Será porque a cierta edad el pasado nos reencuentra (¿o somos nosotros quienes nos reencontramos con el pasado?). Será porque mi padre trabajó en los años 50 para el servicio español de la BBC, buscándose la vida fuera de la España negra de entonces, como tantos otros. Será porque hoy trabajo en Eaton Square 102, antigua sede del Instituto de España y hoy Instituto Cervantes de Londres. Será porque el majestuoso edificio de Belgravia rezuma solera por los cuatro costados y alberga su fantasma, como manda la tradición. Será porque, además de todo lo anterior, la memoria de ilustres españoles exiliados en Londres después de la guerra civil ha resucitado recientemente de la mano de escritores, historiadores y académicos, quizá porque tocaba, porque el ritmo natural de la historia lo requería, porque las sombras que habitan a nuestro alrededor no se desvanecen con facilidad, bien al contrario reclaman nuestra atención, nos llaman con discreta insistencia desde la distancia de medio siglo exigiendo explicaciones, buscando nuestra compañía y nuestra voz, tal vez para encontrar la serenidad que no hallaron en vida y al fin descansar en paz. Y así dialogan con nosotros en silencio, siempre que sepamos escucharles, y se presentan de improviso donde menos lo esperábamos, en un parque, en una escalera, en un libro, retratados o imaginados, tangibles y evanescentes, muertos y sin embargo vivos, dejando a su paso rastros, susurros, interrogantes.
Por todo ello tal vez no sea casualidad que hace escasamente dos años un grupo de escritores e hispanistas, abanderados por William Chislett, periodista y escritor británico, tomara la iniciativa de restaurar la deteriorada lápida de Arturo Barea en Heaton Hastings, a las afueras de Faringdon (condado de Oxfordshire). El homenaje al escritor reunió a destacados nombres de la literatura, como Antonio Muñoz Molina, Javier Marías y Elvira Lindo, además de los historiadores Charles Powell, Santos Juliá, Paul Preston y Gabriel Jackson. Arturo Barea, conocido por su trilogía La forja de un rebelde, novela de carácter autobiográfico publicada por primera vez en inglés entre 1941 y 1946, se exilió en Londres después de la guerra civil y trabajó durante 17 años para la sección latinoamericana de la BBC dando charlas sobre temas de política y literatura. Sé que mi padre, Felipe Lorda Alaiz, coincidió con él, como con otros tantos españoles que colaboraban por aquel entonces con la BBC, aunque, que yo recuerde, nunca me refirió ninguna anécdota concreta sobre Barea. Hoy le pregunto a mi madre si guarda algún recuerdo de él: “No mucho, sólo que era un señor amable, ya bastante mayor, con un pasado difícil que supo transmitir en su precioso libro, La forja de un rebelde, y un futuro incierto. Pero estaba tranquilo, pese a su temor por el porvenir de España”. De la vida de Barea en Inglaterra y de su trabajo en la BBC nos da amplia noticia Luis Monferrer Catalán en su libro Odisea en Albión, que desgrana las vicisitudes de dos generaciones de exiliados y emigrados españoles en Gran Bretaña. La vida de Barea en Londres, junto a su compañera la periodista austriaca Ilse Kulcsar, fue más o menos feliz. Logró integrarse plenamente en un país cuya cultura admiraba, obtuvo la nacionalidad británica, fue reconocido por su labor en la BBC y pudo culminar su obra literaria. Nunca alcanzó la fama que mereció aunque, según señala Chislett en su artículo En busca de la tumba de Arturo Barea, sí se convirtió en un escritor bastante conocido en los últimos años de su vida, elogiado incluso por George Orwell.
No fue hasta 1978, cuarenta y un años después de su muerte, que salió a la luz en España La forja de un rebelde, un retrato individual y colectivo de la España de la primera mitad del siglo XX. Para los aficionados a la literatura que vivimos la transición democrática fue un libro de obligada lectura, tanto por su valor literario como por la curiosidad natural que suscitaban por aquel entonces las obras censuradas por la dictadura. Han pasado más de treinta años desde entonces. ¿Qué hace que, después de tres décadas, un grupo de personas se reúna en torno a la lápida de Barea y le rinda homenaje en un cementerio de Oxfordshire? La sombra del tiempo es alargada, cabría decir, parafraseando a Delibes.
Entre estas personas estaba, como he indicado anteriormente, el escritor Antonio Muñoz Molina. Él mismo señala en un artículo (Una lápida para Arturo Barea) que fue precisamente su amigo Chislett, el descubridor de la lápida, quien le “puso sobre la pista de la nueva vida que tuvo Arturo Barea en su exilio inglés, después de la calamidad de la guerra española y de los meses de hambre, miedo y desarraigo en París”. Da la casualidad, de nuevo, que Muñoz Molina acababa de publicar hacía muy poco La noche de los tiempos (2009), una obra magnífica que posee la grandeza de las novelas decimonónicas en su habilidad de recreación detallada de un universo urbano y de introspección psicológica de los personajes. En sus páginas revivimos, con la fuerza plástica de una película, el ambiente de preguerra de Madrid y seguimos los avatares del protagonista, el arquitecto Ignacio Abel, el drama de su vida personal y de la España que se quiebra agónicamente. El drama del exilio. Mientras leía la novela, me vinieron vagamente a la memoria retazos de la vida de Arturo Barea, y mi intuición se vio confirmada cuando leí unas declaraciones del propio autor (recogidas por Jesús Ruiz Mantilla en El País) en que comentaba que su protagonista estaba inspirado en Barea y en otros exiliados de la época. “Personas divididas por dentro como Salinas, Moreno Villa, Chaves Nogales o Barea. Los cuatro se negaron a dejarse arrastrar por el sectarismo o apartar los ojos de lo que estaba ocurriendo o a justificar ningún crimen. Los cuatro se marcharon de España y no volvieron nunca”.
Sí, larga es la sombre del tiempo, capaz de traspasar las tapias de un cementerio, de reunir alrededor de una lápida a personas que recuerdan y que, a su vez, resucitan con su voz y su escritura a aquellos que la historia relegó al olvido.
Manuel Chaves Nogales, otro de los grandes nombres entre los exiliados republicanos en Londres, tuvo menos suerte que Barea. El periodista sevillano se exilia primero en París, abandona la ciudad perseguido por la Gestapo y recala en Londres el mismo año en que estalla la segunda guerra mundial. Con dificultad consigue retomar su actividad periodística, dirige The Atlantic Pacific Press Agency, colabora en el Evening Standard y, cómo no, en la BBC. Su familia regresó a España y él se quedó solo en Londres donde vivió cuatro años, hasta su muerte. Al contrario de lo que sucedió con Barea, la transición democrática española se olvidó tanto de su persona como de su obra periodística y literaria, probablemente porque, aun siendo republicano y antifascista, no encajaba en el dogmatismo ideológico de la izquierda ni de la derecha de la época, pues denunció la crueldad y estupidez de ambos bandos, y ello le valió “el insulto, el destierro y el olvido”, como señala su biógrafa, María Isabel Cintas, quien ha dedicado largos años a la investigación de su vida y obra. Fruto de ello es su excelente biografía Chaves Nogales, el oficio de contar (Fundación José Manuel Lara), también recientemente publicada. ¿Casualidad de nuevo?
Esta obra de Cintas culmina el proceso, iniciado hace unos años, de recuperación de Chaves Nogales como destacada figura del periodismo español. En la reparación de su obra y figura intelectual han contribuido otras muchas voces, como las de Javier Marías, Andrés Trapiello y Félix de Azúa, entre otras. Cintas resume así las razones de la larga postergación de Chaves Nogales en nuestra reciente memoria colectiva (op. cit. pág. 16): “En un país poco proclive a la ecuanimidad y en un momento de posturas viscerales como sinónimo de comprometidas, intentó mantener la mente serena y clara al enjuiciar los acontecimientos, haciendo llamadas a la calma y a la conciliación cuando los bramidos de la lucha impedían el sosiego. Pagó con el destierro la osadía de este intento, que se demostró inútil”.
Gracias al exhaustivo trabajo de Cintas, se recupera para la historia la vida y obra de un gran hombre. Aunque esta vez sin la sombra de una lápida que dé cobijo a su memoria. Chaves Nogales murió en 1944, a los 46 años de edad, víctima de una peritonitis aguda. Según señala Ruiz Mantilla en El genio escondido, “se fue solo y sin disfrutar la paz que iba a llegar por entonces a Europa. Descolocado, como siempre, aunque fuera en la Inglaterra de sus amores”. Manuel Chaves Nogales está enterrado en el suelo, entre dos tumbas, en el cementerio de East Sheen, en el número 19 en la sección CR, según averiguaciones de Chislett. Nada indica que ahí reposen sus restos.
Me emociona esa visión de extrema soledad, más allá de la muerte, y me preguntó cómo fue la vida diaria del periodista sevillano en esta ciudad que hoy me acoge. Trato de encontrar imágenes suyas de su etapa londinense y en internet encuentro una fotografía en blanco y negro de un hombre montado en bicicleta, sonriente. Me atrae esa imagen, tal vez porque comparto esa misma afición, pasear en bicicleta por el verde oeste de la ciudad. El sombrero ladeado, la camisa blanca, el traje oscuro. ¿Quién montaría hoy en bicicleta tan atildado y con sombrero? Chaves circula por una calle flanqueada de árboles, las piernas extendidas y ligeramente elevadas, con alegre ligereza, como si bajara una cuesta intentando mantener el equilibrio, la sonrisa amplia, la mirada azul y divertida. Al fondo de la imagen un black cab de los años cuarenta, que bien podría ser uno de hoy, el mismo modelo negro invariable, con aires de carroza. En Londres las cosas no cambian fácilmente.
Durante su breve estancia en esta ciudad, Chaves se relacionó con otros exiliados españoles, a los que trató de ayudar a través de su agencia periodística. Entre ellos estaba Luis Cernuda, sevillano como él, y hoy quizás el nombre más célebre de entre los refugiados republicanos españoles que residieron en el Reino Unido. Probablemente también uno de los que más íntimamente padeció los efectos del destierro en este país, donde residió diez largos años. Fueron desde luego años difíciles, tanto en lo personal como en lo colectivo. Los bombardeos de la Luftwaffe sobre Inglaterra, los amigos perdidos, las penurias económicas, la tragedia de España.
La biografía más exhaustiva de Cernuda, publicada en dos tomos por Tusquets, se la debemos a Antonio Rivero Taravillo. El segundo volumen, Cernuda, años de exilio (1938-1963), recientemente publicado por Tusquets editores (¿casualidad de nuevo?), se inicia con una detallada recreación de los diez años de Cernuda en el Reino Unido, de 1938 a 1948. Le siguen a ello las etapas de Estados Unidos, donde vivirá tres años, y México, a donde llega en 1951. El país de Moctezuma aliviará en parte su nostalgia del sur, y le concederá al fin, a los 49 años de edad, el anhelado reencuentro, aunque efímero, con el amor, con la luz meridional, con la cultura hispana y, sobre todo, con su lengua, que tanto echaba de menos en el mundo anglosajón. En Variaciones sobre tema mexicano, el poeta describe así la experiencia de volver a oír su propia lengua: “Sentí cómo sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en todos aquellos años”. México, escenario de su resurrección a lo largo de 12 años, será también el lugar que le verá enfermar y morir.
Durante su estancia en el Reino Unido, y después de haber pasado por París como tantos otros exiliados, Cernuda vivió en Surrey, Glasgow, Cambridge y Londres, con ocasionales incursiones en Oxford, ganándose la vida como profesor de literatura y conferenciante en escuelas y universidades. Tardó en aprender a hablar inglés y nunca se acostumbró al clima. Glasgow, en cuya universidad trabajó como lector de español, le deprimió. Así describe la ciudad Antonio Rivero Taravillo (op. cit. pág 67): “Fría, lluviosa, y con un notable smog, esa omnipresente mezcla de humo y niebla, no era el mejor sitio para que allí viviera un sevillano atildado que, como recuerda un alumno suyo en aquella universidad, se daba un aire de bailaor de tangos”. En Cambridge, adonde llega en 1943, estuvo más a gusto, gracias a la belleza y tranquilidad que respira la pequeña ciudad. Fue una etapa literariamente fructífera. En su habitación de Emmanuel College, donde se hospedaba, escribe artículos y sigue trabajando en La realidad y el deseo. En Cambridge vive el final de la guerra. Más adelante se traslada a Londres. La gran ciudad no le gustaba para vivir, le asfixiaba. Le agobiaban las multitudes, el ruido. “La idea de vivir en Londres no me satisface. Cuando voy allá, y voy lo menos posible, toda la masa enorme de la ciudad parece pesar sobre mí y ahogarme” (op. cit. pág 116). En Londres reside en la casa de su amigo el pintor Gregorio Prieto, en una habitación “quimérica y minúscula” frente a Hyde Park. Las copas de los árboles que veía desde la pequeña ventana de su cuarto eran motivo de felicidad y consuelo. Pero una felicidad contenida, pues en palabras de Prieto (op. cit. pág 152), “el poeta, en su eterno pesimismo, sabía que la delicia del parque era efímera, y ello le enseñaba a no dar rienda suelta a su gozo”.
La biografía de Rivero Taravillo, ilustrada con fragmentos de la obra del poeta y excelentemente documentada, es un relato apasionante y conmovedor. Gracias a este riguroso trabajo podemos seguir paso a paso la vida de un sevillano culto y extremadamente sensible, a quien tocó vivir un tiempo histórico durísimo, de guerras y doctrinas totalitarias, de miseria y pérdidas. Pero el dolor no estaba únicamente en el mundo que le rodeaba, en la agónica España que tuvo que abandonar o en la Inglaterra herida por la guerra. El dolor estaba también en su propio ser, en su yo atormentado. El exilio de Cernuda es también un exilio interior, de soledad, aislamiento y desarraigo, a lo que probablemente contribuyó su carácter “retraído e inclinado a misantrópico”, como reconoce él mismo, y su condición de homosexual en una época en que la homosexualidad estaba aún lejos de ser socialmente aceptada.
El relato de la vida de Cernuda en Inglaterra me ha impresionado vivamente. Puede que sea por su cercanía, porque la memoria del poeta impregna, casi físicamente, la gran casa de Eaton Square. O será por esa melancolía, tan reconocible, que tiñe de gris sus años londinenses. En las pluviosas tardes de otoño, es fácil sentir esa punzada de nostalgia por el sur que destilan los versos de Cernuda. Nostalgia del sur que, en su caso, se mezcla con la amargura del amor que florece en el deseo y agoniza en la realidad. “Sin yo mismo darme cuenta, quise sustituir la falta de mi tierra, la falta de ambiente adecuado, la falta de amigos, con un amor absorbente y absurdo: ahora pago las consecuencias”.
La negrura de su etapa de vida en Inglaterra se resume en unos durísimos versos que escribe en 1947 en el barco que le lleva a América (Vivir sin estar viviendo): “Adiós al fin, tierra como tu gente fría, / donde un error me trajo y otro me lleva. / Gracias por todo y por nada. No volveré a pisarte”. Con todo, a pesar del hartazgo y los años duros que afrontó en Inglaterra, Cernuda nunca perdió su admiración por lo británico. Y nunca dejó de amar la poesía inglesa. Ya en Estados Unidos, con la perspectiva de la distancia, reconocerá en una carta lo mucho que le debe al país que le acogió durante tanto tiempo: “No piense que me olvido de Inglaterra, porque como es natural la recuerdo mucho ahora, y comprendo cuánto le debo espiritualmente. Quizá mi estancia allá, de cerca de diez años, ha sido la fase más rica de mi vida hasta ahora, si no como molde primero, como refinación de lo que a ella llevé conmigo” (Antonio Rivero Taravillo, op. cit. pág 188).
En Londres, el poeta trabajó en el Instituto español republicano, en el número 58 de Prince´s Gate, fundado por el doctor Negrín en 1944 y dirigido por Pablo de Azcárate y su secretario, Salazar Chapela. Cernuda imparte ahí conferencias sobre poesía, traducción o sobre el “carácter o temperamento español”, con lo que pretendía combatir algunas ideas absurdas que se tenían de España y “dar a estas gentes una idea escueta de cómo somos” (op.cit. pág 132). En 1945 obtiene una plaza de lector de literatura en este centro. Al poco llega a Londres el poeta Leopoldo Panero con el encargo por parte del gobierno franquista de poner en marcha otro centro cultural español en el número 102 de Eaton Square. En ese inmueble, que heredó el Instituto Cervantes medio siglo después y hoy tan familiar para mí, se inaugura en 1946 el Instituto de España, que convivirá cierto tiempo con el instituto republicano. Cernuda tenía amistad con Leopoldo Panero y su familia, a pesar de las diferencias de ideas políticas entre ambos poetas. Y así escribe: “Es la primera amistad española, del otro lado del nuestro, que hallo”. Pero la amistad entre los dos poetas no transcurrió sin altibajos, fue tensa y no tuvo final feliz. Es conocida la escena en que, durante una cena, Cernuda lee en público su poema La familia, en cuyos versos se destila una crítica sutil de la institución familiar. El poema provocó una reacción airada de Panero, tal vez causada por el exceso de coñac. Enfurecido, el poeta de Astorga salió en defensa del carácter sagrado de la familia ante la perplejidad del resto de los comensales. Cernuda abandonó la habitación temblando de ira y diciéndole a su amigo Rafael Nadal (op.cit. pág 165): “La culpa la tengo yo por haber cedido; ésa es la España de Franco: sacristanes, hipócritas, cursis y pueblerinos”.
Cernuda visitó el instituto de Eaton Square en repetidas ocasiones, acudió a almuerzos en el piso de los Panero, sito en la tercera planta del inmueble, e incluso dicen que pernoctó alguna vez ahí. Hizo buenas migas con Felicidad Blanc, esposa de Panero, y con el niño Juan Luis. “Éste recordará aquellos paseos por Hyde Park y que alguna vez Cernuda y su madre fueron a recogerlo al colegio” (op.cit. pág 165). Felicidad, mujer sensible, culta y atractiva, no tuvo un matrimonio particularmente feliz. En su autobiografía Espejo de sombras (1977), evoca su amistad con Cernuda y confiesa el amor que éste le inspiró. Para Rivero Taravillo (op. cit. pág.174) “resulta patético comprobar cómo Blanc, ya por entonces enamorada de Cernuda, cree que éste le corresponde y habla de ‘nuestro amor’”. Yo prefiero la visión más condescendiente de su hijo Juan Luis (op.cit. pág 175): “Quizás ella exageraba algo, es muy posible que magnificara el recuerdo de lo que sólo debió de ser una bonita amistad, pero si lo hizo fue por lo poco que se entendía con mi padre”. El idilio, según la versión de Felicidad, tuvo lugar en Battersea Park. Sentados en un banco, ella le pidió a Luis que le leyera el poema Impresión del destierro y ella cuenta: “Nuestras manos se unieron. No tuvimos siquiera que decirnos que nos queríamos”. Y recuerda: “El amor fue entonces una despedida con el aire de parque londinense… él se iba a América, yo volvía a España, y lo que pudo ser, o quizá fue, el gran amor que él y yo buscábamos, se hizo sólo un recuerdo”. Fuera lo que fuese, ensoñación o realidad, Felicidad vivió su amor intensamente e incluso se lo confesó más adelante a su marido provocando el consiguiente drama familiar. En 1947, los Panero deben regresar a Madrid y poco después Cernuda abandonará Inglaterra. Según Juan Luis Panero, “al despedirse en la escalera del Instituto, ni Cernuda ni Felicidad Blanc pudieron evitar que se les saltaran las lágrimas: era la primera vez que el niño veía a dos adultos llorar”.
Hoy miro esa misma escalera de mármol por las que accedo a diario al Instituto y la veo de otra manera. Las gotas de lluvia resbalan por los escalones, el viejo portón de madera cruje y un ligero escalofrío me recorre la espalda. Será que últimamente el pasado me reencuentra y me envía sus señales. La memoria está hecha de eso, de pequeñas imágenes que nos vienen al encuentro, inesperadamente, como si todo fuera casualidad: un escalón en que la lluvia se funde con las lágrimas, un hombre atildado circulando en bicicleta, una lápida cubierta de moho, una tumba abandonada. Y ahora, mientras franqueo la puerta del Instituto que el poeta tantas veces cruzó, oigo en mi cabeza el rumor de sus versos vencidos:
Todo es cuestión de tiempo en esta vida, /un tiempo cuyo ritmo no se acuerda, /por largo y vasto, al otro pobre ritmo /de nuestro tiempo humano corto y débil.
(Como quien espera el alba)
Isabel-Clara Lorda Vidal es filóloga y traductora literaria. Ha traducido a destacados escritores neerlandeses, como Harry Mulisch y Cees Nooteboom. Ha sido directora del Instituto Cervantes de Utrecht y en los últimos años del Instituto de Londres