causas de la violencia, esto es, la pobreza y, sobre todo, la desigualdad social.

       Sin embargo, las UPP, aunque mayoritariamente concitan el apoyo de la población dentro y fuera de las favelas, despiertan también muchas críticas. Para empezar, por represoras: “Dictan las normas en la comunidad sin dialogar con los vecinos, establecen los horarios, reprimen los bailes funkies: establecen su ley, igual que los milicianos”, cuenta el poeta Deley en la favela de Acarí, al norte de la ciudad. En segundo lugar, porque, hasta que los acontecimientos se precipitaron en Río en noviembre del año pasado, la red de UPP apenas había llegado a los morros de la zona sur de la ciudad, la más rica. Por eso afirma el diputado Freixo que “las UPP no son una política de seguridad, sino de viabilización económica de un área escogida”, aquella que interesa al capital inmobiliario y que concentra las inversiones que tendrán lugar con motivo del Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. De ahí, también, que en muchas favelas teman que se recrudezca la presión para desalojarlos, como ya sucedió en los prolegómenos de los Juegos Paramericanos de 2007. No es nada nuevo: los desalojos de las favelas ubicadas en las zonas más apetecibles de Río son una práctica común desde los años 60. Marcelo Freixo pone un ejemplo: la favela de Cantagalo, situada en pleno barrio de Copacabana. “Es una de las áreas más valorizadas y con mejores vistas de Río. De aquí a diez años, ¿quién va a estar viviendo allí? Dudo que sean los mismos que están hoy”.

       El antropólogo Luiz Eduardo Soares fue secretario nacional de Seguridad al comienzo del primer Gobierno lulista y plasmó algunas de sus experiencias en la trilogía de novelas que termina con Elite da Tropa 2. Hace una década, él mismo intentó poner en marcha un programa muy similar a las UPP, que no salió adelante “por falta de voluntad política”. Ahora ve en Cabral una actitud más decidida para poner en marcha estas unidades policiales que “pretenden acabar con las incursiones letales en los morros”, pero le inquieta el futuro que puedan tener las UPP, o cualquier otra iniciativa, mientras no se acometa una verdadera refundación de las instituciones policiales, donde la corrupción es algo más que la excepción. No se cambian de un día para otro actitudes heredadas de cinco siglos de explotación, latifundio y exclusión racial. Y la de Río de Janeiro es “la policía que más mata y más muere en el mundo”, como le gusta recordar a Freixo. Hasta el punto de que el gobierno de Río ha decidido que premiará económicamente a la Policía Militar si mata menos. El comandante general de la PM, Mario Sérgio Duarte, ha anunciado un cambio en el método de lucha: menos fuerza a cualquier precio y más prevención del delito. El cambio no deja de ser notable si se recuerda que hace apenas doce años se gratificaba la brutalidad de los agentes: entre 1995 y 1998, durante el gobierno de Marcello Alencar, se premiaban los llamados “actos de bravura”, esto es, el asesinato de sospechosos.

       Es una policía “corrupta, barata y violenta”, señala Soares, y explica cómo lo uno tiene que ver con lo otro. Los salarios indignos, imposibles de los agentes cariocas provocaron la generalización del bico, esto es, los trabajos complementarios, frecuentemente en seguridad privada. El bico es ilegal en Brasil, pero el Estado hace la vista gorda, para evitar que las demandas salariales de los agentes desborden el presupuesto. Y el Estado también mira hacia otro lado cuando la policía mata: en Río de Janeiro, más de mil personas –casi siempre varones, jóvenes, negros y pobres- mueren cada año a manos de un policía. Una lenta y silenciada matanza. Esas muertes, clasificadas como “actos de resistencia” –aunque en más de la mitad de los casos se han detectado signos de ejecución sumaria: difícil atribuir a la defensa propia un tiro en la nuca- casi nunca son investigadas; y, en los poquísimos casos en que lo son, apenas el soldado raso es punido, nunca el oficial.

 

 

      Si esto es así en la cotidianeidad de Río de Janeiro, ¿qué esperar de las fuerzas de seguridad cuando suben los morros con tanques? En noviembre pasado, 800 militares y más de mil policías subieron los morros del Complexo do Alemão, el archipiélago de 13 favelas, poblado por unas 400.000 personas, donde supuestamente se escondían centenares de traficantes que habían salido huyendo de la favela de Vila Cruzeiro, en una fuga que la TV Globo retransmitió en vivo. Las imágenes de aquellos días quedaron grabadas a fuego en la retina los brasileños. Los días previos, una súbita oleada de violencia, atribuida al Comando Vermelho, en la que se perpetraron ataques a comisarías y se incendió más de un centenar de vehículos, intimidó a una clase media carioca que no necesitaba muchos más motivos para legitimar el uso de la fuerza en los morros. La prensa enarboló un discurso de apoyo sin fisuras a las autoridades, de una maniqueísta batalla final del bien contra el mal y de un eufórico triunfo de la legalidad, de un antes y un después de aquel día D.

       Nada más lejos de la realidad. Para Soares, las viejas facciones del narco, como el Comando Vermelho (CV), estaban abocadas al declive: su modelo de ocupación territorial es “pesado, caro y arcaico” y no consigue competir con las milicias, que cuentan con varias ventajas comparativas: sus negocios están más diversificados –las drogas, pero también la extorsión a cambio de seguridad, y la distribución de servicios básicos-, ya están armados y entrenados y, al ser la propia policía, se ahorran el soborno –el llamado arrego– que se cobra a los narcotraficantes en cada una de las bocas de fumo o puntos de venta de drogas de las favelas cariocas. Las milicias están en auge y, según analistas como el sociólogo José Cláudio Souza o el propio Soares, podrían haber negociado ya un cambio de manos del poder del narcotráfico con las otras facciones criminales, como Amigos dos Amigos (ADA) y Terceiro Comando Puro (TCP). Tal vez, inclusive, la oleada de violencia que provocó el CV contra la policía a mediados de noviembre podrían haber estado motivadas por estos nuevos acuerdos. Porque, como dice Soares, lo que no tiene ningún sentido es la versión oficial: que las facciones del narcotráfico actuaron en respuesta a la eficacia de la política de seguridad gubernamental.

       Además, pocos cuestionaron la participación del Ejército en la invasión de los morros. Apenas unas pocas voces críticas se desmarcaron del discurso oficial; algunas de ellas, dentro del propio Gobierno. El entonces ministro de Derechos Humanos, Paulo Vannuchi, denunció en diciembre que la presencia militar “sólo es aceptable en caso de absoluta emergencia y las tropas deben retirarse cuanto antes”, mientras que el ex ministro de Justicia Tarso Genro declaró: “La experiencia de sustituir la policía por el Ejército en el enfrentamiento del crimen organizado, como sucedió en México, ha sido desastrosa para el propio Ejército, para la seguridad pública y para la población”. Pero estas declaraciones fueron la excepción en medio de un clima de euforia que pedía la mayor contundencia en la acción del Estado en la favela.

       “El Ejército tiene un papel que cumplir en el combate al crimen, pero no haciendo el trabajo policial, para el que no está entrenado ni equipado, sino cumpliendo su función de controlar el flujo de armas”, señala Luiz Eduardo Soares, que atribuye a los policías y militares corruptos el actual “descontrol”. Para el antropólogo, la proliferación de armas ilegales es una “epidemia” que debe convertirse en una prioridad para el Gobierno. Según un reciente estudio, circulan en Brasil alrededor de 9,4 millones de armas ilegales, frente a los 2,1 millones que están en posesión del Estado. La misma investigación atribuye al crimen organizado más de 5 millones de armas. De ellas, más del 80% son de producción nacional.

       Si damos crédito a lo que cuenta la Red Globo, el grupo de comunicación más importante del país, la invasión del Alemão fue menos letal de lo que podría haber sido en el pasado. Pero la falta de transparencia alimenta el escepticismo, y los vecinos han comenzado a relatar abusos. “La respuesta de la policía ha puesto en peligro a las comunidades”, ha dicho Patrick Wilcken, investigador sobre Brasil de Amnistía Internacional (AI). La ONG recuerda que las 19 muertes que se produjeron en la megaoperación policial de 2007 en el Complexo nunca fueron investigados adecuadamente. El pasado diciembre, la organización Justiça Global entregó a la ONU y a la Organización de Estados Americanos (OEA) una investigación que, realizada en 40 hogares del Complexo do Alemão, relata casos de abusos policiales. “Lo que nos cuestionamos es la falta de transparencia: no hay un número de muertos oficial ni una lista parcial de nombres”, denunció la directora adjunta de la entidad, Sandra Carvalho. Los cálculos de Justiça Global, a tenor de lo publicado en la prensa, estiman unos 77 muertos solo entre los días 21 y 28 de noviembre de 2010, en las acciones en Vila Cruzeiro y Complexo do Alemão. Los vecinos se mostraron temerosos de realizar las denuncias por miedo a represalias, según la ONG, pero abundaron los relatos de prácticas como la llamada “caza del tesoro”: policías que invadían las casas para llevarse dinero y objetos de valor. Lo reconocieron tácitamente las autoridades cuando prohibieron a los policías llevar mochilas en el morro, para no facilitar el saqueo. En las favelas, la esperanza de un futuro mejor, diferente de aquel estado de excepción, de aquel clima de guerra civil que es para muchos brasileños una realidad enquistada, convive con el miedo a que los mismos perros, con distintos collares, sigan imponiendo su yugo en las periferias.

 

Río de Janeiro



 

Nazaret Castro es periodista y vive a caballo entre Buenos Aires y Río de Janeiro. Además de alimentar el blog Entre la samba y el tango, en Fronterad ha publicado Una flor en medio del asfalto.

 


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