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La soledad de nosotros, los animales

 

Hace algunos meses, quizás medio año, me hallaba viviendo un complicado trance personal que no viene a cuento traer aquí. Acaso me sea permitido decir que no las traía todas conmigo en esos días aciagos, nubarrones en Comala City pero que, sin embargo, como suele ocurrir cuando el weather man que llevamos dentro insiste en anunciar depresiones y amplios frentes polares barriendo cuanto queda de uno, justo en esos momentos, es común, decía, tomar un título no precisamente de algún autor que hará algo para mejorar nuestras condiciones meteorológicas interiores, Cioran es un ejemplo clásico, leerlo y, sabrá dios por qué misterios, cerrar las tapas del libro en cuestión y sentirnos mejor. Ya si los vientos de la buena fortuna están pegando en la dirección favorable, la lectura de ensayos y narraciones oscuras como el fondo del mar incluso contribuye a que recuperemos nuestro humor.

 

Tal fue el caso en esos días cuyas garras me tomaron por los pies hace cosa de nueve o diez meses al leer el pequeño libro de relatos Incidentes, del mexicano Daniel Rodríguez Barrón, escritor de fuste y dramaturgo, ganador en 2002 de un importante premio de obras de teatro de Comala City.

 

La verdad sea dicha, no hay en ese breve volumen de cuentos aún más breves, materia para acicalar el maltrecho estado de ánimo del lector. No importa, para eso están los libros de auto-ayuda —los cuales, hasta donde sé, me gustaría decir que los he frecuentado nada más por decir, ni ayudan y sí provocan mayores angustias. “Día de baño”, por ejemplo, remite al destino que a todos nos espera a la vuelta de la esquina: el envejecimiento de los padres y la exhibición tétrica y humana, demasiado humana, de sus inequidades y fregadeces, por más que nosotros, los hijos, profesemos lo mismo un profundo amor que un histórico e irremediable desamor por nuestros progenitores,  o bien que, por efecto de su natural pero siempre incomprensible decaimiento y caminata cada vez más torpe y enclenque al borde los abismos donde termina la vida terrenal y comienza otra cosa. O bien en el relato “Madame Beatriz”, que cifra la vida y muerte de una pareja: la literal desintegración de él por efecto de mercar y consumir cocaína, la resurrección de ella encarnando una lamentable figura que provee servicios varios, todos deleznables, ahora sí, de auto-ayuda y derivados.

 

Decía que leí los breves pero sustanciosos cuentos del primer libro de Daniel Rodríguez Barrón al filo yo también de padecer mis propios Incidentes. Y sin embargo, como me ha pasado antes con otros libros —aclaro que nunca con Cioran: mi desesperación no alcanza esas cimas ni en mis peores días, o si lo hace no me doy cuenta— y descubrí en ellos, en su aparente pero no literaria brevedad, la vida y la muerte cifradas en sus personajes, en los gestos y, en ocasiones, escasos pero certeros y punzantes, diálogos entre ellos, incluidos sus silencios —por algo, diré una obviedad, Rodríguez Barrón se hizo con uno de los más importantes galardones de las artes dramáticas y el guionismo en Comala City.

 

Otra obviedad: esos cuentos me deslumbraron y, a su manera, que es la peculiar manera de la buena literatura para comerciar con la vida, en algo contribuyeron para que poco a poco este habitante de Comala City fuera emergiendo de su caverna —no precisamente platónica. En su introducción a “The New Granta Book of the American Short Story”, texto espléndido incluido en su libro de prosa diversa, Flores en las grietas, el muy curtido escritor Richard Ford habla del atributo último del cuento, lo dice mejor:

 

«Por naturaleza, los relatos son pequeños y osados instrumentos que casi siempre representan una correspondiente osadía en sus autores […] Nos persuaden de que los personajes de apariencia humana que nos muestran pueden conocerse de modo significativo en virtud de una exposición más bien ligera, y nos hacen creer que vidas enteras pueden cambiar bruscamente de dirección en razón de un prefabricado y fugaz momento de clarividencia. Sobre la base de esta evidencia se podría decir que la característica fundamental de los relatos, además de su brevedad, parece ser la audacia.»

 

No parecer ser la audacia, míster Ford: es la audacia del autor puesta en máxima tensión, junto con los trozos de hielo que conectan, Hemingway dixit, la parte sumergida del cuento, lo que no vemos del famoso iceberg.

 

Audacia y, como sugería Roberto Bolaño en sus “Consejos sobre el arte de escribir cuentos”: valentía.

 

En ambos aspectos o atributos, audacia y valentía, encuentro en el libro Incidentes de Rodríguez Barrón, el tipo de palpitaciones que se estrellan como meteoritos en sus relatos y que impactan más allá de las precisas tramas que el autor urde con meticulosidad en esas historias y logran alcanzar, por efecto una calculada y a la vez desmesurada palpitación literaria, las fronteras donde comienzan a narrarse espacios vitales más amplios.

 

Me refiero a una cuestión de recursos, no tanto de géneros en la medida en que estos se desbordan y en ocasiones parecen confundirse unos con otros.

 

Me refiero por ejemplo a ciertos relatos de Truman Capote, autor ejemplar de cuentos donde los hay, si bien un escritor sepultado por su libro, para muchos y para desdicha del propio Capote, su único libro: A sangre fría. Empero, como en Incidentes, en la narrativa breve del gran e infortunado autor de la no-ficción americana, es dable encontrar tramas y personajes en los cuales se hallan cifrados vidas fracturadas y destinos como callejones sin salida; así por ejemplo en algunos de los deslumbrantes y a ratos terribles y bellos relatos que Truman escribió antes de cumplir los veinticinco años de edad: “La forma de las cosas” (1944), “mi versión del asunto” (1945) y “Cierra la última puerta” (1947), el cual termina con una frase que debería figurar en una antología de las mejores últimas frases de cuentos y relatos: “No pienses en nada, piensa en el viento.”

 

Una frase que es un mundo en sí misma, pero que podría ser el inicio de una novela, una novela breve, quizás, o si lo prefieren: un cuento largo. En cualquier caso, se trata de una frase en la que se hacen patentes, creo, lo mismo la audacia que la valentía. Y entre ambos atributos, algo más: el impulso hacia la novela.

 

O como escribe Richard Ford al respecto: “Las novelas pueden ser, y a menudo son, atrevidas y audaces. Simplemente tienen más ‘activos’. Si es cierto que aspiran a más, que arriesgan más (y en general lo hacen), también lo es que están mejor equipadas, pues cuentan con más personajes, más escenarios, más actividades, más palabras, más oportunidades de ser buenas.”

 

Afirmación temeraria y debatible si las hay, pues nunca faltará el simpático y atolondrado lector que venga a recitar —mal, desde luego— el célebre cuento de Monterroso, el mismo que todos hemos leído y en el cual son suficientes un parpadeo y un personaje y medio para llegar al cuento en estado de perfección literaria.

 

O para el caso, llegar con los “activos” suficientes a los que alude Richard Ford a otra forma difícil y complejísima de la perfección literaria: la novela breve, corta, nouvelle o como gusten llamarla. Ustedes saben a qué me refiero.

 

En sus célebres conferencias Norton de la universidad de Harvard jamás pronunciadas, también tituladas Seis propuestas para el próximo mileno, Italo Calvino recurrió al caballo como metáfora de la velocidad literaria y mental, así como a la exactitud en ciertos textos breves de Carlo Emilio Gadda como su personal intento de representar el mundo “como un enredo o una maraña o un ovillo, de representarlo sin atenuar en absoluto su inextricable complejidad, o mejor dicho, la presencia simultánea de los elementos más heterogéneos que concurren a determinar cualquier acontecimiento.” En este sentido, no creo exagerar si digo que en su primera y deslumbrante novela, La soledad de los animales —publicada en forma impecable por La Cifra, una pequeña casa editorial de esas que todavía podemos llamar independiente y cuyo catálogo crece de manera razonada y selecta—, Daniel Rodríguez Barrón, autor fiel a los tablados de la dramaturgia, logra montar en una centena de páginas un universo cerrado, el de las sectas de los defensores de animales, de las organizaciones de derechos humanos y que, por efecto de su propia trama, precisa y exacta como el temporizador de un sofisticado artefacto explosivo, logra estallar, volviendo a Calvino, en todas direcciones y amenaza con abarcar el universo entero —tal como ocurre en los cuentos de Truman Capote, o para el caso en algún poema de Auden, Delmore Schwartz o John Berryman.

 

Si insisto en la referencia a Capote y, ahora, a tres poetas excepcionales, es porque encuentro en ellos y La soledad de los animales una sorprendente coincidencia: la capacidad de ingresar mediante la escritura a la más recóndita intimidad de mundos en apariencia cerrados, que se resisten al escrutinio de lo  mismo de la experiencia literaria que de la supuesta, muy supuesta, experiencia real. Por algo escribe el novelista Yuri Herrera en la contraportada de La soledad de los animales que, “Rodríguez Barrón sabe hacer eso que uno espera de los buenos libros: invitarnos a mirar lugares llenos de historias en las que no habíamos reparado.”

 

 

 

La soledad de los animales cuenta una historia, o una serie de historias que se entrecruzan en tanto acontecen de manera cuasi simultánea —lo mismo en los hechos que en las atribuladas mentes de sus personajes, es decir como en la vida supuestamente real; se trata de las acciones que Laura, Pablo, Felipe y Nínive acometen como un trueno, como el inevitable y violento accidente que trae consigo un tornado arrasando con todo en medio de la aparente nada.

 

Recojo aquí la espléndida síntesis, cifra de cifras, con la que el escritor Sergio González Rodríguez le dio la bienvenida en el contexto y claves propias de Comala City a este breve e inconmensurable artefacto literario: “Lo asombroso de La soledad de los animales reside en su evasión del planteamiento didáctico-moralista que podría suponer la base del relato, para ofrecer un artefacto narrativo de cariz incisivo y agilidad vertiginosa: un reportero que cubre noticias ecológicas entra en contacto con una activista social que une juventud y desquiciamiento. Un personaje insólito, de nombre Laura, tan cercano a los de tipo marginal de José Revueltas y a las heroínas del cineasta francés Luc Besson, como distante de las de Elena Poniatowska, inmersas en su conciencia esclarecida. Laura es un ente apasionado, cercano al abismo, irremediable. Un emblema del presente juvenil.”

 

Ciertamente, al ponernos frente a una historia que comienza por su dramático final, en una trama que un instante después avanza con la exactitud, la audacia, la rapidez y el riesgo suficientes para volver cómplices al autor y sus lectores en esta novela a la vez vertiginosa y acompasada, Rodríguez Barrón nos sumerge en las obsesiones y delirios de seres igualmente delirantes, aislados en sus propias fantasías y mórbidos intereses, a saber: salvar, por cualesquiera medios, a los animales de especie varia de la brutalidad del homo sapiens, el manido y célebre lobo que en manos de Rodríguez Barrón reaparece a un tiempo desnudo de dilemas cuando se trata de los victimarios y sobrecargado, como un tren a punto de descarrilarse y arrasar con todo a su paso, cuando se trata de quienes se erigen en defensores de las víctimas. Entre ambos, victimarios y defensores de las víctimas, entre los universos aislados que colisionan con la violencia que solamente son capaces de ejercer los fanáticos, aparece entonces la soledad: la soledad de nosotros, los animales.

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