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La tarde que fuimos a decirle adiós a Enrique Meneses la niebla se había comido medio Madrid

 

 

Cogimos el cercanías en Nuevos Ministerios. Una estación excavada en las entrañas de Madrid, idónea para los bombardeos de la aviación convencional, cuando las bombas mataban a secas, no eran tan insidiosas como las que están rebozadas en uranio, son de fragmentación, tienen apellidos pretenciosos como de neutrones, son capaces de perforar búnkeres como este en el que esperamos el tren que nos ha de llevar a la estación del hospital Ramón y Cajal, o viajan en drones, artefactos manejados a miles de kilómetros de distancia del blanco por un aviador que está sentado ante una pantalla jugando a matar marcianos que en realidad son seres humanos aunque se les ha asignado una identidad de terrorista para poder ser eliminado con solo apretar un pulgar que tiene la bendición de su santidad el presidente.

 

Parecía el camino más corto para llegar al Tanatorio Norte, un lugar en el que jamás habíamos puesto los pies: no se nos había muerto nadie que viviera en las inmediaciones, o ninguno de los deudos (que cada vez son más: en cuanto empiezan a morirse a tu alrededor, tus padres, tus tíos, tus amigos, date por avisado: la jicha de la guadaña te ronda y te acabará segando los tobillos) había tenido que llevar allí un cadáver conocido para ser honrado a duras penas.

 

Los tanatorios te resuelven muchos engorros que antes, nuestros padres, sin ir más lejos, asumían: lavar el cadáver del ser querido, adecentarlo para el duelo, comprar flores, anís, hacer unas rosquillas o unos bizcochos para quienes vinieran a despedirse de quien había compartido partidas, caminatas, discusiones políticas, aventuras, trabajos, dichas, lluvias, solaneras… Ahora hay quien se hace cargo de todo. Son fábricas muy bien engrasadas para hacer los últimos trámites mucho más llevaderos, asépticos, y que el duelo se cumpla dentro de unos parámetros y protocolos a los que enseguida nos hemos acostumbrado.

 

Al pasar por Chamartín la niebla había difuminado, como una gran goma de borrar, los cuerpos de las Cuatro Torres. Eran cuatro tallos truncos, cuatro torres de Babel que no habían podido ser terminadas porque los obreros (y los aparejadores, los delineantes, los arquitectos y los ladrones y los promotores, y viceversa) se habían puesto a hablar en lenguas innumerables y no había forma de ponerse de acuerdo para hacer la masa, desencofrar, fraguar, disimular un cadáver en los cimientos, pintar una pared, hacer funcionar una grúa.

 

Nos bajamos en la estación del hospital. Pero allí no íbamos. El hall estaba lleno de pancartas del personal sanitario en contra de las reformas que dicen que privatizando todo sale mucho más barato y resulta más eficiente. Tal vez. A veces pasa. No pasó así con los ferrocarriles británicos. Pero a veces pasa. Un guardia jurado nos dijo que teníamos que pasar bajo las vías y salir al otro lado. El andén era de madera algo ondulada. Me recordó a los andenes de algunas estaciones del metro de Nueva York, en Astoria (donde los bares checos y griegos), en Queens, en el Bronx. Salimos a una calle que parecía dar a San Francisco, pero en realidad daba a un paisaje fabril, desolado a las seis en punto de una de esas tardes de niebla en que el cielo de Madrid parece el cielo de Pekín y el sol no va a volver a salir jamás. Oficinas en alquiler, altas tapias, locales para negocios turbios o sencillamente para montar la redacción de una revista que se empeñe en devolver algo de belleza y de verdad a la degradación de tantas redacciones que se han empeñado en sobrevivir muriendo sin la menor elegancia. ¿Qué es más fácil, vivir o morir con elegancia?

 

Siguiendo las indicaciones, durante un buen tramo por una calle a orillas de la vía, cruzándonos con quienes nos miraban con sorpresa, como si no perteneciéramos a un entorno que en cuanto la noche se hiciera fuerte iba a resultar tan hostil como Kabul un viernes talibán para las mujeres empeñadas en estudiar, acabamos por doblar las tres esquinas del juego y plantarnos ante la impecable puerta del Tanatorio del Norte.

 

Allí estaba Enrique Meneses como jamás lo había visto. Con la boca cerrada. De cera. Tieso. Muerto como jamás lo había visto. Mi querido Enrique, tras el cristal que lo preservaba a él de nosotros, a nosotros de él: de seguir respirando el mismo aire. Sin humo, sin alcohol, sin más deseo. No voy a volver a escribir la necrológica que escribí para mi periódico. A Enrique Meneses le voy a cantar en silencio, le voy a añorar aquí, en este rincón donde el periodismo podría escocer más y no escuece, donde el periodismo podría levantar ampollas y no las levanta, donde el periodismo podría ser una razón de ser como la que le hizo a él ser como fue hasta el último día, el último aliento. Recorrimos Madrid una tarde de enero, sucia, gris, neblinosa, inevitable, y junto a su cadáver nos abrazamos los amigos como solemos hacer en los entierros cuando todavía no es el nuestro: para darnos ánimos, para quitarnos el frío, la mala sangre, el mal sabor de boca.

 

Te vamos a echar de menos aquí, carajo, Enrique. Y sobre todo tus manos. Y sobre todo tus ojos.

 

 

 

 

Una de las últimas veces con Enrique Meneses, en su casa. Fotos: Corina Arranz

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