“Mamá, me voy a hacer musulmana”. (Lo de mi hija será una fiebre pasajera). “Y voy a casarme con un marroquí”. (¿Esta chica está loca?). “Mamá, también voy a ponerme el velo”. (¡Esto es lo que faltaba! ¡Ahora sí que estamos buenos!).
Ha pasado un lustro desde que Laura Díaz le anunció a su madre que iba a convertirse al islam. “Para ella fue un colapso”, explica con desparpajo esta catalana de treinta y seis años que luce un vestido camisero y un pañuelo negro salpicado de rayas claras. “Lo peor fue el velo. Entiendo que le costara digerirlo. Mi madre pensaba lo mismo que antes había creído yo: que las mujeres que lo llevaban eran unas pobres sumisas que venían de algún pueblo perdido de Marruecos, que eran ignorantes y que sus maridos, probablemente, les pegaban”, dice entre risas mientras moja una pasta en un café con leche.
Conversar con Laura permite acercarse a la vida de una mujer musulmana desde dos lados diferentes. Su discurso es como una bisagra: reflexiona sobre el islam desde dentro, porque hace años que lo practica, pero aún sabe más de algunos ojos españoles que lo miran con recelo. Al fin y al cabo, durante años ella juzgó a las musulmanas con los mismos prejuicios con los que ahora tiene que lidiar.
Laura prefiere que no le haga fotos –“para luego no salir en el buscador de imágenes de Google”, se disculpa– pero habla relajada y desenvuelta sobre su experiencia. Teje su historia con anécdotas y reflexiones que quedan unidas por un mismo hilo: ha tenido que justificar muchas veces su decisión de cubrirse la cabeza tras haberse convertido. Pocos entienden que oculte su cabello si sale de casa. Esto mismo dirán Najia, Fátima, Sonia, Nabeela, Amel y Hakima, las mujeres musulmanas que llevan pañuelo y que han participado en este reportaje.
En España viven 1.6 millones de musulmanes –el 3’5% de la población total del país-, según el último estudio de la Unión de Comunidades Islámicas publicado en marzo. La mayoría son hombres extranjeros, pues ellos emigran más que las mujeres en busca de trabajo. Pero el foco que escruta a esta comunidad religiosa suele dirigirse hacia las féminas para apuntar hacia el pañuelo que cubre sus cabezas. Un trozo de tela que sigue generando debates políticos en varios países europeos, entre ellos España.
Muchas discusiones derivan hacia términos como velo integral, niqab o burqa, las modalidades más vilipendiadas del atuendo de algunas musulmanas. Unas telas amplias que cubren el cuerpo y la cara de las mujeres y que se han instalado en el imaginario colectivo español tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Muchos repudian estos trajes; pocos se han topado con ellos más allá de las imágenes lejanas –¿Afganistán? ¿Irán?- que emite su televisor. En nuestro país, la prenda más frecuente entre las musulmanas es el hijab, un pañuelo corto que tapa el pelo, termina en los hombros y enmarca el óvalo de la cara.
Universitaria y con pañuelo
¿Qué impresión le causas a alguien que te acaba de conocer? “Lo primero que suelen ver de mí es el pañuelo, señal de que soy ignorante, antigua y sin formación”, reconoce Najia Lotfi, marroquí de cuarenta y dos años y residente en Barcelona desde hace seis. El tópico se desmorona cuando desgrana su currículo: es licenciada en Economía y en España ha cursado dos máster. Ahora prepara una tesis doctoral sobre el sistema de finanzas islámicas, “un modelo alternativo al capitalismo”, asegura. Najia se adentra en materia y se explaya: habla del paradigma económico actual, de las crisis cíclicas que genera y de los excesos de la especulación bancaria que han causado la debacle que ahora afecta a España.
Hace algunos años, uno de sus profesores quiso saber por qué Najia llevaba el velo. Si ya estaba en Europa, lejos de su familia y libre de las reglas de su país, ¿por qué no se lo quitaba? “Es mi elección, lo llevo porque quiero”, contestó ella, pero la respuesta no pareció convencerle. El profesor insistió en averiguar si se lo imponía el marido o la familia, y ella volvió a repetir que se trataba de una decisión personal que tomó a los veinte años. Él no consideró su respuesta:
─Eso es lo que me dices tú, pero yo sé que te obligan.
Najia se queja de todos aquellos que ven su velo como un símbolo de retraso. “Creen que vivo en el siglo XVI, pero el pañuelo es simplemente cultura”, protesta. Después aclara la diferencia entre llevarlo ceñido a la cara, señal de religiosidad, y colocarlo holgado mostrando el nacimiento del pelo, indicio de tradición. Ella lo lleva por fe, pero reconoce que los estereotipos ofensivos hacia su comunidad suelen generarle la necesidad de hacer más visible su cultura de origen.
─Te pones el pañuelo porque está en el Corán –le dijo una funcionaria el día que Najia fue a renovar su documento de identidad.
─Mi símbolo de religión también es parte de mi cultura. Yo nací en una familia donde se llevaba el velo y me siento cómoda con él. ¿Tú te sentirías a gusto si te lo pusieses?
─¡Ay, no, no, por Dios, no! –le contestó la funcionaria algo turbada por la pregunta.
─Pues lo mismo siento yo cuando me lo quito.
Vaqueros, reflexiones y minifaldas
Machistas. Los musulmanes son machistas porque leen el Corán y obligan a sus mujeres a cubrirse con el pañuelo para sentirse superiores. Esta es otra de las ideas asociadas al islam y por la que le pregunto a Fátima Hassoun, nacida en Marruecos hace cuarenta años.
Responde que tendemos a convertir algunos casos particulares en representantes del todo musulmán.
En los trece años que lleva en España, Fátima ha tenido que aclarar muchas veces aspectos de su religión: “El islam es una cosa y los musulmanes son otra distinta, por eso las prácticas machistas de algunos no representan a todos”. La visión que se tiene en España es que su credo no da derechos a la mujer, pero Hassoun asegura en que el buen musulmán es una persona de paz y respeto. “Luego está la lectura que haga cada uno”, razona con respecto a los atropellos que puedan cometerse.
Fátima lleva un atuendo informal. Viste un pantalón floreado, una chaqueta blanca de algodón, unas sandalias y un pañuelo claro. Se me ocurre que nuestros trajes no son tan distintos, casi podrían intercambiarse.
Le pregunto por su experiencia como musulmana con velo y me habla de la ardua lucha de las mujeres españolas para conquistar libertades. Por eso ahora, cuando ven a las musulmanas “tan tapaditas”, tienen miedo de volver al pasado. La otra reacción frecuente, dice, es que se crean superiores y vean a las veladas como “unas pobrecitas” que aún no han descubierto que sin pañuelo se vive mejor.
En los años ochenta Fátima llevaba vaqueros, minifaldas y el pelo muy corto. Me cuenta detalles de sus viajes de juventud y el relato le sirve para demostrar que su evolución personal fue a la inversa de lo que aquí se espera. “Simplemente me encontré a mí misma y me puse el velo en la universidad”, dice resuelta. El destape de la mujer es un elemento simbólico del feminismo occidental, por eso el velo puede percibirse como una prenda opresora. Fátima demuestra que no todas las personas comparten los mismos códigos.
El feminismo también aboga por hacer valer la voluntad de las mujeres, premisa que les sirve a las investigadoras Lena de Botton, Lidia Puigvert y Fátima Taleb, autoras del libro El velo elegido (El Roure, 2004), para poner en evidencia la contradicción de desautorizar la voz de una mujer con hijab cuando se trata de reflexionar sobre sí misma, como si no fuera capaz de identificar los elementos que la oprimen.
Las tres autoras defienden un feminismo abierto que acoja las posturas que no coinciden
con los esquemas occidentales. Según sostienen, resulta arriesgado que un solo grupo de mujeres decida lo que es conveniente para todo el resto.
Si se indaga en los fondos de las librerías aparece La trampa del velo (Catarata, 2011), de la antropóloga Ángeles Ramírez. La obra aporta otra reflexión interesante: es difícil saber cuántas mujeres musulmanas llevan pañuelo de modo voluntario o lo hacen presionadas por el entorno. Los límites de la obligación o de la presión social son difusos. Lo mismo sucede si intentamos dilucidar por qué nos depilamos las españolas, por qué no queremos pasar de la talla 42 o por qué para aparentar elegancia nos ponemos tacones.
La pregunta genera una intrincada red de motivos que tienen más de una lectura. Por eso Lola López, antropóloga del Centro de Estudios Africanos de Barcelona, propone cambiar la forma de interpretar el pañuelo: “¿Por qué no alabamos a las musulmanas que conservan su vestimenta original pese a estar en España? ¿Por qué no nos compadecemos de los hombres que vienen aquí y adoptan nuestro modo de vestir?”. Según sostiene, una mujer que manifiesta llevar el velo con orgullo corre el riesgo de ser malinterpretada, pues su actitud puede percibirse como un reto a los autóctonos.
Todas quieren un buen trabajo
Amnistía Internacional denuncia que el pañuelo resta puntos a una mujer que acude a una entrevista de trabajo, según se recoge en el informe Elección y prejuicio. Discriminación de personas musulmanas en Europa, publicado en el mes de abril. Najia corrobora el dato: ha acudido a varias entrevistas y ha visto cómo el gesto amable del entrevistador se tornaba en mueca cuando mostraba el pañuelo. “Hay una voz en ti que te pide que entres al despacho y hagas la entrevista. Otra que dice que no hace falta, que no te van a coger en esa empresa”.
Sonia Segura es doctora en Bioquímica. Nació en Gerona, tiene treinta y siete años y se convirtió al islam hace cinco. Ahora imparte clases de Formación Profesional en un instituto. Allí respetan su decisión de llevar el velo, aunque en las horas lectivas se lo pone recogido en un moño a la altura de la nuca, “en plan disimulado”. Sonia afirma que muchas mujeres optan por abandonar el pañuelo: “Si una chica joven quiere trabajar lo tiene difícil, porque con el velo puesto es probable que le cierren la puerta en las narices”.
Nabeela Khalid encaja en esa descripción. Tiene veintitrés años, es de Pakistán y nuestro primer encuentro se produce en una manifestación del Día del Trabajo. A pesar del gentío, las pancartas y las banderas que inundan el centro de Barcelona, llaman la atención los colores vivos de su traje y los del grupo de chicas paquistaníes que la acompañan en la marcha. Hace sol. Nabeela se cubre la cabeza con el velo. Al rato, la tela descansa de nuevo sobre sus hombros. Según dónde se encuentre, me explicará después, se tapa o se destapa. “Hay veces que oímos a algunas señoras decirnos cosas, pero pasamos. Yo llevo el velo porque me gusta”.
Su compañera Huma Jamshed tiene cuarenta y seis años y preside la Asociación Cultural-Operativa y Social-Educativa de Mujeres Pakistaníes (ACESOP). Su cometido es integrar en la sociedad barcelonesa a compatriotas recién llegadas. “Ellas están aburridas, pasan mucho tiempo en casa porque no conocen ni el idioma ni las costumbres. Para que espabilen hacemos que participen en la vida pública, así conocen a la gente y toman contacto con la cultura del país. Todo el mundo quiere un buen trabajo con un buen sueldo, pero estas mujeres no saben cómo encontrarlo. Esa es la tarea de la asociación”, asegura.
Huma no lleva velo y es contraria a su uso. Cree que las mujeres se lo ponen para honrar a la familia y ese gesto las hace invisibles, pero no se presta a discutir el asunto más allá de sus argumentos. Huma es una mujer de carácter y rotunda en sus afirmaciones. “Si una mujer lleva velo y es participativa en la sociedad, que la dejen tranquila”, dice como respuesta a mi insistencia. “Pero si se aísla por un trozo de tela no podemos decir que el velo es el culpable, sino la mentalidad”.
Al final, me propone zanjar el asunto: “No debatamos más. Cuanto más hablemos del velo, más importante parece que sea. Hablemos de cosas que de verdad nos sirvan”, y reorientamos entonces la conversación hacia los esfuerzos que hace su asociación para que las mujeres paquistaníes estudien, encuentren un trabajo y “vivan la vida según su sueño”.
***
He quedado con Amel en el Centro Cultural Islámico de Barcelona. Sólo he visto una vez a esta argelina de treinta años que prefiere no dar su apellido, y con el trasiego de mujeres veladas que recorren el local a esa hora me inquieta no poder reconocerla. Pienso que el pañuelo que cubre su cabeza oculta su color y corte de pelo, dos aspectos importantes para poder identificarla entre la multitud. Cuando aparece, la reconozco enseguida por su complexión y por su cara. Me doy cuenta entonces de que el velo interfiere en mi percepción, no en su fisonomía. “Hay gente que no sabe del islam ni de nada”, me dirá durante la entrevista. Y tiene razón: basta moverse unos días entre musulmanas para descubrir matices en el uso del velo que suelen pasar inadvertidos.
Si una entra en un baño público frecuentado por ellas se las encuentra atusándose el pañuelo frente al espejo con la misma coquetería que otras mujeres se arreglan el peinado. Hay quienes llevan el velo a juego con el calzado y los complementos. Otras que lo visten negro, con vaqueros y zapatillas deportivas. También hay pañuelos con estampado de leopardo, elegantes, cuyas dueñas llevan americana y zapatos de tacón. El velo no es una tela que homogeneiza a las mujeres, sino un complemento que les da personalidad. Si se entrena la mirada, se pueden distinguir diferentes formas de acomodarlo a la cabeza, de anudar los extremos sobrantes y de combinarlo con diademas que asoman unos centímetros a la altura de la frente.
Ese es el caso de Hakima Kherbach, que llega a nuestra cita hecha un pincel. Luce un velo de color turquesa con un adorno plateado que le cuelga a la altura de la sien. Cada vez que gesticula, el pequeño colgante bailotea al compás de sus gestos. Hakima tiene una cara agraciada y luce un discreto maquillaje que aviva su belleza. Tiene 29 años, es argelina, viuda y madre de dos hijos –Yacin, un niño de siete años, y Kawtar, una niña de cuatro que habla por los codos y maneja el castellano, el catalán y el árabe con una fluidez pasmosa-.
Hakima cuenta que el primer año que pasó en España se sentía observada por llevar el pañuelo. Nueve años después, se confiesa liberada del apuro que antes le causaban las miradas recelosas.
Una de sus preocupaciones es salir de casa bien preparada: “Siempre arreglo mi vestido antes de irme, no quiero que me digan mora sucia. Que vean que soy musulmana, llevo pañuelo y soy guapa. Además, así encuentro novio”, declara risueña.
Después me instruye en las modas del pañuelo: “Cada año salen nuevas maneras de ponérselo. Ahora hay que hacerse una coleta alta para que el velo quede abultado y dejar mucha tela por delante”, dice mientras gesticula alrededor de su cabeza para mostrar que la tela sobrante debe quedar suelta a la altura del cuello.
Algunas musulmanas explican que prefieren ser valoradas por su inteligencia, no por su aspecto externo, por eso son más pudorosas. A pesar de ello, las musulmanas no renuncian a mostrar sus encantos: “La feminidad no se puede tapar, llevamos dentro el ser guapas”, apunta Fátima. “La doctrina dice que el pañuelo debería ser discreto, que no deberíamos ir pintadas… ¡pero nosotras somos mujeres!”, y estalla en carcajadas ante la evidencia de su pantalón florido.
Fátima asegura que las musulmanas que viven en España tienen dificultades para llenar su armario. En sus países de origen, la oferta de velos, chilabas y complementos es tan amplia que pueden lucir combinaciones de lo más sofisticadas.
Madres universales
¿Cómo suavizar las tensiones que suscita el pañuelo? “Las musulmanas debemos darnos a conocer y trabar relaciones con los vecinos, los compañeros de trabajo o los profesores de nuestros hijos”, apunta Najia. En su opinión, el contacto directo es la mejor forma de demostrar que su vida no se rige por los tópicos que circulan alrededor de su cultura.
Los españoles, por su parte, deben estar dispuestos a convivir. “No es lo mismo integración que convivencia”, aclara, pues la solución no es homogeneizar a todos los ciudadanos, sino permitir que las identidades de los diferentes grupos cohabiten de forma armónica.
Fátima es de la misma opinión. No es contraria a las conferencias y a las jornadas universitarias donde se debate sobre el velo, pero cree que los puentes más sólidos se construyen en la calle. Las AMPAS de los colegios son un lugar fundamental: “Las madres de Marruecos, Perú, India, Pakistán y España tenemos las mismas inquietudes. Nos preocupa la vida en pareja, la casa, los hijos… Todas queremos que nuestros niños estudien, que sean buenas personas y que tengan un trabajo en el futuro. No somos tan diferentes”.
Ella tiene dos niñas: Aya, de doce años, se interesa por las prácticas del islam. Algunas amigas del colegio ya se han puesto el velo y hace poco quiso saber si ella debía ponérselo también. “Le dije que no, que todavía es joven, que tiene tiempo para estudiar la religión y escoger entonces lo que quiera”, recuerda Fátima.
Su hija pequeña se llama Inas, tiene diez años y va camino de convertirse en una adolescente muy presumida: se pinta las uñas y los labios a escondidas, se alisa el pelo a diario y está muy pendiente de la moda. Hace unos días, apareció en casa con un pendiente postizo que le había dado su prima. “¡Mamá, mira lo que lleva Inas!”, gritó la hermana mayor escandalizada.
Fátima cuenta la anécdota con ese tono materno que convierte en entrañable toda trastada divertida de su prole: “Yo siempre le digo que la apariencia no es tan importante como lo que hay dentro, pero su actitud no me enfada, me recuerda a mí cuando era pequeña”. Entonces cambia el gesto: “Lo que sí me asusta son las discotecas hasta la madrugada, o que mis hijas beban o fumen”, expresa con palabras de madre universal.
Los hijos. Ellos pueden ayudar a conseguir la convivencia deseada. Muchos han nacido en España y otros han vivido aquí más años que en sus países de origen. Son el símbolo de la convivencia, pues su identidad está hecha de pedazos múltiples que se acomodan sin fricciones. Son de aquí y de allí, conocen los entresijos de sus dos culturas y beben de ambas para crecer.
─Mamá, yo soy musulmana, catalana y de origen marroquí –le dice Aya a su madre.
─Muy bien, hija. Ojalá te dejen asumirlo así.
Ana Torres es periodista. En FronteraD ha publicado Eugeni Forcano, el fotógrafo de la calle. Escribe el blog Tres letras
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