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Mientras tantoLa soledad del fabuloso teatro flotante (Proyecto Sagi II)

La soledad del fabuloso teatro flotante (Proyecto Sagi II)


 

ArriagaFlotante

 

Juan Echanove decía, en un reportaje sobre Calixto Bieito, que su genialidad era de las que se construyen en la soledad de habitaciones de hotel y al albur de una cena servida en una cama a miles de kilómetros de tu casa.

 

El aludido no responde a esta tremenda afirmación, pero tiene todas las papeletas de ser cierta porque, casi por definición, no hay carrera teatrera que no pueda urdirse en la mayor de las soledades, siempre que esté asumida y bastante bien entendida, sin dramas. Con una casa a la que volver después.

 

Con todo, de todas las posibles, y de todas las que se dan en esta espinosa profesión, una de las mejores es la que impone el ojo entrenado: la mujer de un buen amigo mío y compañero se resiste a acompañarle a una función de ópera porque no se calla –manía de los ensayos– y porque ve todo aquello que no debería ver.

 

Así que entre los muchos bautismos está ese, el de olvidarse para siempre de volver a ver una función sin detectar sus trucos, sus fallos, sus entretelas, sus trampas y sus soluciones para los problemas estrictamente presupuestarios. Ser capaz de visitar un teatro con esos ojos es, en fin, una dulce condena. Otra más.

 

Sin embargo, el Teatro Arriaga de Bilbao está varios metros por encima de eso y, en concreto, flota dos pisos sobre la calle. Su platea se encuentra a dos tramos de escalera de la ría porque, cuando crece, inunda, y como en una hermosa metáfora de lo que nos ha traído hasta aquí, se mantiene a salvo limitando los daños potenciales a los cuartos de almacenaje, protegiendo el sacrosanto escenario.

 

Este es el noveno día que paso en Bilbao, disfrazado de Emilio Sagi y escribiendo con mis dedos, y sus palabras, páginas que recogen toda su vida artística: asumo como propia la flotabilidad del Arriaga, la última casa del Sagi director artístico, en la medida en que los recuerdos que hoy desgranamos sobre coliflor, ensalada, filete y pollo asado y algo de rosado frío parecen construirse, de nuevo, en soledad.

 

La soledad de la página en blanco, obviamente, pero sobre todo esa soledad bien entendida que supone transitar por incontables producciones, cuatro continentes y varias decenas de años y de teatros a sus espaldas. La soledad, como tal, no tiene nada de malo, siempre y cuando sepa acompañarse de unas cañas al acabar la jornada, de un paseo bien trazado o del placer de una buena conversación.

 

Gestionarla es un arte, integrado en el arte total, que espanta a los que nos quieren y preocupa a los que nos quieren querer, pero es inherente a esto: me he descubierto estos días tirando hojas por una mesa, por una estantería, para terminar de darle forma al esqueleto de un libro que tiene forma de ficha artística, por el que pasa tanta gente memorable, tantos recuerdos imborrables, que al final uno se da cuenta de que solo es posible que los haya visto una persona: quien las vivió.

 

Nuestro protagonista ha acabado por dibujarse, así, a contraluz de todo lo demás, como Werther; su personalidad artística, como retazos de las vivencias de otra gente; y el libro, en fin, en la más pura, deliciosa y soleada soledad.

 

El Teatro Arriaga, que flota dos pisos por encima de la ría más incorruptible del Cantábrico, sirve para ver Julio César y ver a su público, a otro público distinto del de la casa a la que volver siempre, y fabricarse unos recuerdos propios, una silueta que pintar en la pared.

 

Dejadnos solos, que estamos a gusto. Y eso que ganáis: os dejaremos, al fin, ver la función en paz.

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