Home Sociedad del espectáculo Pantallas La teoría de la rara astucia aplicable a varios cineastas contemporáneos

La teoría de la rara astucia aplicable a varios cineastas contemporáneos

 

El semanario humorístico La codorniz, tan agudo y oportuno entonces, ahora aplicable a distintas manifestaciones de nuestro presente, había establecido una eficaz figura retórica para poner en relieve situaciones y conductas con el denominador común de la pillería, la habilidad para dar gato por liebre, engañar al prójimo o, simplemente, la pericia con que el ciudadano logra eludir o salir indemne de alguna de las múltiples agresiones, más o menos violentas, con que a menudo le obsequia la vida cotidiana. La viñeta en cuestión se acompañaba de la misma frase, “Observe la rara astucia de…”, la formulación genérica que se completaba con la alusión al hecho que se tratara, expresado en un dibujo. El cinéfilo reaccionario ha recordado la graciosa e inteligente fórmula de la rara astucia a propósito de películas recientes, utilizada unas veces para dar gato por liebre y otras veces para integrar con habilidad ingredientes dispares.

 

Ciertos cineastas se las arreglan para comunicar al público el asunto que pretendían tratar con tan rara astucia que convencen a críticos crédulos y espectadores desprevenidos, que acaban creyendo que lo que aseguran sus artífices ha sido plasmado como ellos aseguran en la pantalla, lo que a menudo no es así. Ejemplo claro el del austríaco Michael Haneke, experto en el éxito de que todos nos creamos que sus productos retratan el germen del nazismo, la violencia que llega de un enemigo anónimo o el drama de la ancianidad enferma, cuando el análisis atento y desprejuiciado de sus películas demuestra lo contrario, su incapacidad para contar lo que parece que pretenden contar.

 

La teoría de la rara astucia cabe aplicarla con estricta precisión a la reciente Viaje a Sils Maria, de 2014, coproducción francesa, suiza, alemana, estadounidense y belga, con guión y dirección del francés Olivier Assayas. A María Enders (Juliette Binoche), actriz madura, se le ofrece volver al teatro con el título de su primer éxito, un drama sobre el enfrentamiento de dos mujeres. María interpretó entonces a la joven principiante y ahora se le propone encarnar a la profesional madura, una vistosa idea comercial a la que no puede resistirse, por afecto al dramaturgo, aprecio por la obra, y un reto como intérprete que ha alcanzado el punto álgido en su carrera. Una muy rica idea argumental, basada en el conflicto entre juventud y madurez, tanto artística como personal, con una sugestiva secuela de posibles ramificaciones: el contraste entre distintas escuelas de interpretación, el diálogo generacional sobre la experiencia femenina, o el retrato del actual “mundo del espectáculo”, con su intrincada mezcla entre el sistema de producción y las relaciones personales, entre otros aspectos. A todo ello se asoma Viaje a Sils María desde la situación dramática principal, el trato entre María Enders y Valentine (Kristen Stewart), su secretaria, con quien empieza a repasar la obra teatral que catapultó su carrera de actriz y a la que ha decidido regresar, tentada por probarse a sí misma su capacidad para dar vida a la mujer de media edad con el talento y la verdad con que se apropió del ímpetu de la veinteañera.

 

La rara astucia del guionista y director nos ha informado de sus propósitos, que aceptamos expectantes e interesados, hasta que, a medida que avanza la proyección, comprobamos que no asistimos a lo que la propia película se empeña en asegurar, por dos contundentes razones cuyo clamor va haciéndose cada vez más estentóreo. Por un lado, el guionista Assayas no ha querido, podido o sabido escribir los fragmentos de la obra teatral que ha reunido a María y Valentine. Un texto preciso y claro, que no por ello debía dejar de ser breve, resultaba imprescindible como materia de debate y punto de encuentro y desencuentro de las dos mujeres; sin él, las dudas y desánimos de la actriz, las críticas y decepciones de la secretaria quedan siempre en el aire, flotando en el vacío, con la consiguiente angustia del espectador que comprueba por momentos que no recibe lo que se le ha prometido con rara astucia. Por otro lado, el director Assayas, se ha dejado tentar por las ramificaciones de la historia, que consiguen dispersar y desangrar el asunto principal, progresivamente empantanado en un sinfín de detalles convocados superficialmente. La rara astucia actúa de nuevo abrumándonos con una batería incesante de escenas secundarias, que se suceden casi como las páginas de una “revista del corazón” para darnos malas noticias sobre el autor de la obra misteriosa, cotillear sobre el ligue frustrado de la sufrida Valentine o repetir el tópico de la niñata convertida en estrella y sus efectos letales en matrimonios ajenos.

 

 

Ecos del pasado

         

Efecto añadido o colateral de la teoría de la rara astucia, más o menos sugerido por la película misma o por las declaraciones de sus artífices, asoma en la invocación de grandes títulos del pasado, con los que los recién llegados pretenden emparentarse, más o menos fieles a la hora de seguir los modelos impuestos por una tradición “canónica”.

 

Al espectador mínimamente informado le vienen a la mente dos títulos que tratan precisamente del mismo asunto, Eva al desnudo, escrita y dirigida por Joseph Louis Mankiewicz en 1950 y Persona, de 1966, con guión y dirección de Ingmar Bergman. En la primera, se analiza el ambiente teatral a través de la hábil estrategia de una actriz aspirante hasta lograr situarse; en la segunda, una actriz en crisis se retira con su enfermera que acabará convirtiéndose en su espejo. En ambas, un guión riguroso y detallado va dando cuenta de los distintos capítulos del trato entre las dos mujeres, la gran carencia de la película de Olivier Assayas, que cuenta con dos actrices tan competentes y adecuadas a sus papeles como lo fueron Bette Davies, Anne Baxter, Liv Ullman y Bibí Andersson.

 

Una rara astucia bien entendida, por decirlo así, la aplicada por el húngaro Kornél Mundruczó y el sueco Roy Andersson a sus películas respectivas, White God y Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia.

 

La primera cuenta una historia original, con perfecta independencia de los clásicos del pasado, que la memoria del público evocará sin que su aprecio e interés por lo que está viendo resulte disminuido o degradado por la infinidad de referencias que le asaltarán, durante y después de la proyección. Aparte de Los pájaros, de Alfred Hitchcock, ejemplo básico de la rebelión del reino animal contra la sociedad humana, las peripecias del perro abandonado quizá le remitan a otras historias más suaves, pero que cuentan lo mismo, como La dama y el vagabundo, una de las mejores películas de Walt Disney, e incluso Un ángel pasó por Brooklyn, producción española dirigida por el excelente director húngaro Ladislao Vajda. El perro Hagen, que se llama igual que el asesino de Sigfrido en la ópera wagneriana, vive aventuras más desgarradas que el simpático can callejero humanizado en el dibujo animado y que el pobre chucho en que se convierte Peter Ustinov como castigo a su corazón pétreo, pero la riqueza de la tradición cinematográfica, cuando se utiliza con talento, no hace sino enriquecer las nuevas obras.

 

El tremendo título elegido por el realizador sueco, cabe suponer que no con el propósito de espantar a la concurrencia, anuncia la peculiaridad de una obra, que requiere una actitud del receptor más compleja de la propia de un público pendiente tan solo de la narración. Complejidad y atención que se verán compensadas, pues el guionista y director Roy Andersson no deja de ofrecer narración, al mostrar a la misma pareja de personajes en situaciones distintas, a lo largo de un argumento tenue; cada escena o secuencia se resuelve siempre en un plano fijo dispuesto de tal modo que los encuadres se benefician de la profundidad de campo. Así, el cine se nutre de una perspectiva propia de la pintura, al tiempo que toma del teatro una concentración dramática que absorbe al espectador con, sin duda también, una rara astucia.  

 

 

 

 

Álvaro del Amo (Madrid, 1942) estudió Derecho, pero le faltó una asignatura para licenciarse pues se encontraba en la Escuela Oficial de Cinematografía, donde sí se tituló en Dirección en 1968. Cine, teatro, literatura, crítica y música han sido el comunicado paisaje que ha procurado transitar, siempre favorecido por azarosas circunstancias. Últimamente ha publicado un libro de relatos (Crímenes ilustrados), adaptado y dirigido la versión teatral del guión de la película  Amantes, en el que intervino, así como una dramaturgia de tres zarzuelas que iniciaron el género. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, La construcción del cinéfiloLos “pagafantas” triunfan en el cine y La obra maestra. Sobre “La cinta blanda” de Michael Haneke.  

 

 

 

 

Este artículo es el tercero de una serie titulada El cuaderno del cinéfilo reaccionario

 

El cuaderno del cinéfilo reaccionario 

Plagiando la tradición. Lo que la oscarizada ‘Birdman’ indica de la senda por la que Hollywood va a transitar

Salir de la versión móvil