La épica resulta un antídoto contra la globalización porque acrisola las señas de identidad de un pueblo. Tras los himnos religiosos surgió como primera forma de poesía, anterior a la lírica y a la dramática. Se hizo necesario forjar primeramente las hazañas del Clan, para que éste, como un poderoso cofre blindado, permitiera el florecimiento de la identidad individual, (que se expresó con la poesía lírica); o el diálogo creciente que estas mismas identidades comenzaron a entablar entre sí, en torno a un tema de interés colectivo, (la poesía dramática).
La literatura épica se erige como el cimiento más sólido sobre el que puede sostenerse una civilización, evocando las hazañas de un héroe fundador, o los valores espirituales más representativos de un pueblo. La Ilíada o La Odisea resultan tan importantes para comprender la civilización occidental, como para entender la religión de los griegos. El Mahabaratta y el Ramayana son los dos poemas épicos más importantes del pueblo hindú, a la par que por su interior pululan las principales deidades del hinduismo. La Eneida para los romanos, el Poema de Mío Cid para Castilla, Os Lusíadas para los portugueses, han sido poemas épicos fundacionales. Un pueblo sin literatura épica puede pasar por sospechoso de no serlo.
Una vez que estuvo escrita, la épica tuvo una cierta decadencia en el mundo clásico. Aunque en las entrañas de la Edad Media, tras siglos sin producirse literatura en Occidente, el arte de la palabra vino a resucitar a través de la épica, en los Cantares de Gesta y en los Libros de Caballería, tan necesarios para definir las nacionalidades europeas que se estaban construyendo en esa época. Con el paso de los siglos, serían sus herederos la novela y el cinematógrafo. Todas las películas del Far West constituyen la Épica de los Estados Unidos. El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith fundó el cine moderno a través de la épica y de los ojos de Lillian Gish. ¿Qué no decir del uso que realizó con intenciones épicas (y por tanto propagandísticas) la revolución soviética a través del cine de Eisenstein, con Acorazado Potemkin, Octubre, o Iván el Terrible? Los Estados nacientes necesitan de la épica como los niños del calcio y la leche: para fortalecer su osamenta y poder consolidar su desarrollo.
El periodismo nació con una gran vocación épica. Cada nueva guerra que estalla implica el disparo de ventas de periódicos, o de visitas a las páginas de sus ediciones digitales. Cuando median muertes humanas, y los Estados y sus gobernantes comienzan a derrumbarse, todo el interés del resto del planeta se concentra en devorar información e imágenes (o ¿habría que invertir el orden: imágenes e información?) del punto más caliente del planeta. Los corresponsales de guerra forman una raza aparte. Se instalan en los bordes de la vida, al tiempo que ejercen de cronistas de la muerte. Donde mora el peligro, lo que no mata, excita. De ahí su adicción y la reincidencia.
El término Docudrama suele ser definido como un “género de radio, cine o televisión, que trata hechos reales propios de un documental, con técnicas dramáticas”. Frente a los numerosos ejemplos cinematográficos, el Docudrama televisivo está dotado de una urgencia que le permite sacar ventaja sobre el cine, en el tiempo en que tarda en llegar al público. Las unidades de producción televisivas resultan mucho más ágiles que las cinematográficas, por la misma naturaleza voraz del medio, obligado a satisfacer el consumo diario de imágenes que exigen los telespectadores. Una película se produce de una en una, casi artesanalmente; frente a la necesidad de rellenar una parrilla de 24 horas diarias que realiza cualquier canal televisivo. Un Docudrama para televisión puede realizarse y emitirse en un periodo de tiempo mucho más breve, de forma que el tema tratado aún permanezca caliente en la memoria del público.
Aunque el mérito sea plenamente televisivo, hay que reconocer que la mayoría de los Docudramas han sido realizados por equipos mayoritariamente cinematográficos, o al menos con un director de cine a la cabeza del proyecto. La calidad general de todo este subgénero de la ficción televisiva, se debe en gran parte al mimoso trabajo de producción con que fueron alumbrados. Aunque hay que reconocer –igualmente- que las historias reales de las que se alimentan, son servidas en soporte melodrama, que en televisión resulta el más convincente y efectivo; sólo el contexto se mantiene en el registro épico.
Docudrama y propaganda
La Familia Real inglesa se convirtió en pionera del Docudrama televisivo, protagonizando (¿a su pesar, o en su beneficio?) varias series televisivas, donde se aireaban sus más recientes conflictos familiares en torno a Lady Di. Resultó sorprendente, contemplar en su intimidad a egregios personajes vivos -en pleno ejercicio de sus cargos- interpretados por actores, y convertidos en protagonistas de un culebrón televisivo.
En España, el Docudrama Lucrecia (dirigido por Mariano Barroso para A3TV en 1991) ejerció como adelantado del subgénero en nuestras pantallas domésticas, relatando los trágicos sucesos acaecidos en la provincia de Madrid, que terminaron con el asesinato de una inmigrante sudamericana. Más tarde, desembocó en las pantallas Padre Coraje, dirigido por Benito Zambrano, en la que se ficcionaban los acontecimientos vividos por una familia de Jerez, tras el asesinato de su hijo en la gasolinera donde trabajaba. El crimen de Fago, (que ha sido repuesta recientemente, coincidiendo con el comienzo del juicio del caso); el proceso contra Dolores Vázquez, acusada del asesinato de la joven malagueña Rocío Wanninkhof; ó las hazañas del mítico atracador de bancos español conocido como El solitario, han sido recreados para la ficción, con urgencia documental, complejidad cinematográfica, y la correspondiente dosis de propaganda para las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Los acontecimientos vividos en España el 23-F, han dado lugar en los dos últimos años, a las tres primeras series de una saga de docudramas épicos, para mayor gloria de sus protagonistas. La mayor conmoción que ha sufrido la Democracia española se ha convertido en una hazaña nacional sobre la que resulta saludable reflexionar frecuentemente. En cierto sentido, ese día se jugaba no sólo la pervivencia de un sistema democrático recién nacido, sino también el final de la España negra de los cuartelazos, que tan nefasta huella dejó sobre nuestra Historia. Quizá el 23-F haya resultado el día más épico de nuestra joven democracia, porque se la jugaban dos estados posibles y completamente antagonistas.
Tal vez no sea inútil recordar los motivos que originaron la producción en 2009 de estas series en torno al intento de Golpe de Estado de 1981. Una larga distancia temporal que pondría en evidencia la inmediatez histórica del docudrama televisivo. El verano de 2008 los telediarios se vieron inundados por las reiteradas noticias sobre quemas de banderas de España, y en algunos casos hasta de retratos de los reyes, realizadas públicamente en algunas localidades del país, especialmente en Cataluña. La libertad con que se mostraron unos actos tan descarnados para con nuestra institución monárquica, sembraron una cierta alarma social sobre la estabilidad institucional, de la que llegó a hacerse eco la prensa internacional, reflexionando sobre el mal momento que atravesaba la monarquía en España.
Qué torbellinos tiene la Historia: en la sociedad del espectáculo, los cómicos son los que se encargan de sacarles las castañas del fuego a los reyes. Recordar en varias series de televisión la importancia del Rey en el feliz desenlace del fallido golpe del 23-F, ha significado no sólo un refresco para la memoria histórica reciente, sino todo un Master intensivo para educar a las nuevas generaciones de españoles sobre la importancia arbitral de la Corona para la Democracia española. Que el actor Lluis Homar interpretase a Juan Carlos I en el docudrama televisivo fue todo un acierto de casting. El prestigio teatral que arrastra el actor, (por su dilatada y fértil carrera al frente del Teatre Lliure de Barcelona), junto al prestigio que conlleva ser actor fetiche de las últimas películas de Almodóvar, se traspasaron automáticamente al personaje por él interpretado: el Rey de España. Si además reparamos en que Homar es catalán, la poderosa operación de imagen que supuso la serie televisiva para la institución monárquica, resultó completamente redonda.
Los docudramas televisivos tienen un componente de naturaleza periodística: informar en mayor profundidad sobre los datos y las razones de un conflicto que ha desembocado en la muerte. Pero poseen también una capacidad sugestiva un tanto peligrosa, ya que a través de ellos vemos a los protagonistas de la Historia, tanto en su faceta pública, como en el ámbito privado de las emociones que les provocaron los hechos que estaban protagonizando. Ver sufrir o llorar a un hombre público en su intimidad, produce empatía en quien lo contempla, lo acerca como ser humano concreto, y eso quizá resulte incompatible con el poder de los símbolos que encarnan.
Las filias y las fobias que puede provocar el lenguaje del melodrama televisivo (pretendiendo conmover más que informar) quizás sea el talón de Aquiles de este subgénero televisivo: resulta muy fácil manipular el relato de los hechos a favor de la propaganda. Quizás sería ésta la peor herencia de la literatura épica que le pudiera quedar al Docudrama.