Hay enterradores de todas las calañas. Los hay que prefieren dejar a su víctima con los muñones aire, como presuntas esculturas que hablan de la deshumanización del arte (es decir, de la deshumanización), y hay quienes prefieren actuar al ras, dejando el tocón rozando la tierra, como lápidas, estelas en las que la edad del difunto queda inscrita en los círculos concéntricos que dan cuenta de las edades del hombre, el tiempo en que hemos disfrutado de su sombra, del sonido del viento entre las ramas, de su cómplice, amena compañía.
Dejo al viejo magnolio mudo con una aprensión inconsolable. Era casa de pájaros, y teníais que ver sus flores carnosas, blancas, que hablaban de la remota historia de la especie. Claro que sus raíces revientan los catafalcos de madera, de muros y acercas, alcorques como dogales con los que queremos embridar su naturaleza expansiva. Dejo al viejo magnolio familiar como la pesadumbre de lo irreversible, sin que acierte a compartir las razones de mi madre.
El drama no acaba aquí. Paso ante el Instituto de Coia donde cursé el bachillerato. Han aprovechado la distracción y la estulticia del mes de agosto para talar sin contemplaciones los árboles que escoltaban la verja, que daban sombra y alegría en los recreos. La sierra mecánica, el instrumento preferido de los paranoicos, ha sido la herramienta que han empleado para cortarlos por la ingle. Los he visto esta mañana, bajo la lluvia fina, todavía con el serrín en serpentina, vibrante a pesar de la lluvia, la carne roja de la madera que ha sido sajada sin contemplaciones, sin anestesia, en carne viva.
Es una fiebre española, una pasión brutal que lleva a ensañarse sin contemplaciones con los árboles y los animales. Como si se la tuviéramos jurada. Como si molestara su inocencia, como si nos recordaran algo que no queremos ni que nos mienten. ¿Qué hidalguía cabe en quien abusa de los que no se pueden defender? Es un afán que en los pueblos todavía se cultiva con delectación: disparar a los pajaritos o cazarlos para devorarlos fritos, apedrear a los gatos, enterrarlos vivos con su camada de recién nacidos, torturar a los perros, martirizar a los burros… y embriagarse contra los árboles, podarlos salvajemente, o simplemente cortarlos para hacer leña, carbón, hueco, para que el desierto campe a sus anchas y el viento desabrido no encuentre resistencia a su jauría. Ese es un negocio ruin que florece por doquier, ahí no hay civilización urbana que evite lo que parecía patrimonio de las almas menos cultivadas: al contrario, no dejamos de ver podas que son un escuela de castración, ferocidad programada por alcaldes a los que además excita sobremanera alicartarlo todo, cegar los respiraderos de la tierra, acogotar cualquier vestigio de sombra natural, cubrir con falso granito cuanta superficie se ofrece a su aniquilación de todo lo que huela a naturaleza, ciclo, rumor de nubes que nadie embrida, estaciones, frutos, hojas, función clorofílica, estambres, frutos. Gemidos de la tierra y de los animales, nuestros compañeros de viaje.
La tala es nuestra divisa, nuestra efusión nacional, sin distingos entre nacionalidades ni ancestros. Hay enemigos cerrados de los árboles y de los animales casi en cualquier rincón de esta furiosa península ibérica.
Entro en el viejo cementerio de Bouzas, donde reposan los huesos de mis antepasados, bajo una lluvia de verano. Contra los nichos de los nuevos rascacielos blancos se proyectan las cruces de los nichos donde los muertos se clasifican como en archivos de la certidumbre. Polvo éramos. La tala también nos llega a quienes hemos levantado el hacha contra los árboles, la piedra o la carabina contra nuestros gatos. La tala es moral. La tala es nuestra forma de hacer este mundo ininteligible, menos amable. La tala es nuestra elección, nuestra triste herrumbre, la lepra que calibra y lacra nuestro corazón. Nuestro anagrama.