Ella se tapa los ojos. Yo miro para otro lado. Uno, dos segundos. Ha sido un gesto repetido durante los últimos meses. Mi compañera y yo frente a las noticias de Ucrania, Gaza, Irak. Imagino que en muchos hogares ha sucedido lo mismo, y aún más en los que hay niños despiertos. La última vez fue cuando informaron sobre el asesinato del periodista James Foley, y ahora Steven Sotloff en Siria. No pudimos ver la parte más macabra de la noticia. Pero en cuanto pasan esos segundos, hemos vuelto a girar el cuello. No queríamos dejar de mirar.
Por cuestiones de trabajo, he compartido, desde una relativa distancia, la zozobra y la incertidumbre de algunos secuestros de periodistas y trabajadores humanitarios en países en crisis. Por suerte, casi todos los colegas y conocidos han salido con vida, en mejores o peores condiciones. En teoría, todos ellos, junto a los civiles, deberían haber estado exentos de la brutalidad de un conflicto, según los Convenios de Ginebra.
A los primeros que se les ocurrió que un conflicto podía regularse para salvaguardar a los no combatientes se les tachó de ingenuos o cosas peores. Pero a esas personas les debemos el IV Convenio de Ginebra de 1949, que completó un trabajo de consenso en gestación desde 1864. Los convenios previos versaban sobre personas involucradas en el conflicto, pero no sobre civiles. La Segunda Guerra Mundial reveló que la brutalidad de la guerra no tenía límites y se cebaba en los más inocentes, que habían quedado hasta entonces al margen del Derecho Internacional, centrado en Estados, empresas y ejércitos y no tanto en personas.
Los 159 artículos de Ginebra conforman un texto poético, en el mejor sentido de la palabra (“manifestación de un sentimiento hondo de belleza”). ¿No es bello que en medio de la crueldad aún sea apele a conceptos como “honor”, “decoro”, “humanidad”, y hasta el derecho a “correspondencia por vía postal con familiares”. Todo ello parece una llamada al rescate de nuestro lado humano. Se trata de la médula del Derecho Internacional Humanitario y aunque sólo ejerza una función meramente preventiva, es vinculante desde hace unos años incluso para los países no signatarios.
Algunos dioses de la mitología griega eran terribles, pero a veces hasta los dioses se asustaban de su propia violencia y trataban de reparar al daño con un gesto de ternura, convirtiendo a sus víctimas en árboles junto a un río o en constelaciones, por ejemplo. Es decir, otorgándoles belleza. Algunas veces la mano de nuestro lado humano acaricia la del lado bestial. La Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias perversas. Entre ellas, por ejemplo, que los descendientes de una de sus principales víctimas, los judíos que fundaron el Estado de Israel, se convirtieran después en violadores de la Convención de Ginebra sin reparo hasta nuestros días. El lado bestial se impone sobre los inocentes, y ello ha terminado por convertir a la Convención de Ginebra en un texto poético, en el peor sentido de la palabra (un género literario sin aplicación real). No por ello hemos de dejar de reivindicar que se modernice. Tenemos que hacer que Ginebra se ajusta a la realidad de los conflictos de hoy, cuyos campos de batalla son principalmente contextos urbanos y cuyas víctimas son mayoritariamente civiles y también, médicos, periodistas y personal humanitario. Es evidente que Ginebra no les protege más allá de la letra y debemos preguntarnos cómo hacer para que los actores intelectuales y armados de un conflicto cumplan con la Convención o se enfrenten a las consecuencias de su incumplimiento, evitando así la profanación de un logro de justicia y de derecho humanitario. Ginebra no es sólo fruto de un trabajo diplomático y legal, sino de la memoria, la vivencia silenciosa en la conciencia, de cientos de millones de muertos y heridos, víctimas colaterales en nombre de banderas, dioses y locuras. Ellos nos exigen mucho más que un texto poético. Con ello nos jugamos el futuro.
Mi primera reacción al saber que han matado a un periodista en un conflicto es la misma que ante la muerte de un niño. No tiene sentido, quizá, pero no puedo evitarlo. De inmediato imagino, con la ingenuidad que disfraza la rabia, que los dioses deberían convertirlos en algo muy bello donde no exista el dolor, como una constelación o un árbol junto a un río, por ejemplo.
La muerte de los periodistas, como las de los niños, suele traer consecuencias, aunque a veces se tapan con un silencio cobarde e indigno, como el de los sucesivos gobiernos españoles y norteamericanos con respecto al asesinato del reportero gráfico José Couso en Irak. Muchos otros han llegado a cambiar el destino de algunos tiranos, que pierden el apoyo de sus aliados (cada uno lleva el suyo en la memoria, y en la mía está la imagen de la Nicaragua de los setenta, Bill Stewart, periodista de la ABC, al que un guardia de Somoza asesinó frente a la cámara de su compañero, así como el caso de Pedro Joaquín Chamorro, fundador de La Prensa en aquel país). Las recientes muertes de Foley y Sotloff en Siria nos han mostrado lo oscuro de los grupos extremistas que campean financiados por intereses atroces. El año pasado se estima que murieron 75 periodistas asesinados y 87 secuestrados, sobre todo en Siria y Libia, según Reporteros Sin Fronteras. En la última ofensiva israelí sobre Gaza se estima que ha habido 10 periodistas muertos, la mayoría palestinos. No sé si es una extraña forma de vocación, pero muchos periodistas, enviados o freelance, no pueden evitar jugarse la vida en ellas. El caso es que están allí, sin dejar de preguntar y de tratar de llegar al lado más oscuro. Y por eso los necesitamos tanto.
Lo hemos hablado. Al cabo de esos segundos de mirar para otro lado, fue como si algo, en el rincón, nos acusara de cómplices. ¿El subconsciente, o una manera cómoda de sentirse culpable? Desde luego, sería más fácil apagar la tele, pasar la página, silenciarlo. Pero creímos que soportar la impotencia de no poder o saber hacer nada es la dosis de tristeza que nos toca para no caer en la tentación de mirar para otra parte. Tenemos que proteger a quien intenta proteger a los civiles en un conflicto, y a quienes nos cuentan de dónde viene el fuego y quién resultó abatido. Necesitamos sus historias. Hay que seguir esperándolas. Esos mundos también son nuestros, como lo humano y lo bestia. Pero si ni siquiera nos miramos, nunca podríamos acariciar nuestro otro lado y hacer un pacto, o esperar que nos salve la belleza que, a veces, cobra forma de Derecho.
Francisco Javier Sancho Mas es escritor y periodista