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Mientras tantoLa trama de los afectos

La trama de los afectos


 

 

Uno quisiera apelar a la razón, aunque se trata de sentimientos. Uno quisiera apelar a los afectos, aunque se trata de resentimiento. Yo tengo mi parte de culpa. Durante años, sobre todo cuando hacía que estudiaba en Santiago de Compostela, me encantaba corear canciones cada vez que había un concierto de cantautores comprometidos, a ser posible en gallego, portugués, catalán o vasco. Canciones en las que se denostaba con brío a España. Un estribillo que en aquellos años setenta que partió por la mitad y marcó de forma indeleble la muerte de Franco tuvo especial predicamente rezaba así: «Si España é miña nai, eu son un fillo de puta» («Si España es mi madre, yo soy un hijo de puta»), y todos nos recocijábamos al entonarlo. Hay otro sentimiento, sin embargo, que me hace sentir todavía mucha más vergüenza retrospectiva: nuestra condescendencia hacia las acciones de ETA, nuestro entendimiento de que luchaban por una causa justa, y nuestra falta de piedad (y me escudo en la primera persona del plural porque era muy cómodo actuar así: evitaba tener que caer en el enojoso esfuerzo de pensar) hacia los policías y militares que caían bajo las balas de los terroristas. Cierto que nunca fue un entusiasmo cerrado, que había algo que nos repugnaba en ese recurso a la violencia, pero entendíamos que al fondo, en el entramado de Herri Batasuna, había un ajuar revolucionario que en gran medida compartíamos. No me duró mucho. Tal vez porque nunca acabé de sentirme del todo a gusto en compañía de quienes exhibían ideas férreas sobre la realidad, ideologías para cambiar el mundo por las buenas o por las malas. Por eso nunca me inscribí ni en las filas del nacionalismo gallego ni en las de los movimientos comunistas, trostquistas, maoístas y similares en las que se encuadraron tantos amigos del instituto y de la universidad. Sentía ciertas afinidades anarquistas, pero también con muchas reticencias. Supongo que siempre primó cierto espíritu solitario, que me hacía sentirme incómodo en manifestaciones, partidos, asociaciones, clubs en los que podías compartir franchachelas y unanimidades, pero que enseguida me resultaban fatigosas, zafias, en demasía ruidosas. Prefería ir por libre, irme de viaje solo, leer a autores adictos a la duda y a la crítica. Tal vez por eso me aficioné a figuras como Franz Kafka y Fernando Pessoa.

 

A Arcadi Espada le gusta hablar de la trama rota de los afectos a que nos ha conducido esta deriva española que en estos días de invierno parece arreciar, especialmente en Cataluña y el País Vasco, donde conservo tan buenos amigos que no me gustaría perder. Me vine a estudiar a Madrid después de dos vanos intentos en Santiago de  Compostela, y de dos fugas de la casa paterna. Llegué con la firme convicción de regresar a Galicia en cuanto terminara. La nostalgia me pudría. Sin embargo, cuando empecé el tercer año de carrera me di cuenta de que no regresaría nunca, de que me sentía mucho más libre en Madrid. Libre de ataduras afectivas y políticas. Por eso me duele cuando atribuyen de forma tan burda a Madrid, monstruo nada filantrópico, sinécdoque del poder, la causa de buena parte de los males que aquejan a naciones que quieren ser más siendo aparentemente dueñas de su destino político y sobre todo económico.

 

Nunca he profesado ninguna suerte de nacionalismo, pero no me avergüenza hablar de España, aunque bien es cierto que en Facebook, y a todo el que me quiera escuchar, suelo repetir que me siento portugués. Que me gustaría ser portugués. No en vano a los de Vigo y más al sur de Galicia a menudo nos tratan de portugueses. Me gusta sentirme portugués por el bacalao, por el idioma, por Pessoa, por la saudade y la tristeza del a menudo denostado y pobre país vecino. Me gusta Portugal porque me parece un país mucho menos estridente y ruidoso que España. Me gusta su melancolía. Cuestión de afinidades electivas. 

 

No me haría ninguna ilusión que España se desgajara. Después de haber cubierto la atroz guerra civil de Bosnia-Herzegovina (y el cerco de Sarajevo, que me recordó otra guerra, que afortunadamente no viví: la guerra civil española) y muchas guerras africanas, vine curado de espantos, y sobre todo de espantos basados en la identidad territorial, política, étnica, económica… Cada vez que regresaba a España desde África me resultaba obsceno ver el tiempo, el dinero y el esfuerzo que dedicábamos a dirimir cuestiones relacionadas con la identidad territorial y las reinvindicaciones incesantes de aquellas nacionalidades que despertaron mi ciega simpatía en Compostela, a finales de la época de Franco, al inicio de la imperfecta (¿no somos humanos?) transición. Quien crea que podemos recomponer de forma cordial el mapa de esta España invertebrada y fatigosa sin costes, desgarros, tal vez sangre, creo que se engaña. Pero no sería ese el argumento que con más fervor quisiera esgrimir aquí. Sé que hay que aportar argumentos sólidos, convincentes, capaces de persuadir, aunque me temo que estamos en un momento (y en una época, y en un país) en el que casi nadie escucha a nadie, en el que casi nadie está dispuesto a exponerse y muchos menos dejarse persuadir por las razones mejores, más convicentes, del otro. Ese afán en el que tanto se empeña mi admirado Aurelio Arteta.

 

Yo quisiera creer que es posible restañar la trama de los afectos entre los españoles. Y voy a trabajar por ello, aunque no sienta ninguna gran pasión por ninguna bandera. Ni siquiera por la portuguesa. Pero creo que nos iría mucho mejor si siguiéramos juntos este viaje hacia la nada y el olvido que sin duda seremos. 

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