He visto a Pedro Sánchez llevar sobre sus hombros el féretro de su tesis. Es una de esas imágenes que siempre se recuerdan: el hombre joven y apuesto que carga con el difunto delante de todos los asistentes al sepelio. Que no se pierda ni una sola oportunidad de figurar. La tesis cum laude ha muerto, dice el presidente del Gobierno. Pero el ataúd no lo soporta él solo. Al principio no se distinguía bien a los otros porteadores. Estaban borrosos. Ahora se ve claramente a Pablo Iglesias. Ya han depositado la caja en el hoyo y entre todos están contribuyendo a enterrarla. Iglesias ha sido el primero en empuñar la pala delante de las cámaras y aportar su buen montoncito de tierra. Iglesias y Sánchez son amigos. Y también figurantes. El figurar les ha unido, básicamente. También en el duelo. Ayer, en la entrevista al doctor Sánchez en La Sexta, todas las presentadoras vestían de negro. Incluso en el rostro de la intrépida Ana (“No, Ana, fíjese usted…”; “No, pero Ana…”; “Pero vamos a ver, Ana…”, percutía el aleccionado presidente) se podía ver por momentos el luto por la tesis fallecida, como si se marchara discreta e inexorablemente, y su olor a cerrado se fuera perdiendo para empezar a ocupar la quietud verde de los cementerios. El lenguaje de Sánchez (y el de Iglesias) ya quiere decirnos: “Que en paz descanse nuestra desgraciada tesis”, con una sonrisa poco conseguida de bonhomía y superación de la tragedia. Pero la tesis está tan viva como los extractos e inequívocas demostraciones e informaciones: las verificaciones objetivas, los hechos que demuestran su salud rebosante. La tesis vive. ¡Viva la tesis!, proclamo yo que he podido leer sus milagros, y usted también, quiera o no verlos o darles crédito. La tesis nació muerta y ha cobrado vida de pronto para terror del presidente, que quiso ser (figurar como) doctor, pero sin que se supiera cómo. El falso doctor Sánchez quiere la tesis muerta porque así la pergeñó; pero no pensaba que pudiera convertirse en el fantasma que le persigue a pesar de que ayer quisiera hacerle ver a todo el mundo, entre espeluznantes consignas estéticas y gestuales y dialécticas, que nada lo perturba, como si en vez del orgulloso propietario del palacio de la Moncloa (“Soy el presidente del Gobierno y haré lo que quiera…”, llegó a decir) se hubiera dirigido a los españoles como el orgulloso propietario del castillo de Canterville.