Suena Oh What a World,
de Rufus Wainwright
Calvary (Idem, 2014)se abre con un plano de su omnipresente protagonista, el padre James, quien escucha en el confesionario de su iglesia como una parroquiano le revela que a los siete años probó el semen. El párroco le comenta que no está mal como principio, un comentario irónico que podría correspondernos a nosotros como espectadores y que de paso crea un distanciamiento necesario para observar la propuesta de su guionista y director, John Michael McDonagh. A continuación la confesión continua para acabar en una amenaza de muerte directa al padre James, ajeno a los acontecimientos truculentos y traumáticos narrados por el personaje anónimo, pero que se convierte en el chivo expiatorio adecuado porque el cura responsable de los abusos ya falleció y porque nada resulta más efectivo que sacrificar a un inocente según el afectado. El irónico comentario inicial se muda en estupefacción y posterior resignación, en un claro ejemplo del continuo vaivén que va a caracterizar el tono de una película como Calvary.
Lo que inicialmente ocurriría si un drama existencialista, propio de los cineastas nórdicos o del maestro francés Robert Bresson, se cruzara con una comedia negra con imprudentes salidas de tono es que como espectadores padeceríamos tal descolocación que nos pasaríamos el resto de la película incomodados por algo que no respondería a nuestras reconfortantes expectativas. Y algo así le pasará al espectador que se acerque a esta curiosa Calvary e intente llevarla por el terreno de lo serio o, contrariamente, por el de la risa. Lo recomendable es dejarse atrapar en su travieso y desconcertante juego y disfrutar de su endiablada –adjetivo del todo pertinente en este caso- estructura dramática. Saborear su tonalidad bizarra, capaz de concentrar en una misma escena una ambivalencia que hace que lo cómico acabe por inquietarnos, por dejarnos, incluso, un regusto amargo, puede no ser del gusto de algunos, está claro.
John Michael McDonagh, ya nos había dejado buenas sensaciones con El irlandés (The guard, 2011) y había demostrado con esa heterodoxa buddy movie que lo suyo es un conceptual juego de contrastes sin que su discurso suene rimbombante. En Calvary es el responsable de construir una película de semejante naturaleza, y hacer que funcione por mucho que parezca que va a patinar. Pone a prueba nuestro sentido de la credibilidad, de la misma forma que su protagonista pone a prueba su fe, y sin embargo nos obliga a vulnerarlo debido a una peligrosa tendencia a lo caricaturesco; contrariamente al padre James que jamás impone su sermón.
Construida inicialmente a partir de los códigos del thriller, incluido un suspense que lejos de convertirse en una carrera a contrarreloj se convierte en un asumido encuentro con el destino, Calvary abandona continuamente territorio genérico con la convicción con la que su protagonista se acerca a l día de su sentencia, con la voluntad con la que trata de hermanar esa comunidad llena de personajes a la deriva, aspirantes a una redención que no llega, a conseguir un perdón que los salve del tedio, la mezquindad o el dolor. En el fondo, pues, casi nada. ¿Y risas? También hay, pero llenas de amargura. Y al final, tan solo un lamento, no por el desenlace, sino porque la sobriedad del estilo se ve empañada por un efectismo en parte de su desenlace que no corresponde a la entereza y la dignidad de su protagonista.