En el primer artículo que inauguraba esta Huerta del Retiro, afirmaba Faba: “La mejor televisión es la mala”. Hoy no lo sostiene, porque si no, no podría explicar la liberadora experiencia del zapping. No es sólo la insaciable curiosidad humana la que hace saltar a otro canal con la ayuda del mando a distancia, sino la imperiosa necesidad de huir de ciertos espantos televisivos. Se cambia de emisora, porque no se está dispuesto a dejar entrar en la intimidad del hogar a ciertos bárbaros públicos o ficticios.
En aquella primera entrega de este blog se anunciaba la siguiente, como una declaración de intenciones en negativo, sobre la televisión con la que evitaba encontrarse Faba. Sin embargo, el artículo ha tardado diez meses en nacer, más que un embarazo humano. Y eso que en este post sólo asoma la cabeza y medio cuerpo el texto prometido. Espera este escribano despertar el interés de sus lectores, y poder completar su más descarnada crónica la semana que viene.
Hospitales televisivos
Desde Centro médico no ha soportado Faba una serie televisiva de hospitales, quizá porque entonces tenía 14 años, y nunca había estado enfermo. Ingresar semanalmente en un centro de salud, no resulta -a cierta edad- el plan más estimulante. Hay que reconocer que ni el Doctor House ni sus colegas de Anatomía de Grey, ni los doctorcitos ibéricos de Hospital Central, pueden competir con la sombra del Doctor Gannon, el cirujano más atractivo de la historia de la televisión, interpretado por un joven y rutilante Chad Everett, con sus ojos grises, sus patillas de punta y sus labios ionizados.
La abundancia actual de series hospitalarias mosquean a ciertas generaciones de audiencia, que han pasado por el trance de estar sometidos a las garras médicas en un centro clínico. Si todo lo que se ve en la pantalla grande del hogar, marca tendencia, crea hábito, se impone, o como queramos llamarlo, ¿qué fenómeno está sucediendo, en realidad, cuando vemos estas series medicinales? ¿Que debemos considerar normal, vernos hospitalizados? Parece que alguien haya pensado desde el Olimpo televisivo, (o quizás aún más arriba,) que a la sociedad estresada del tercer milenio, haya que mentalizarla a la idea de que estar ingresado, puede resultar algo muy cotidiano, propio y distintivo de los seres urbanos de hoy en día; como si el que no hubiese pasado por un quirófano, fuera menos moderno, o hubiera vivido menos que el resto. Faba se niega a entrar en hospitales por la gran ventana televisiva. No está dispuesto. A no ser que sea el Doctor Gannon quien esté esperándolo para atenderle, al otro lado del recinto médico.
Hospitales televisivos. 2. Raphael. Antena-3
Siguiendo en esta misma línea tele-hospitalaria, ¿quién habrá engañado a los guionistas de la miniserie sobre el cantante Raphael, que se ha emitido las dos últimas semanas en A-3? ¿Será quizá recordado el cantante de Linares, como el artista que necesitó un trasplante de hígado? ¿A quién se le ocurre que al público y las fans de tan genuino artista, lo que más pueda interesarles revivir de la vida de su cantante favorito, sea el repertorio de ambulancias, enfermeras y doctores que lo atendieron cuando la crisis hepática que pudo costarle la vida? Estoy seguro, que –como ha hecho Faba- gran parte de la audiencia habrá aprovechado para irse de zapping en los largos trozos de la serie en los que un Juan Ribó deprimido y acongojado, intentaba transmitir la desolación del artista ante su salud perdida. Ribó nunca ha sido primer actor ni de cine ni de televisión, será por algo. En teatro rascó algún protagonismo teatral en tiempos de destape. Su faz no soporta el primer plano; menos aún sus dientes. Por el contrario, el joven Raphael -fuera de las clínicas- sí ha conseguido atraer a la audiencia con una interpretación de gestos manieristas, tan comentados desde siempre en el cantante vestido de negro, que nació en un portal de Belén… ropompompón…
¿A qué viene ese empeño de poner a la misma altura narrativa al Raphael artista y al Raphael enfermo? ¿Se imaginan –pregúntase Faba- si la serie que Antena 3 prepara sobre Rocío Jurado, sucediera la mitad en Houston? ¿Sería eso lo que esperaría ver el público de la más grande, aún conmocionado por su increíble pérdida?
Aída. Tele-5
Aída se supone que es una serie humorística, y además con gran éxito de audiencia. Si no fuera así, no la repondrían con tanta insistencia, ni se atreverían a emitir dos capítulos seguidos, taponando la programación nocturna dominical de Tele-5, como viene sucediendo en los últimos tiempos. Aída es una serie como detenida en una sola secuencia, la misma siempre, donde nada revelador sucede más allá de las voces truculentas de sus protagonistas. Contemplando los innumerables capítulos de la serie, (por trocitos, porque el hambre de ingenio de Faba, no soporta tanta abstinencia,) siempre parece que esté viéndose la misma escena. Y la culpa no es del efecto distanciador de las risas grabadas, (ya nos acostumbramos a ellas hace tiempo,) sino porque decir todo muy deprisa, con un repertorio de muecas consabidas, no garantiza ni el ritmo ni el tono de comedia, y mucho menos contando con unos diálogos tan chabacanos como previsibles. Los personajes de Aída -más que humanos- parecen de dibujos animados de plastilina.
Paco León (tras su inolvidable creación de Raquel-Revuelta-2 -que hizo en Homo-zapping– y con la que impactó a media España,) no levanta del suelo ni medio palmo de humor en su actual personaje aidiano, comparado con la socarronería y el chispeante petardeo de aquella parodia televisiva de antaño. Gracias a la estela de tan entrañable personaje, el público hace la vista gorda y da por bueno un trabajo tan arquetípico como pusilánime. Carmen Machi está sobrevalorada. Le hacen daño diciéndole que es tan buena, y dándole tantos premios. En Aída se limita a imitar a Carmen Machi, y si no es capaz de darse cuenta de eso una actriz a la que algunos tildan de anamañinesca, el asunto puede resultar más que grave, sobre todo para el devenir de su carrera artística. Marisol Ayuso, (que ha demostrado sobre las tablas ser una gran dama de teatro,) resuelve linealmente las anodinas tramas en las que injertan a su personaje, un equipo de guionistas poco inspirados o mal dirigidos. Hasta el pequeño gran Pepe Viyuela, resulta desmejorado en un conjunto tan anodino y despersonalizado. Nunca vio Faba un capítulo completo de Aída: no pudo resistirlo.
El hormiguero. Cuatro
Otra debacle televisiva -a juicio de Faba- resulta El hormiguero, en la noche diaria de Cuatro. Haber convertido al equipo más mordaz, ingenioso y carismático de la radio española reciente, en el nuevo Circo de la televisión, es todo un acto de sabotaje artístico. El recordado programa No somos nadie, (que fue emitido en las tempraneras mañanas de M-80 Radio, entre 2002 y 2007,) agrupó en torno a Pablo Motos a un equipo brillante, audaz, canalla, y hasta poético; tanto, que consiguió reconciliar a Faba con el medio radiofónico. El sabroso programa gamberro tenía el mérito de hacer iniciar la jornada a sus oyentes con una sonrisa por divisa. Ahora resulta patético, verlos hacer el payaso desesperadamente, por reclutar audiencia a toda costa, utilizando una sarta de truculencias seudo espectaculares, “porque la televisión debe ser muy visual y auditiva”, según la Teoría de Estilo implantada en Cuatro, por ciertos ejecutivos de Master americano en ciencias audiovisuales. Resulta a todas luces pura decadencia creativa, a la par de la tristeza que supone asistir la castración consentida de un equipo que fue caustico, transgresor y divertido. Y todo por salir en televisión, hacerse más famosos y aumentar los ceros de sus contratos.
¡Vanidad, pura vanidad!
¡Todo es vanidad televisiva!
Exactamente igual que en la vida.
Cuéntame. La Primera
Afortunadamente ahora no se emite. Porque lleva Faba años huyendo de Cuéntame, como del peor demonio televisivo. De la misma forma que nunca ha visto House, (porque le recuerda demasiado a sí mismo,) tampoco soporta que nadie venga a contarle en imágenes, lo que él vio y vivió con sus propios ojos de niño. Mucho menos si el protagonista de la serie resulta ser Imanol Arias: el actor sin mirada del cine y la televisión española, por antonomasia. Imanol no mira a ninguna parte, aunque esté presente una cámara fijando tal alevosía interpretativa. Por otra parte, nunca lo ha hecho, salvo en la dos partes de El Lute, donde Vicente Aranda consiguió que su interpretación llegara completa a los espectadores, mirada incluida; cosa rara, porque no ha vuelto a repetirse. Ana Duato emite una sintonía de actriz catódica, que aunque no esté muy convencida de su valía, tiene cara de pensar por dentro: “pos yo lo he hecho”. Muestra más resolución en querer demostrar ser actriz, que en practicar tan juguetón y seductor oficio; le falta personalidad artística a esta valenciana con primo. Y por otra parte, lo de María Galiana con la interpretación fue un bingo completo. La entrañable actriz de Solas (que era profesora de Instituto, y que gracias a este chollo pudo prejubilarse,) recibió tantos premios por aquella película de Benito Zambrano, tan solidaria y comprometida, que atracó en el mundo del espectáculo patrio como una actriz veterana de izquierdas, convertida en representante de una pléyade de abuelas rojas, hasta entonces inexistente.
No ha visto Faba jamás más de 2 minutos seguidos de Cuéntame, y espera desde el fondo de su alma de televidente, que nunca vuelvan a reponerla. Ese niñito repelente -que ya habrá crecido- y que relata a la audiencia, con afectada y ahuecada voz, cómo eran las cosas en su casa, en aquellos tiempos tan felices de su infancia, debería morirse de un infarto cuanto antes, y que fenezca con él tan funesta serie. Ya debe rondar los 50 años, le toca vivirlo. Y con un poco de suerte puede que hasta lo ingresen en Hospital Central, y así Faba se libraría de dos tostones seriados con un solo golpe de zapping.
(Continuará)