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La traducción literaria. Son tantos los escollos…

Si en música hay determinados intérpretes que nos gustan más que otros –aunque todos se basen en la misma partitura–, en traducción literaria también preferimos unas versiones de La Odisea, La Divina Comedia o Macbeth a otras, o incluso podemos elegir una versión distinta para cada ocasión: esta para leer en voz alta porque está en verso y es más eufónica, esta otra para dársela a un joven lector porque está en una prosa ligera y fluida, esta para adaptarla al cine porque es mucho más ágil y coloquial, etcétera. Traducir textos literarios es interpretar en todas las distintas acepciones de este rico término, echando mano de destrezas que entran a partes iguales en el ámbito de la filología, la hermenéutica, la literatura y el arte de escribir. Y, del mismo modo que una partitura solo es música en potencia, hasta que por fin un intérprete la ejecuta y suena en nuestros oídos, tampoco un texto escrito en una lengua ajena es propiamente lenguaje –sino unos garabatos muertos sobre un papel– hasta que ‘suena’ en nuestra propia lengua (ya sea en nuestros oídos o dentro de nuestro cerebro) gracias a cada nueva interpretación que nos sirva un traductor.

Hay que destacar el eminente papel de la traducción literaria tanto para el enriquecimiento de cada idioma, que se expande cada vez que un traductor acuña nuevos términos y ahorma como puede su lengua materna a los estilos de la lengua ajena[1], como para formar eso que Goethe llamó “Weltliteratur”, los clásicos que conforman la biblioteca universal de la humanidad. Son los traductores los que van forjando con sus textos esa cultura universal cuya mirada pasa por encima de las diferencias empobrecedoras fijadas por las fronteras de las distintas lenguas y civilizaciones. Si no leyéramos una y otra vez a los clásicos de culturas muy alejadas en el tiempo y el espacio nuestro mundo sería muy pequeño y limitado. Por eso mismo, la historia de la traducción de los clásicos es también la de la azarosa formación del canon cultural de nuestra sociedad, por mucho que también esté repleta de olvidos e injusticias, así como de excesivas idealizaciones y clichés. Aunque desde el punto de vista del número de ejemplares se traduzcan mucho más los ‘bestsellers’ de cada momento, solo los textos considerados ‘clásicos’ reciben una y otra vez la atención de los traductores literarios para realizar una nueva versión, solo ellos renacen con un nuevo lenguaje para volver a hablarle a cada nueva generación de lectores.

Sobre cómo se puede aprender a ‘interpretar’ un texto escrito en otra lengua hay numerosas teorías, casi todas surgidas en los siglos XIX y XX, pero el debate último, o por lo menos el más interesante, es de tipo filosófico en lugar de técnico y tiene que ver con la esencia misma de eso inaprehensible y misterioso que llamamos lenguaje y que nos sirve para comunicarnos, pero también en la misma medida para engañar y ocultar, así como para pensar y hasta para pensar en cómo pensamos: y, claro está, pensamos fundamentalmente mediante el lenguaje mismo, que es al mismo tiempo nuestra mejor herramienta y nuestro límite, pues nos encorseta en unas estructuras determinadas. Por eso, porque somos los esclavos de un modo de pensar y de expresarnos al que nos fuerza el propio lenguaje, decía Heidegger que:

 

“El hombre se comporta como si él fuera el creador y dueño del habla[2], cuando es esta la que es dueña del hombre. […] Porque en realidad es el habla la que habla” [Martin Heidegger: ‘Dichterisch wohnet der Mensch, 1954].

 

Es verdad que la parte estética del lenguaje, como la de las artes plásticas, escapa parcialmente a la tiranía del lenguaje lógico-conceptual y permite un modo de expresión que se capta a través de los sentidos y las emociones, es decir, de una manera intuitiva, lo que significa que hay una parte del ‘pensar’ que no es lingüística; la música es, en ese sentido, uno de los ‘lenguajes’ más íntima y directamente vinculados con nuestra parte sensitiva y emocional, pero la poesía, cuyo sentido se capta muchas veces con la intuición más que con la razón, y que además tiene una parte fonética y rítmica no desdeñable, también ostenta en gran medida ese aspecto. Como dijo T. S. Eliot en su ensayo sobre Dante (Dante, 1929):

 

Genuine poetry can communicate before it is understood.

 

Esa parte artística y menos aprehensible de la traducción literaria convierte a la tarea de la traducción en algo tan creativo como de difícil transmisión bajo la forma de una disciplina ‘técnica’: para ser un Leonardo, primero hay que saber mezclar colores en una paleta y saber dibujar, esta es la parte técnica transmisible y que se puede llegar a aprender con mayor o menor pericia, pero no todo el que dibuja bien y sabe mezclar colores se convierte en Leonardo. Sin querer llevar al extremo la teoría del ‘genio’ –lo que sería exagerado y vanidoso para la humilde tarea del (supuestamente) invisible traductor de textos–, con todo, algo de eso hay también en los textos literarios que separa de modo radical a la traducción literaria de la traducción ‘técnica’; en efecto, en la lengua, sobre todo literaria, anida una especie de ‘energía’ –que es lo que le da al mensaje su fuerza– que procede de la experiencia de una cultura y de la sensibilidad y creatividad del autor a partes iguales. Esa parte artística de un texto no está directamente vinculada con su parte conceptualmente comprensible, es anterior a ella o tal vez sea mejor decir que pasa por encima de ella y la rebasa; es más, a veces se fundamenta justamente en el ‘no decir’, en el puro silencio, y por lo tanto en lo menos conceptual, en algo no transmisible con palabras; pensemos, por ejemplo, en la poesía de Paul Celan, que expresa la imposibilidad de la comunicación a través de versos cada vez más monosilábicos y vacíos. ¿Cómo se traduce el vacío?

Antes que Celan, allá por 1800, el poeta Friedrich Hölderlin –peculiar traductor de las tragedias griegas de Sófocles y de los poemas de Píndaro– ya nos enseñó que a veces un traductor demuestra su excelencia exhibiendo sin pudor el abismo del lenguaje. En sus extrañas traducciones –calificadas de productos de la demencia por sus contemporáneos, que buscaban una imagen idealizada de una Grecia luminosa y olímpica y a un Sófocles clarificado y racional–, Hölderlin explora la zona límite del pensamiento, ese sitio en el que el poeta se enfrenta a lo indecible y el lenguaje resultante es de una violencia hermenéutica que produce vértigo. Y lo hace en una fusión arriesgadísima e inimitable de Grecia y Germania, en un lenguaje aparentemente alemán, pero que bebe por igual de las dos raíces. Por suerte, la palabra poética –muy por encima de la conceptual– es capaz de abarcar, al menos parcialmente, eso indecible del lenguaje lógico, aunque ofrece aún mayor dificultad para ser trasvasada a otro idioma. Por eso, el traductor no debe aspirar a ‘reemplazar’ el texto original como si se pudieran hacer calcos (como ya dijo Walter Benjamin[3]), es más, cuando resulta necesario, no debe tener miedo de mostrar las disonancias del lenguaje y de exhibir toda la infranqueable distancia que nos separa de esa otra lengua y cultura con las que nada tenemos en común. En los coros de las tragedias de Sófocles traducidas por Hölderlin, el poeta no es complaciente con sus lectores, sino que toda la extrañeza de la lengua extranjera, así como la violencia y salvajismo de los rituales de las divinidades antiguas, esto es, lo primitivo de ese mundo tan ajeno al nuestro que pinta Sófocles[4], se lo abre al lector en versos sin duda muy complejos –pues su comprensión no puede ser solo racional y lógica, por lo que está casi fuera de nuestro alcance–, pero que al menos evocan la fuerza del insondable misterio que encierran: esa insoslayable y aterradora presencia de lo divino que está todavía presente en la tragedia griega, pero ya no en la literatura moderna. Son ejemplos extremos, ciertamente, pero que nos hacen ver que en traducción literaria se hace algo más que traducir de una lengua a otra y, desde luego, no se traducen ‘palabras’.

 

[…]

 

De entrada, no parece muy difícil definir qué es traducir literatura. Y, sin embargo, precisamente porque todas las investigaciones sobre el lenguaje y la traducción se han revelado enormemente contradictorias e incapaces de aprehender el núcleo mismo del asunto, si quisiéramos definir la traducción (literaria o no) tendríamos que aportar una retahíla de definiciones distintas según el lingüista o investigador citado. Por lo general, más que definir se intenta hacer tipologías según el tipo de traducción de que se hable (literal/libre; directa/inversa; técnica/literaria; etcétera). Por otro lado, los investigadores que han tratado de hacer definiciones no han conseguido casi nunca una formulación breve y sencilla del asunto, sino largos enunciados que tratan de dar cuenta de un sinfín de aspectos y que están mediatizados por su propia visión del asunto. Parece ser entonces que lo que nos dicta la pura práctica, esto es, que traducir es trasladar un enunciado o texto de una lengua a otra, se queda muy corto en cuanto se utilizan las lentes de la ciencia para analizar el proceso. El problema viene de cómo se define ese “trasvase”, si se incluye en él solo la transferencia del “sentido” o también de los aspectos formales, la cultura de partida, etcétera.

Ante esta situación, parece conveniente e instructivo reflexionar un poco sobre el carácter del hecho comunicativo, esto es, sobre el lenguaje mismo, puesto que es la materia con la que trabajan el autor o hablante y su traductor o intérprete. Son las teorías lingüísticas, antropológicas y de la filosofía del lenguaje las que nos sirven los mejores interrogantes y algunas pocas respuestas reveladoras sobre las características y dificultades inherentes a todo acto de comunicación y, por ende, de traducción o interpretación de un mensaje.

Es verdad que parece un tanto paradójico que se hable tanto de la intraducibilidad del lenguaje cuando el ser humano no ha hecho otra cosa más que traducir desde los tiempos de Babel. Y, sin embargo, son tantos los escollos para que un mensaje pueda ser, no ya solo trasvasado a otra lengua distinta, sino incluso perfectamente entendido por el receptor de una misma lengua, que casi todas las reflexiones filosóficas y científicas sobre el lenguaje parten de la base de que la tarea comunicativa, y, por ende, la traducción, son intrínseca o esencialmente imperfectas y utópicas. Es lo que revela con su humor y genialidad características el texto de Jorge Luis Borges titulado “Pierre Menard, autor del Quijote” (en: Ficciones, 1939). En esta singular fábula, el oscuro autor simbolista francés Pierre Menard se propone reescribir de modo literal, en el siglo XX, un par de capítulos del Quijote. Desde luego no pretende hacer una versión contemporánea de la obra, puesto que quiere ser completamente fiel, pero tampoco aspira a hacer una transcripción mecánica ni una mera ‘copia’ del original: lo que quiere es, de verdad, ‘volver a escribir el Quijote’, esto es, ser capaz de producir en el siglo XX unas páginas que coincidan palabra por palabra y coma por coma con las escritas por Cervantes. Sería el sueño utópico del perfecto traductor, pero algo completamente imposible, puesto que texto y tiempo son dos asuntos indisolublemente unidos y el Quijote, como tal, solo posible en el siglo en que vio la luz. Pero, pese a ello, Pierre Menard baraja dos métodos para intentarlo: el primero es la identificación biográfica con el autor; quiere ser como Miguel de Cervantes (esto es, saber el español del siglo de Oro, tener la fe católica, guerrear contra el turco, olvidar todo lo sucedido tras el siglo XVI, etcétera), un método que descarta, pues le parece mucho más meritorio escribir de nuevo el Quijote sin dejar de ser Pierre Menard, con sus propias vivencias. El segundo método es el de la recreación poética, así que se centra en la escritura y consigue pergeñar unos fragmentos del Quijote que son exactamente iguales a los de Cervantes, pero que los críticos consideran mucho mejores que los del texto original. La paradoja de Borges culmina cuando cita como ejemplo un breve pasaje del Quijote en ambas versiones, produciendo dos citas que son literalmente idénticas, pero justificando que la de Menard es, sin embargo, mucho más rica, porque cuando lee su versión el lector añade ya la percepción sobre la Historia que se tiene en el siglo XX, cosa que Cervantes no pudo hacer. La conclusión es, por tanto, que cuando leemos obras anteriores en el tiempo desde nuestros nuevos puntos de vista, modificamos y hasta enriquecemos el texto original; es una perfecta apología de la subjetividad lectora y una puesta en evidencia de que las influencias y los precursores pueden darse en un orden cronológico invertido. Por supuesto que Borges solo está jugando con el lector, creando un artefacto retórico basado en dos espejos que se reflejan mutuamente, pero su absurda paradoja entraña hondas implicaciones para la teoría literaria y no digamos de la traducción.

Casi cualquier acto de comunicación implica una experiencia de transferencia de sentido; ahora bien, es fácil observar que cada ser humano expresa algo distinto que implícitamente encierra todo su pasado, sus experiencias y todo su ser, aunque luego se sirva de la convención lingüística de su época y círculo social, además de su ‘diccionario privado’ para expresar lo que quiere decir en cada caso. Así las cosas, las posturas se dividen desde tiempos muy antiguos entre los que consideran que la estructura profunda del lenguaje es universal, por mucho que su estructura superficial sea aparentemente diferente –luego la traducción sí debería ser posible–, y los que opinan que la traducción es imposible y solo se puede aspirar a lograr ciertas analogías, pero nunca a reproducir con otro lenguaje todo lo que abarca y esconde un lenguaje determinado. Se adopte la postura que se adopte, lo cierto es que todo discurso tiene al menos una doble estructura (la superficial o del ‘habla’ y la del pensamiento o subyacente) que solo convergen parcialmente, y que en todo acto de comunicación intervienen varios factores, algunos de los cuales ni siquiera son de carácter verbal (como los gestos) y otros solo lo son formalmente (como el tono de voz, que expresa emociones determinadas que pueden ser contrarias al sentido objetivo de las palabras proferidas, como cuando se miente). Es por eso por lo que, ya sea dentro de la misma lengua o entre varias lenguas, todo acto de comunicación es un acto de traducción. Es evidente que en la traducción de textos se pierden algunos de esos factores extrínsecos que acompañan a la comunicación verbal, pero a cambio aparecen otros semejantes, que se esconden en los registros formales y estructurales del discurso, las figuras retóricas y demás elementos (lo que incluso puede incluir aspectos sensoriales, como ocurre en la poesía visual).

Como ya afirmaba Gotthold Ephraim Leibniz en el siglo XVII (1729-1781), y con ello no difería mucho de lo ya sostenido antes por Giambattista Vico en sus Institutiones oratoriae (1668-1744), el lenguaje no es tanto el vehículo del pensamiento, como el medio que lo determina y condiciona: pensamos tal como nos lo impone nuestra lengua propia, si bien él siempre aspiró a los lenguajes universales como el de la matemática o el de los ideogramas, que pueden ser leídos por cualquiera que conozca sus reglas, da igual cuál sea su lengua hablada. Lo sostenido por Leibniz será radicalizado siglos después por el filósofo y matemático vienés Ludwig Witgenstein (1889-1951) en su Tractatus Logico-Philosophicus cuando dice que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (Tesis 5.6.). Para el primer Wittgenstein no hay distancia entre pensamiento y lenguaje, cuyo carácter lógico ambos comparten; solo más adelante (en sus Investigaciones filosóficas) abandona parte de las ideas previas a favor de una concepción del lenguaje más basada en los contextos reales y el uso, que muchas veces es extralingüístico, así como en su carácter de juego.

Durante el romanticismo alemán la idea de la intraducibilidad también está presente, aunque ahora más vinculada con la supuesta forma de ser específica de cada nación o comunidad, lo que da lugar a derivas demasiado deterministas. Ya Madame de Stäel establecía en su obra Alemania relaciones causales entre la morfología del alemán y la idiosincrasia de dicho pueblo (a lo que siempre se puede objetar que dicha idiosincrasia cambia bastante con el tiempo, mientras que la morfología de la lengua es mucho más duradera; además de que todo niño puede aprender cualquier lengua de modo natural, da igual su raza y procedencia) y Wilhelm von Humboldt definió unas jerarquías de lenguas (de las más primitivas a las más evolucionadas) que serían luego muy cuestionadas por antropólogos como Claude Lévi-Strauss, cuando descubrió las complejidades y refinamientos del llamado “pensamiento salvaje”. Y es que algunas realidades se describen con esos lenguajes aparentemente primitivos con mucha más riqueza léxica y gramatical que con el latín o el griego, considerados en Occidente como el máximo hito cultural (por ejemplo, algunas lenguas pueden tener cuatro formas del pronombre, un pasado que se queda en el pasado y otro que prolonga la acción hasta el presente, etcétera). En todo caso, también en tiempos recientes se ha vuelto a aducir que el léxico y gramática de una lengua refleja y determina la cultura a cuyo servicio se encuentra (Sapir-Whorf[5]), algo que podría poner en entredicho la capacidad de un traductor para trasvasar convenientemente la lengua ajena a la propia. Derivas actuales del determinismo lingüístico, que en última instancia llevaría a afirmar que el conocimiento solo se puede transmitir en la misma lengua en que se formula –unas derivas que incluso se suponen progresistas, pero más bien parecen todo lo contrario– llegan hasta suponer que solo una mujer puede traducir bien la obra de una mujer, o solo alguien de una raza los textos de personas de esa misma raza[6] y cosas de este tenor, lo que estrecha cada vez más el cerco de la traducción y la reduce a una visión esencialista y biologicista del lenguaje bastante peligrosa si se extrapola a cuestiones sociales y políticas. Todo hay que decir que, sin llegar a los extremos citados, es casi un lugar común leer que para traducir poesía hay que ser poeta, lo que de entrada suena bien, pero en realidad no deja de ser tan cuestionable como lo de tener que ser mujer para traducir a otra mujer o, ya puestos en la misma lógica, bebedor de absenta para traducir a Rimbaud o fraile para traducir a San Bernardo.

Por su parte, redundando en la tan cacareada imposibilidad intrínseca de la traducción, un lingüista como Chomsky afirma que las estructuras profundas del lenguaje se hallan a un nivel mucho más inaccesible de lo supuesto por los filósofos y lingüistas tradicionales: esto explica la capacidad de abstracción del ser humano al usar una lengua, la capacidad para entender por primera vez cosas nunca oídas antes, etcétera. Pero la búsqueda de esos supuestos ‘universales lingüísticos’ subyacentes que él supone se ha revelado compleja y ha dado poco fruto, fuera de reconocer algunos pocos elementos comunes a todas las lenguas conocidas (como la existencia de verbos o nombres, el uso de los pronombres de primera y segunda persona y poca cosa más) y por supuesto descartando la correspondencia entre fonología y sentido, solo muy escasamente presente en la mayoría de las lenguas. Ni que decir tiene que los deconstructivistas han vuelto a insistir en la intraducibilidad; para Derrida “la afirmación de una lengua en sí misma es intraducible”.

Como, sin embargo, y pese a todo lo antedicho, resulta difícil de creer que los procedimientos del lenguaje se hallen tan completamente fuera del alcance de nuestra conciencia, tal vez sea más fructífero salir del mundo de la especulación teórica e ir a buscar respuestas al mundo de la práctica de la traducción para entender los mecanismos con los que, de hecho, nos comunicamos, pese a todo, a tantos niveles. En los últimos tiempos, lingüistas como Georges Mounin, Eugene Nida o Mario Wandruszka han defendido un camino intermedio más pragmático que armoniza teoría y práctica y defiende de nuevo la posibilidad de la traducción. Pero para entender los mecanismos que operan al traducir es muy útil echar primero un vistazo a la enjundiosa historia de esa tarea que se dedica desde que existe el homo sapiens a aprehender algo que, por lo visto, es inaprehensible.

 

[…]

 

Si para Descartes pensamos luego existimos, para George Steiner “somos en la medida en que traducimos”. El mundo es signo y debe ser permanentemente interpretado, y por eso la traducción es la actividad principal del ser humano. En definitiva, traducción y comunicación son sinónimos.

En sentido filosófico traducir es mucho más que trasladar un mensaje verbal (escrito o hablado) de un idioma a otro, aunque en la lengua corriente solamos referirnos a eso. En realidad, traducir es descodificar cualquier tipo de mensaje o signo, esté en el lenguaje que esté, para comprenderlo a nuestra manera y de cara a nuestra utilidad. La realidad está llena de lenguajes distintos –lingüístico, musical, pictórico, de signos, simbólico, etcétera– y todo el tiempo nos lo pasamos ‘traduciendo’ los mensajes que percibimos a nuestra propia forma de comprensión, obviamente con mayor o menor fortuna. Ni siquiera se trata siempre de lenguajes expresamente codificados: también interpretamos constantemente signos fortuitos: cuando caen las hojas de los árboles, sabemos que ha llegado el otoño; si vemos nubes, cogemos un paraguas para salir a la calle; si escuchamos un fuerte ruido de agua en la cocina de casa, corremos a ver si hay una fuga. Del mismo modo, sabemos interpretar con un elevado grado de pericia lo que significan los signos que constantemente emiten los rostros y gestos de nuestros congéneres humanos o de los animales, incluso cuando no tratan de modo consciente de decir nada: alegría, enojo, cansancio, amenaza. Sabemos por el tono de voz si alguien nos está mintiendo o tiene dudas, etcétera. Realmente, no hay un momento consciente del día en que no estemos interpretando signos y/o descodificando lenguajes. Hasta cuando dormimos nos sumergimos en el lenguaje simbólico de los sueños, sobre el que abundan las teorías más diversas, pero que en cualquier caso es indudable que también tiene un componente de expresión de emociones psicológicas más o menos evidentes u ocultas.

Puesto que somos traductores natos y esa es nuestra principal y casi diríamos que compulsiva actividad a lo largo del día, es normal que también hayamos inventado gran cantidad de maneras de comunicarnos, mucho más allá de las palabras habladas o escritas. Y es que, aunque somos notablemente torpes en la mayoría de destrezas que ostentan de modo innato otros animales, en algo les ganamos: somos unos maestros en la invención e interpretación de lenguajes simbólicos. Es verdad que nuestras capacidades perceptivas físicas e inmediatas son mucho más limitadas que las de otros seres vivos (los perros saben interpretar mucho mejor los olores y sonidos, por ejemplo, porque huelen y oyen mucho más que nosotros), pero a cambio hemos desarrollado una capacidad casi ilimitada de expresión de pensamientos complejos. Para eso, ha sido necesario desarrollar pensamientos de tipo simbólico. Urgidos por la pura necesidad, desde tiempos remotos se han inventado decenas de maneras primitivas de lanzar mensajes cuando la distancia hacía imposible la comunicación oral estándar: es el caso desde el silbo gomero hasta las señales de humo de los indios americanos, por no hablar de las señales luminosas o con banderas del lenguaje náutico y ya en tiempos más tecnológicos el telégrafo, el morse, etcétera. La interpretación de cualquier tipo de lenguaje requiere un alto grado de capacidad simbólica. El lenguaje escrito es un caso complejo de simbolismo, sobre todo a medida que se desprende de los alfabetos más ligados a signos pictóricos –ideogramas, etcétera– y se van haciendo abstractos y puramente simbólicos, lo que requiere un largo aprendizaje por parte del hablante para ser capaz de vincular signo y fonema y sistema de signos con el sentido de estos.

Una cosa parece clara: el ser humano es un ser social y tiene una necesidad existencial de comunicación, ES comunicación. No es que el resto de seres vivos no se comuniquen también a su manera, sabemos que lo hacen, pero parece evidente que el ser humano ha llegado a un nivel de complejidad en la comunicación que lo define y delimita respecto al resto de seres vivos. Además, es gracias a esa capacidad como ha logrado un nivel cada vez más elevado de progreso técnico, ya que solo mediante una comunicación cada vez más sofisticada, así como mediante la invención de nuevos lenguajes simbólicos (matemático, computacional, etcétera) ha podido acumular como especie un saber ingente y evolucionar de un modo muy notable y acelerado que no parece al alcance del resto de las especies, cuya evolución (que la hay, por la necesidad constante de adaptarse al medio) es en todo caso infinitamente más lenta, al menos por lo que a los lenguajes se refiere.

Steiner hace especial hincapié en la vinculación de texto y tiempo. Cada palabra engloba toda su historia previa. La cultura depende de la transmisión de sentido a través del tiempo y el espacio; la lengua tiene una estructura diacrónica (vertical) y otra sincrónica (horizontal) y por lo tanto toda traducción de textos del pasado tiene un carácter diacrónico y, por eso, los textos que se traducen a veces ofrecen más dificultad por el hecho del salto temporal que tiene que dar el traductor o/y lector para acercarse a ese texto, que por la lengua desconocida en que está escrito. Todo lector y traductor es un intérprete que tiene que reinventar el pasado de un modo nuevo; por eso cada generación vuelve a traducir los mismos textos, para acercarlos a su presente y en casos extremos también se actualizan o ‘traducen’ textos del idioma propio escritos en una lengua del pasado que crea ya dificultades de comprensión, por lo menos a un público general no experto (como se ha hecho ya en España con El Quijote, por ejemplo). La transmisión de textos del pasado depende por lo tanto de un ejercicio de mímesis muy variable, en el que se recrea el pasado. Esta recreación puede ser más o menos conservadora: en pintura estamos en el extremo más conservador, pues la restauración trata de conservar todo tal como se supone que estaba en la obra original. En el otro extremo, el más libre, está la recreación musical, que queda mucho más en manos del ‘genio’ y gusto del intérprete. La traducción de textos ocupa un lugar intermedio entre la estricta imitación conservadora y la libre recreación artística.

 

Estos fragmentos pertenecen al libro editado en gallego bajo el título A tradución literaria, en la colección Esenciais. Breviarios de divulgación do saber, del Servicio de Publicaciones de la Universidad de Vigo, 2023.

Notas:

[1] Parece, por ejemplo, que la palabra “vivencia”, que tanto usamos actualmente como si fuera propia, la acuñó Ortega y Gasset para traducir un término alemán equivalente, “Erlebnis”. La lista de aportaciones léxicas que se le deben a la traducción a lo largo de los siglos sería inmensa; eso sin hablar de los estilos y hasta géneros literarios, tantas veces importados en mayor o menor medida de otros idiomas y países.

[2] Traducimos “Sprache” por ‘habla’ y no por el más habitual ‘lenguaje’, para poder reproducir mejor el juego de palabras de la segunda frase.

[3] En su texto La tarea del traductor (1923) (edición española en ed. Abada, Madrid), Benjamin era de la opinión de que la distancia entre autor y traductor, o entre texto original y traducción, era insalvable. La única forma de remediarlo sería mostrar la distancia en lugar de ocultar las dificultades.

[4] Por ejemplo, mostrando la lucha entre Argos y Tebas con un vocabulario animal y violento que intensifica el tono mítico y salvaje: las puertas de Tebas son siete fauces que han devorado a los dos hermanos de Antígona, Eteocles y Polinices, los cuales se han dado mutua muerte en medio de los primitivos rituales báquicos que ya resuenan para celebrar el triunfo de Tebas. (Vid. el primer coro de Antígona, así como las anotaciones a la tragedia en: F. Hölderlin, Antígona, ed. bilingüe de H. Cortés, La Oficina, Madrid, 2014).

[5] Se conoce como “hipótesis de Sapir-Whorf” la sostenida por Benjamin Whorf apoyándose en tesis de su profesor Edward Sapir. Dicha hipótesis, de las que existen tanto versiones más laxas como versiones esencialistas más fuertes, sostiene que la lengua da forma al pensamiento.

[6] Algo que se puso de manifiesto en los medios debido a la polémica causada por una de las elegidas para traducir el discurso de Amanda Gorman, una joven poeta negra que recitó ante el Capitolio un poema con ocasión de la investidura del presidente Biden. Muchas voces se levantaron para criticar que se hubiera elegido a una mujer blanca para traducir el poema, pues supuestamente ella no podía ‘comprender’ en toda su extensión el mensaje de Gorman, que trataba sobre la negritud. El traductor perfecto debía cumplir tres requisitos: ser mujer, joven y negra, y la traductora solo reunía dos. Nadie preguntó si sabía bien los idiomas que manejaba o si conocía la obra y estilo de Goman, al parecer requisitos mucho menos importantes.

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