Me contaba Luis Antonio de Villena, excelente escritor y divulgador un poco olvidado, cómo los burgueses franceses solían pernoctar en los arrabales de París buscando una vida divertida y bohemia. Hay algo feliz, sicalíptico, en esos tipos emperifollados, muchos de ellos con sangre azul, que preferían la gracia de los barrios marginales a los hieráticos modales que dominaban su mundo proustiano de maniquíes y perfumes. La mayoría letraheridos, buscaban cierto picante a existencias predecibles y desahogadas.
Los grandes duques no son ahora, vaya, tan curiosos y han sido sustituidos por santones de ego estratosférico, creación escasa e insultos infinitos. Son las nuevas capillitas literarias, herederas de aquellas que se peleaban a bastonazos en las buñolerías modernistas, pero trasplantadas a unas redes sociales que hacen del insulto un método de ganar voluntades. Lo más divertido de este fenómeno es que esconde cierta tiranía de lectores criados más allá de los mares. Estos, ahora en parajes layetanos, son los particulares enanos de ese duque autoproclamado como césar visionario de la literatura. Evidentemente, sus continuas invectivas, sus perogrulladas de gafitas resentido, ofrecen solaz al público, pero también una crítica necesaria a las capillas de otros. La pregunta siempre es, ¿reaccionarían estos nuevos inquisidores de manera afable, tan lejana a Entrialgo, a esas críticas si se dirigieran a ellos? La respuesta es no.
«Herralde, por favor, estáfanos»
Porque cuando el retrato de Dorian Gray tiene soportes tan frágiles, depende de tan poca gente, la mínima traición se ve como una guerra declarada. Y los trazos desdibujados, ese lienzo deshilachado, eran simplemente una efigie pergeñada por otros. Y el soberano, el rey desnudo, siempre muere atiborrado, embrutecido y engañado por los súbditos. Como diría Montaigne, tan querido por muchos de estos santones, aunque el trono sea el más alto del mundo uno siempre acaba “sentado sobre el culo”.