La trama

Donde se reivindica a los artesanos narrativos, aquellos que trenzan tramas, porque parece ya un arte perdido

Estoy acabando la redacción de un libro, un pequeño ensayo, y he tomado conciencia de la necesidad de integrar las partes. Esto no es tampoco confesión de estilo deslavazado, todo tratado en su primer borrador es así, sino oposición a la tendencia general donde las tramas cada vez están menos trabajadas y casi siempre se evitan. Conocemos, claro, los excesos del narrador tejiendo sin final, el folletín, pero todavía me dejan perplejo lo escasos recursos novelescos en las obras recientes.

Dumas, cocinando sus tramas (¡y personajes!)

Los críticos posmodernos, deudores del texto como significado puro, detestan cualquier cosa inventada y folletinesca: ya nadie puede aparecer en el tercer acto, tampoco el mayordomo ser el asesino y, claro, el cura nunca será el padre de algún niño expósito. Las últimas novelas de Carrère o Houellebecq adolecen de una desestructuración perentoria, una especie de trozos a veces sin conexión (sobre todo en el primer autor), que llega a manifestar cierta incógnita sobre si las capacidades narrativas de los dos se han esfumado.  Son obras por y para la crítica, metáforas de algo que astutamente nunca se declara, y dejan al lector común con la inevitable cara de póker. No hace poco Houellebecq reivindicaba la novela como ensueño, muy lejana de cualquier trama concienzuda:

“El ensueño es el origen de toda la actividad ficcional: por eso he pensado siempre que todo el mundo es creador, ya que todos reconstruimos ficciones a través de elementos reales o no. Esto es un argumento clave. En mi caso, yo escribo cuando me despierto”.

El libro como reconstrucción de sensaciones, de momentos, es el tema literario en Francia desde las vanguardias de los 70. Los países anglosajones, en contrapartida, siguen defiendo las narrativas alambicadas. Así en el otro lado del cuadrilátero, Stephen King permanece incombustible escribiendo novelas tramposas, de prosa picapedrera, pero con un olfato narrativo indudable. En 2007 confesaba sus humildes orígenes como escritor, con temas amarillescos, y su desconocimiento radical de la mayoría de los temas de “Carrie”:

“En lo que estaba centrado en el momento que escribía Carrie eran historietas que vendía a las revistas masculinas. Muchas de ellas eran de terror, algunas de ellas de misterio, pero tenían un límite de palabras muy estricto: no podía pasar de 3000. Una vez escribí 5000 palabras, pero lo deseché porque iba a ser una historia más larga. Esta era “Carrie” y era una historia dura, se trataba de chicas, de sus vestuarios y de la menstruación. Cosas de las que no sabía nada”.

La respuesta sería tan anatema para cualquier crítico francés, que el libro acabaría en cualquier pila de obras olvidadas o inútiles. Pero fue su primer gran éxito, su primera edición arrasó con 30.000 copias vendidas, y pronto se adaptaría al cine. Los últimos libros de King, tópicas obras de terror en Maine, dan más de lo mismo a los lectores, pero contienen giros y cierta idea cohesionada del artefacto narrativo.

«¿Alejandrino? No me suena nada esa palabra…»

Ahora, ¿Quién tiene la razón? ¿Los críticos que detestan lo novelesco buscando la prosa pura y el yo descarnado? ¿Los lectores que pretenden aligerar sus vacaciones en Benidorm con una divertida obra pulp?

La respuesta es otra pregunta, claro, ¿Por qué elegir?

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